¿Dónde estaba nuestra indignación y dónde el dolor que ahora dicen sentir las autoridades cuando en mayo de 2008 se aprobó en Italia el llamado «Paquete de Seguridad”, que tipificaba como delito la inmigración clandestina y que castigaba con pena de cárcel a quien ayudara a extranjeros en situación irregular? ¿Dónde estaba la preocupación por los inmigrantes que ahora dicen tener los gobiernos y autoridades europeos que no hicieron nada para evitar que se aplicase esa ley?
¿Dónde estaba nuestro dolor cuando el gobierno español dejó sin asistencia sanitaria a casi 900.000 inmigrantes?
¿Dónde está nuestro rechazo cuando el gobierno francés expulsa a gitanos o rumanos porque «esas poblaciones tienen modos de vida que son extremadamente diferentes de los nuestros”?
¿Dónde está nuestra dignidad cuando la Unión Europea aplica medidas que empobrecen a los pueblos de donde tienen que huir miles de personas desesperadas? ¿No deberíamos haber reaccionado antes, cada vez que Europa recorta un derecho a los desheredados?
¿No debería haber surgido la indignación, al verlos venir pobres de naciones que son ricas, en donde abundan quizá más que en cualquier otro lugar los recursos naturales de todo tipo, pero que han sido empobrecidas antes por la voracidad de las metrópolis, ahora de las grandes compañías multinacionales y siempre con la complicidad de las oligarquías locales a las que apoyan nuestros gobiernos que se dicen demócratas?
¿No debería habernos dolido el saqueo constante que hemos hecho de sus riquezas, la destrucción de su vida y costumbres de siglos, el desmantelamiento de sus instituciones para provocar su división y evitar así que pudieran responder ante nuestras constantes agresiones?
¿No debería habernos indignado que los gobiernos ricos disminuyan la ayuda al desarrollo y que la mayor parte de ella se vincule a beneficios comerciales o militares, dejando en la estacada a millones de personas? ¿No nos debería haber dolido que sean nuestra falta de solidaridad y nuestras políticas egoístas las que condenan a la miseria a quienes desesperados naufragan más tarde en nuestras costas?
La vergüenza de Lampedusa es la consecuencia de un proceso de empobrecimiento y destrucción, sí, pero también de pérdida de la conciencia y la dignidad. Nuestra especie parece que tiende a quedarse desprovista de humanidad, por lo que no nos han indignado ni nos indignan, ni nos hacen sufrir, ni nos avergüenzan, ni nos hacen sentir culpables todas esas políticas y decisiones que unas veces matan directamente y otras, como ahora en Lampedusa o en tantos casos que ni siquiera conocemos, poco a poco o algo más tarde.
Es metiéndonos en el cascarón de nuestra individualidad como nos deshumanizan para que no sintamos rabia ante la injusticia que cae sobre el otro; para que seamos seres ensimismados que no reaccionemos cuando se le quita todo al que está a nuestro lado; para que no nos duela el dolor de los demás; para que no sintamos lo mismo que sienten los que son lo mismo que nosotros, pero a los que no sentimos como tales; para que no nos unamos unos con otros y nos dejemos dócilmente empobrecer, humillar o incluso matar.
Las políticas que se vienen aplicando en los últimos decenios han conseguido concentrar la riqueza en menos manos que nunca, aunque destruyendo riqueza a raudales para dar privilegio a las mega corporaciones en perjuicio de pequeños y medianos productores de todo el planeta, y eliminando derechos e instituciones. Pero, sobre todo, han logrado otro propósito quizá mucho más importante y al que no se le está prestando la atención debida para poder darle respuesta. Lo expresó con toda claridad una de sus primeras inspiradoras, Margaret Thatcher, cuando decía que el objetivo era «cambiar el alma” para que en el mundo haya lo que ella creía que debía haber: no sociedad sino individuos.
Se hace política sin calor humano, se ofrecen programas electorales pero no formas y soluciones efectivas de vida que puedan empezar ya a ponerse en marcha, se dicen muchas palabras y se multiplican las banderas y los llamamientos pero no se crean espacios en donde reconquistar la humanidad que hemos ido perdiendo y la presencia de los demás para empezar a identificarnos unos con otros y anticipar y crear entre todos una nueva sociedad. Política de ruido que nada cambia porque de ella no brota lo auténticamente humano que hay dentro de nosotros, los sentimientos de rechazo a la injusticia, la rebeldía, el amor y el afecto, la solidaridad… que son los únicos de donde pueden nacer la conciencia y la movilización que se necesita para acabar con vergüenzas como las de Lampedusa.
– El autor, Juan Torres López, Catedrático de Economía en la Universidad de Sevilla
*Fuente: Adital
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Y ahora le está tocando el turno a los pueblos de Europa, que engatuzados por las élites gobernates y engañados por las élites, que van concentrando cada vez más la riqueza, ciertamente ahora, les ha llegado la hora de llorar, porque esas nefastas organizaciones internacionales: fmi, omc, banco mundial y los tratados comerciales, que de ninguna manera favorecen a los pueblos. Todo esto, está provocando la destrucción del tejido humano, se ha implantado ´´ el sálvese quien pueda ´´.
Ni siquiera tenemos la dignidad de los animales. Si a una liebre la acorrala el zorro de manera que no tiene escapatoria, esta trata de erguirse amenazadoramente y trata de morder y arañar al zorro antes de morir. A nosotros nos tienen acorralados, con la desgracia de que también nos tienen domesticados. Nos dejamos conducir al matadero como lo que somos; un rebaño del que se enriquecen sus amos; pero eso sí, muy soberbios frente a los rebaños de otros continentes, porque estamos más cerca del amo.
Somos europeos y por lo tanto, esclavos de primera clase, que cuando protestamos públicamente, lo hacemos respetando unas leyes que solo nos permiten protestar como si fuésemos rezando el rosario. Muchos de estos idiotas, aceptan que se tache de terroristas a aquellos valientes (que también los hay), que gritan por encima del silencio impuesto por la ley de los delincuentes, cuando la realidad nos reclama que hay que hacer algo más contundente que gritar.