Ser cristiano en nuestra sociedad plural y laica
por José M. Castillo (España)
14 años atrás 34 min lectura
autor en el invierno pasado en Valencia. Su mensaje sigue siendo
perfectamente válido en el Otoño de 2010
(Redacción de R. C.)
I. Introducción: la raíz del problema
Para empezar, vamos a ir derechamente al fondo del problema. A mi manera
de ver, el problema, que aquí tenemos que afrontar, se puede (y creo
que se debe) plantear en estos términos: la condición necesaria e
indispensable, para poder entender y vivir el cristianismo, está en que
éste se pueda vivir y practicar, no en lo religioso y desde lo
religioso, no en lo sagrado y desde lo sagrado, sino en lo profano y
desde lo profano, en lo laico y desde lo laico.
Ahora bien, hoy nos damos cuenta de que, en este momento, estamos en
condiciones de afirmar que Jesús fue un hombre profundamente religioso
(por su constante relación con el Padre del cielo y por su intensa vida
de oración), pero al mismo tiempo fue un laico, que vivió su
religiosidad y presentó su religiosidad de forma que entró en conflicto
con la religión (con la Ley, el Templo y los Sacerdotes). Y sabemos que
aquel conflicto terminó siendo mortal, en el sentido más literal de la
palabra. Jesús, en efecto, fue perseguido, juzgado, condenado y
asesinado por la Religión.
Ahora bien, desde el momento en que las cosas sucedieron así en los
orígenes del cristianismo, se nos plantean dos problemas de gran calado
en los que (según creo) muchos cristianos no piensan: 1) La gran
dificultad que tenemos para entender a Cristo. 2) La gravedad del
problema religioso y cristiano que estamos viviendo.
1. Nuestra comprensión de Cristo. Si Jesús vivió como sabemos y murió
por lo que sabemos, tenemos el derecho y el deber de preguntarnos cómo
es posible, desde la Religión, entender a un hombre (Jesús) que fue
rechazado y asesinado por la Religión. Y por tanto, cómo podemos, desde
nuestra identificación con la Religión, vivir y practicar un proyecto y
un mensaje que fue rechazado tan brutalmente por la Religión.
Al hablar de este asunto, es importante tener en cuenta que, cuando
hablamos de nuestra identificación con la Religión, nos referimos ante
todo a un hecho cultural y sociológico: hemos nacido y hemos sido
educados en una cultura religiosa y en una sociedad marcada por la
Religión. De forma que, seamos o no seamos conscientes de ello, estemos o
no estemos de acuerdo con ello, el hecho religioso es un elemento
constitutivo de nuestras propia identidad. Incluso en el caso de
aquellas personas que se consideran agnósticas o ateas. Porque también
esas personas han construido su propia identidad en una cultura
religiosa y en una sociedad configurada (en buena medida) por la
Religión.
2. El problema religioso-cristiano que estamos viviendo. La Religión
está representada y es gestionada, en nuestra sociedad, por una
institución, que es la Iglesia. En el caso concreto de España, por la
Iglesia católica, que es, no sólo una institución religiosa, sino que
además es un Estado. Lo cual quiere decir que las relaciones de la
sociedad con la Religión son, no sólo relaciones religiosas, sino además
(e inevitablemente) también relaciones políticas. Como es bien sabido,
estas relaciones han sido con frecuencia problemáticas y a veces
conflictivas. Pero, mientras duró el Antiguo Régimen, los conflictos
entre religión y sociedad fueron siempre conflictos de poder, siempre
dentro del hecho religioso, que era aceptado por todos, lo mismo por el
poder político que (como es lógico) por el poder religioso.
Los conflictos cambiaron radicalmente de sentido a partir de la
Ilustración y con el nacimiento de la Modernidad. Porque ya no eran
conflictos de poder en una sociedad religiosa, sino confrontaciones
entre la religión y la sociedad, entre la Iglesia de siempre y la nueva
cultura. Y ahora, con la Posmodernidad, los problemas se han agudizado y
han llevado la tensión al límite. Porque, en este momento, ya no se
trata del conflicto entre la sociedad y la Iglesia. Se trata de una
situación mucho más radical. En este momento, el problema está en que el
cristianismo se está saliendo de la Iglesia. El cristianismo se vive en
la sociedad laica, tolerante, plural, defensora de los derechos y de la
dignidad de las personas. La religión sigue en la Iglesia, en su
sacralidad, en su dignidad, en sus poderes y privilegios.
