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El vuelo de la serpiente en el pensamiento latinoamericano

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En la mitología mexicana, el agave o maguey es central. Esta planta
florece una sola vez en la vida y muere. Pero de esta forma esparce sus
semillas y se multiplica. Florece para morir y muere para dar vida.

La recurrencia mitológica de “morir para florecer” atraviesa el
continente y su historia reprimida, desde México hasta Perú, desde el
Popol Vuh hasta los mitos del Incarrí y Tupac Amaru. Ernesto Che Guevara
es quizás el último representante de esta tradición. Su muerte señala
el fin y la confirmación del ciclo de liberación según la cosmología
amerindia. Francisco Urondo, anticipándose a su propio destino,
reconocía que si el Che había muerto de esa forma, “nosotros, hombres de
su generación, también terminaremos de mala manera, derrotados o con un
balazo trapero y los ojos abiertos para llegar a mirar, como los gatos,
en plena noche, en plena violencia, los primeros pasos del único mundo
que admitimos” (Urondo, 75).

Aquí la clausura política aún no se había producido. La muerte todavía
era un anticipo y el precio de la utopía. En octubre de 1967, Mario
Benedetti dejaba una crónica subjetiva de este preciso momento: Che,
“eres nuestra conciencia acribillada […] dicen que te incineraron / toda
tu vocación / menos un dedo / basta para mostrarnos el camino / para
acusar al monstruo y sus tizones / para apretar de nuevo los gatillos”
(Aquí, 25). Y luego confirma esa especie de cielo secular, que es el
cielo del humanismo prometeico y es el cosmos amerindio: “aprovecha por
fin / a respirar tranquilo / a llenarte de cielo los pulmones […] será
una pena que Dios no exista / pero habrá otros / claro que habrá otros /
dignos de recibirte / comandante” (26).

Pero en los años setenta ya se percibe el fracaso de la utopía que había
iniciado Sir Thomas More en 1516, otro escritor político, impresionado
por el descubrimiento del Nuevo Mundo y de gente sin codicia. Ahora la
distopía se ha radicalizado. La sangre del héroe ha sido desacralizada
por el oro del conquistador. Razón por la cual su muerte y su
renacimiento serán dobles. En el poema “Che 1997”, Benedetti acusa que
“lo han transformado en pieza de consumo / en memoria trivial / en ayer
sin retorno / en rabia embalsamada” (Inventario, 81). Queda la
conciencia histórica y la promesa de redención, porque no hay fracasos
absolutos. El final del ciclo, el necesario fracaso de la utopía y el
deshacer del héroe son resistidos en algún momento, no por mucho tiempo.
Pero esta literatura se refiere más a la resistencia de una distopía
consolidada que a la conmoción de una revolución movida por la utopía.

Según Laurete Séroujé, el “visitador de los infiernos” —Quetzalcóatl, el
hombre-dios— que se encuentra “solo entre las sombras, no es más que un
ser desnudo, invadido por el pánico provocado por el abandono súbito de
su fe en el acto creador” (Pensamiento, 158). El hombre-dios, el
redentor, el rey de Tollan, refiere que “después de la muerte a las
cosas de este mundo, y en el umbral de una realidad todavía oculta, se
siente naufragar miserablemente a los bordes mismos de la nada” (158).

En al mitohistoira latinoamericana la derrota es provisoria y provee de
nueva energía revolucionaria: es el movimiento del cosmos indoamericano y
también es el movimiento progresivo de la historia, según el humanismo
europeo. La retirada es parte de la confirmación del regreso de
Quetzalcóatl: “me iré otra vez inoportuno / y apostaré por el que pierde
/ y volveré cuando ninguno / me necesite ni me recuerde” (Benedetti,
Canciones, 103). En otro momento, en otro poema, el mismo Benedetti lo
confirma: “y la muerte es el motivo / de nacer y continuar” (106).
Cuando murió Quetzalcóatl, desapareció cuatro días donde estuvo entre
los muertos (mictlan). En ese tiempo, según los Anales de Cuauhtitlan,
el hombre-dios se proveyó de flechas y luego reapareció como el lucero,
es decir, la gran estrella del alba y que llevaba su nombre,
Quetzalcóatl. El período en que esta estrella desaparece —Xolotl— “no es
otro que el germen del espíritu encerrado en esa sombría comarca de la
muerte que es la materia” (Séroujé, 159).

Pero esta fe, propia de los escritores comprometidos, y la historia
revolucionaria latinoamericana se cierra antes de alcanzar la liberación
—la utopía final— para ingresar nuevamente al Primer Cuadrante, el
cuadrante del escepticismo existencialista, del esteticismo y el
sensualismo en el arte, de la alienación social del individuo, del
solipsismo.