Pero ahora comprendemos, mejor que nunca, que desde la religión, desde
el poder de la religión, desde la dignidad de lo sagrado, no es posible
ni comprender, ni vivir el cristianismo, el mensaje de un hombre (Jesús)
que, insisto, fue perseguido por la religión, condenado por la
religión, asesinado por la religión, en el despojo de todo poder y de
todo privilegio, en el abandono y la exclusión de un subversivo que se
vio rechazado por el Templo, por la Ley y por los Sacerdotes.
II. El cristianismo “oficial” en la sociedad actual
El mensaje y la vida de Jesús ha sido históricamente gestionado y
controlado por la Iglesia. Es decir, la “memoria subversiva” (J. B.
Metz) de Jesús ha sido conservada por una institución (la Iglesia) que,
con el paso de los años y por virtud de un lento proceso, que ahora no
es el momento de recordar, de hecho, terminó por constituirse en: 1) Una
Religión. 2) Que es, de hecho, la Religión de Occidente.
No podemos, en los reducidos límites de esta exposición, analizar en
toda su complejidad y en sus múltiples detalles este fenómeno de
transformación. Lo que sí puedo (y debo) decir es que, a estas alturas
de la historia, somos muchos los que vemos esta transformación como un
proceso de adulteración e incluso de descomposición del proyecto
original, tal como nos lo describen los documentos fundacionales del
Nuevo Testamento y lo que sabemos con seguridad que ocurrió en los
siglos siguientes. Para lo que aquí nos interesa, sólo quiero fijarme en
las dos cuestiones que acabo de apuntar.
1. El cristianismo como Religión. Por lo que nos relatan los evangelios,
podemos afirmar con seguridad que Jesús no pensó fundar una Iglesia. Ni
pensó fundar una nueva Religión. Jesús fue in judío que se dio cuenta
de que la Religión, a partir de lo que él vio y vivió en el judaísmo del
siglo primero, no es ni lo que Dios quiere, ni lo que el mundo
necesita. Advierto que, cuando hablo de “Religión”, no me refiero
solamente a la Religión de Israel. Me refiero a la Religión tal como
Jesús la pudo ver y vivir en su pueblo y en su tiempo.
Es decir, me refiero a una Religión: 1) monoteísta y, por tanto,
excluyente; 3) nacionalista; 4) centrada en tres pilares fundamentales:
la ley, el templo, los sacerdotes. Por supuesto, Jesús se relacionó con
el Padre del cielo y habló del Padre del cielo. Pero jamás habló de un
Padre “excluyente” de gentes que tuvieran otras creencias o que
procedieran de otras culturas. Ni tampoco habló Jesús de un Padre
“nacionalista”, es decir, un Padre pensado para un pueblo y en el que
ese pueblo (y nada más que ese pueblo) encuentra a “su Dios”.
Y tampoco, por supuesto, Jesús habló de un Padre ligado a las
observancias de la Ley, al que se le encuentra en el Templo, y cuyos
mediadores son los funcionarios de “lo sagrado”, los Sacerdotes,
mediante sus ceremoniales, sacrificios, ritos y observancias. Nada de
esto aparece, por ninguna parte, en el Nuevo Testamento. Y es bien
curioso que cosas tan fundamentales, para la mentalidad eclesiástica
actual, no se digan en ningún momento en todos los escritos o documentos
fundacionales del cristianismo. Más bien, se afirma insistentemente
todo lo contrario:
1) El Padre de Jesús no excluye a los pecadores, a los publicanos, a los
samaritanos, al centurión romano, a la mujer siro-fenicia, a los
extranjeros, a los presos, a los endemoniados, a los paganos, más aún,
se trata de un Padre que trata a todos por igual, como hacen el sol o la
lluvia, lo mismo a malos que buenos, lo mismos a justos que a
pecadores. Evidentemente, este Dios no encaja en el esquema de ninguno
de los “dioses monoteístas” que, desde los lejanos tiempos en que aún
estaba vigente el henoteísmo, han justificado y fomentado, no ya sólo la
exclusión, sino sobre todo la violencia contra los dioses falsos y sus
fieles observantes.
2) El Padre de Jesús no tolera a los nacionalistas fanáticos, como quedó
patente en el episodio de la visita de Jesús a Nazaret (Lc 4, 14-30).
Allí, al leer el pasaje de Is 61, 1-2, Jesús habló del Dios que libera a
los cautivos y oprimidos, pero suprimió la alusión al “día del desquite
del Señor nuestro Dios”, referida a la victoria de Israel sobre los
paganos (Is 61, 3). Y para que la cosa quedara enteramente al
descubierto, cuando Jesús notó que todos se le ponían en contra (Lc 4,
22), insistió en su postura recordando los casos de Elías y Eliseo,
cuando ambos antepusieron a personas extranjeras a los necesitados
israelitas. Y sabemos que la reacción de los nacionalistas fue tan
fuerte, que quisieron matar a Jesús allí mismo.
3) La religión de Jesús no se asienta ni tiene su consistencia en los
tres pilares fundamentales de no pocas religiones, concretamente la
religión que vivió Jesús en su tiempo:
a) La ley: Jesús dijo que no vino a abolirla, sino a llevarla a su
“plenitud” (Mt 5, 17). Jesús planteó esta “plenitud” en dos direcciones
contrapuestas, que podemos calificar como, la primera, línea de
exigencia mayor y la segunda, línea de liberación mayor: Jesús impuso
una mayor exigencia de la ley en cuanto se refiere a las relaciones
humanas: no matar, sino ni insultar (Mt 5, 21-22); no adulterar, sino ni
desear lo ajeno (Mt 5, 27-28; nada de desigualdad de derechos entre el
hombre y la mujer (Mt 5, 31-32; 19, 1-12 par); no jurar, sino que sea
suficiente la palabra humana (Mt 5, 33-37); no sólo se rechaza la ley
del talión, sino generosidad sin límites (Mt 5, 38-42); nada de odio al
enemigo, sino amor a todos sin distinción (Mt 5, 43-48); en definitiva,
para Jesús, la plenitud de la ley es el amor (M t 7, 12; cf. Rom 13,
10).
Por el contrario, en la línea de mayor liberación, Jesús quebrantó
insistentemente las normas religiosas relativas a la observancia del
sábado (Mc 2, 23-27; 3, 1-6 par), al ayuno (Mc 2, 18-22 par), a las
purificaciones rituales (Mc 7, 1-7), a las prohibiciones de alimentos
(Mc 7, 14-19). b) El templo: Por lo que cuentan los evangelios, Jesús
jamás acudió al templo para participar en las ceremonias sagradas o en
el los sacrificios y el culto ritual establecido; cuando se habla de
Jesús en el templo, es para hablar a la gente, ya que era el lugar de
mayores concentraciones humanas en Israel; por otra parte, sabemos que
Jesús le dijo a la mujer samaritana que ha llegado la hora en que los
verdaderos adoradores no adorarán a Dios en templo alguno, sino “en
espíritu y en verdad” (Jn 4, 21-24); pero, sobre todo, lo más fuerte, en
la vida de Jesús, fue su acción violenta contra el templo, al que
calificó como una “cueva de bandidos” (Mt 21, 13 par), un hecho
escandaloso y que fue determinante, para la condena a muerte, en el
juicio religioso (Mt 26, 61 par) y que fue lo que le echaron en cara a
Jesús en las burlas ante la cruz (Mt 27, 40 par); por lo demás, Jesús
había anunciado la total y definitiva destrucción y ruina del templo (Mt
24, 1-2 par); decididamente, el Dios de Jesús no está en el templo,
sino en las relaciones humanas y, sobre todo, en el comportamiento de
cada cual con los que sufren (Mt 25, 31-46). c) Los sacerdotes: la
relación de Jesús con ellos, por los datos que nos dan los evangelios,
fue, más que distante, de claro y durísimo enfrentamiento; con los
“simples sacerdotes”, como sabemos por la parábola del buen samaritano
(Lc 10, 31), y sobre todo con los “sumos sacerdotes”, que, cuando
aparecen en los evangelios y en el libro de los Hechos, es para
presentarlos, jamás como representantes de Dios, sino siempre como
agentes de sufrimiento y muerte (Mc 8, 31 par; 10, 33 par) especialmente
en la condena a muerte (Jn 11, 47-53) y en el relato de la pasión.