Un ejemplo de esa vuelta al escepticismo en la distopía podemos tomarlo
de Cristina Peri Rossi, una escritora que con anterioridad compartió el
carácter de los escritores comprometidos. En los años ochenta escribe
“El mártir”, donde realiza una parodia desacralizada del héroe
revolucionario. Una organización clandestina decide hacerse de un mártir
de una forma calculada en base a un análisis frívolo sobre semántica.
“Hay mártires de nombres imposibles de pronunciar por el pueblo llano, y
esto los hace caer pronto en el olvido. Decidimos, pues, que nuestro
mártir debía tener un nombre sin diptongos complicados, sin letras mudas
ni consonantes dobles” (Cosmoagonías, 67). La carta-comunicado que
recibe el futuro mártir, explica las razones de la elección. “Por fin,
analizamos la cuestión más difícil, es decir, el sacrificio. Pensamos
que lo mejor sería que nuestro mártir fuera asesinado por la policía en
el curso de una manifestación, de carácter pacífico, y celebrada con
asistencia de todos nuestros militantes” (68).

Involuntaria o no, hay una alusión al conocido estudiante Liber Arce,
que murió desangrado en un enfrentamiento con las fuerzas policiales en
Montevideo y se convirtió en mártir popular, marcado por la simbología
de su nombre, liberarse.[1] El sacrificio, la sangre del héroe
revolucionario se ha desacralizado hasta la parodia de una supuesta
intrascendencia. El cuento fue reproducido en diarios de la derecha
conservadora de su país, Uruguay, como El País.

La poesía de Peri Rossi, como la de la mayoría de aquellos escritores
que en años anteriores habían sido identificados con la revolución, la
resistencia optimista y la alegría de la utopía popular, volverán al
espacio distopico. La apertura se convierte primero en clausura política
y más tarde en clausura existencial. En “El tiempo” (1987), Peri Rossi
reconoce: “Mi melancolía y yo hemos decidido / vivir en el pasado”
(Poesía, 449). Casi diez años más tarde, en “Aquella noche” (1996),
observa en un personaje aludido, de forma más explícita: “De joven
quería cambiar / el mundo. Se hizo guerrillera […] Ahora, se limita a
cambiar / el canal de televisión” (Poesía, 673).

Si la “poesía del compromiso” de la primera mitad del siglo XX, como en
Pablo Neruda, gira de la intimidad del amor romántico, individual y
triste, a la alegría del descubrimiento de la lucha colectiva, a finales
del siglo se opera el movimiento inverso. La utopía permanece en el
discurso como un recuerdo y como conciencia del fracaso o la derrota,
pero ha muerto como proyecto, lo que se demuestra con la recurrencia al
amor íntimo.

Esta regresión a la intimidad como refugio es propia de otros autores
como Mario Benedetti: “¿Cómo voy a creer / dijo el fulano / que la
utopía ya no existe / si vos/ mengana dulce / osada/ eterna / si vos/
sos mi utopía” (Soledades). El amor sensual es, otra vez, el refugio y
el sustituto de la utopía derrotada. Hay una vuelta al intimismo: el
individuo ya no necesita el Cosmos social ni quiere actuar en él para
cambiarlo y cambiarse a sí mismo. En la poesía de Peri Rossi es un lugar
casi común: “Para que nos amáramos, en fin / ocurrieron todas las cosas
de este mundo / y desde que no nos amamos / sólo existe un gran
desorden” (Poesía).

El mundo es, otra vez, caos y amenaza.

En una clara alusión al tango y la filosofía popular de tono gardeliano
—diatópico—, Juan Gelman titula uno de sus poemas “Mi Buenos Aires
querido” y no ve otra salida que la ciega, persistente y desarticulada
resistencia de Ernesto Sábato: “Hay que aprender a resistir / ni irse ni
quedarse / a resistir” (Sur). Su hijo desaparecido, a quien muchos
poemas antes había comprado un arma como juguete para hacer la
revolución, es frustrado por la desaparición y la derrota, por la
clausura política. “Hijo que no acabó de vivir / ¿acabó de morir?”
(Sur). Y luego, en “Carta abierta” (1980), dedicada a su hijo, se
pregunta con infinito dolor: “¿paró tu deshacer en algún lado?”.

En los ’80, lo que llamo “clausura política” ya se ha convertido en
“clausura existencial”, como el purgatorio cristiano o una especie de
infierno, donde eternamente se experimenta el dolor. En este caso, el
deshacer no sólo es la reversión del hacer revolucionario, el destino de
la historia, sino es el deshacer de Tupac-Amaru, de Ernesto Che
Guevara, del rebelde que se hace pedazos para confundirse en cuerpo y
alma al pueblo que lo trasciende, ya no en la utopía sino en la
distopía, ya no en el triunfo de la justicia sino en la trascendencia de
la derrota.

La idea de resistencia no es sólo política sino histórica y cultural: ni
el nuevo hombre ni la nueva sociedad se han logrado. El éxito de la
resistencia es todo el éxito que se puede aspirar en una sociedad
alienada, destruida o estancada. En “Tríptico del plebiscito”, Mario
Benedetti alude al triunfo del “No”, la opción que en el referéndum más
importante de la historia uruguaya negó a los militares la retención del
poder. “Por razones obvias / no fue / exactamente / una forma de
conciencia / colectiva / sino apenas la suma / de seiscientas mil /
tomas de conciencia / individuales” (Exilio). La conciencia social, el
individuo transformado en la acción colectiva, ha sido abortada por la
dictadura, por la reacción de la distopía, y sólo queda la acción del
individuo anterior, alienado, aislado. La salida de la dictadura no
significa una salida de la distopía sino, precisamente, lo contrario. En
“Somos la catástrofe”, Benedetti reconstruye en pocos versos la
clausura política que amenaza con transformarse en clausura existencial:
“desde Paco Pizarro y Hernán Cortés / hasta los ávidos de hogaño / nos
han acostumbrado a la derrota / pero de la flaqueza habrá que sacar
fuerzas / a fin de no humillarnos/ no humillarnos / más de lo que
permite el evangelio / que ya es bastante” (Soledades).

Ahora esa esperanza ya no se refiere a la construcción de un futuro
luminoso sino a la salvación de un presente oscuro. En un poema
posterior ya no hay dudas: “¿Qué les queda por probar a los jóvenes / en
este mundo de impaciencia y asco? / ¿sólo graffiti? ¿rock?
¿escepticismo? / también les queda no decir amen / no dejar que les
maten el amor / recuperar el habla y la utopía” (Paréntesis). La
reivindicación de la palabra y la utopía son un pálido reflejo del
pasado que persiste aún en medio de la desesperanza y el escepticismo
del mismo poeta que los condena: “ya sabemos cómo es sin las respuestas /
mas ¿cómo será el mundo sin las preguntas?” (Exilio). Los temas
centrales de La vida ese paréntesis (1997) son, especialmente en sus
páginas centrales, los temas recurrentes del romanticismo del siglo XIX y
el existencialismo de la primera mitad del siglo XX: el yo y la muerte.

Como vimos, la otra salida a la clausura, política y existencial,
consiste en el regreso al origen amerindio. Eduardo Galeano, quizás el
escritor más representativo de este camino en la primera página del
primer libro de su trilogía Memoria del fuego (1982-1986) inicia con un
mito cosmogónico de los maquiritare, tribu de la cuenca del río Orinoco.
Como el título de este primer libro, Los nacimientos, el mito alude al
nacimiento múltiple; no a la reencarnación. Dios —que soñaba el mundo y
era soñado por la humanidad— había decidido que la mujer y el hombre
“nacerán y volverán a morir y otra vez nacerán. Y nunca dejarán de
nacer, porque la muerte es mentira”. La derrota, el desangrado de la
utopía, ha clausurado otra vez el horizonte utópico, pero se convierte
en una derrota necesaria para el ejemplo histórico. Es un triunfo moral
que al producir conciencia se convertirá en un triunfo político y
existencial en los tiempos por venir, ese tiempo sin lugar y ese lugar
sin tiempo que nunca veremos.

La palabra vuelve, pero ya no es arma de combate sino instrumento de la
memoria, que es resistencia al tiempo y a la injusticia de la historia.
Incluso a veces sólo es una memoria est ubi: Stat Roma pristina nomine,
nomina nuda tenemus. Desde las profundidades de la historia mitológica
americana, dice el poeta Ernesto Cardenal que dijo el poeta Coyote
Hambriento: “nosotros nos vamos, mas quedarán los cantos” (Antología).

– El autor es académico uruguayo en la Universidad de Jacksonville en EE.UU

Nota
[1] La importancia simbólica de Liber Arce, composición de un nombre y
un apellido comunes, no es un detalle menor. Arce murió por una bala del
policía Enrique Tegiachi el 14 de agosto de 1968, en el curso de una
manifestación estudiantil. El 20 de setiembre se repite la historia con
los estudiantes Hugo de los Santos y Susana Pintos. Luego sigue una
lista de otros mártires estudiantes que no alcanzaron el simbolismo
histórico que hoy se reconoce en Liber Arce.

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