Conclusión: decididamente, la religiosidad de Jesús no se limita, ni se
identifica con “lo sagrado”. Por el contrario, donde tiene su presencia y
donde se realiza es en “lo laico”, lo que es común a todos los seres
humanos, de forma que la religiosidad que nos enseñó Jesús es la
religiosidad que no excluye a nadie, ni se enfrenta con nadie, sino que
se vive, como la vivió Jesús, en la relación con el Padre, en la oración
que se hace en la soledad de lo escondido, y poniendo la insistencia
mayor en las mejores relaciones humanas que podemos tener con los demás.
Después explicaré la razón última y determinante de la laicidad del
cristianismo.
2. El Cristianismo como Religión de Occidente. Por razones históricas,
que todos conocemos, el cristianismo no se expandió hacia Asia, sino que
se insertó en las culturas mediterráneas, poniendo su centro en el
centro del Imperio, en Roma. Así las cosas, pasó lo que tenía que pasar:
paulatinamente, las comunidades cristianas se fueron configurando como
grupos humanos, que vivían simultáneamente de la tradición del Evangelio
y al mismo tiempo de la cultura de Occidente.
La consecuencia, inevitable y lógica, que esto ha tenido es que el
Cristianismo que ha llegado hasta nosotros no es sólo el “recuerdo” de
Jesús y la “forma de vida que nos trazó Jesús”, sino que, además de eso,
es también la herencia de una cultura: la cultura greco-romana que
configuró el Imperio. Como es sabido, el 28 de febrero de 380, los
emperadores Graciano, Valentiniano II y Teodosio I formularon su
proyecto: “Deseamos que todos los pueblos a los que gobierna la
moderación de nuestra clemencia se mantengan en la religión que ha
transmitido a los romanos el santo apóstol Pedro” (Cth XVI, 1, 2).
A partir de entonces, la “religiosidad de Jesús” y el “mensaje de Jesús”
quedaron oficialmente deformados. El Evangelio comenzó a ser así la
fusión del mensaje de Jesús con los dos grandes legados que nos dejó la
cultura greco-romana: la filosofía helenista y el derecho romano. De
forma que la Iglesia que ha llegado hasta nosotros es fruto, por
supuesto, del Evangelio. Pero también es el resultado de una teología
profundamente marcada por el pensamiento helenista; y un código legal
marcado por el derecho romano.
Las consecuencias, que de todo esto se han seguido, no son fáciles de
analizar. Y menos aún se pueden describir en el reducido espacio de este
trabajo. En todo caso, debo llamar la atención sobre dos hechos que me
parecen de especial relevancia para la Iglesia y para la vida cristiana:
1) Un pensamiento determinado más por la metafísica que por la
historia, es decir, más preocupado por el “ser” que por el “acontecer”
(B. Welte).
Por eso a la Iglesia y a su teología le interesa más, por ejemplo, saber
quién es Dios o Jesús, que tener presente lo que sucede cuando Dios
está presente o cuando Jesús es el que conduce nuestra vida. Esto ha
tenido una influencia de enormes consecuencias, por ejemplo, en el dogma
cristológico. Y, antes que eso, en el mismo “Credo” de la Iglesia. 2)
Un derecho eclesiástico en el que el derecho romano ha dejado su marca
en asuntos de enorme importancia, por ejemplo, la idea y la praxis del
poder y la autoridad. Un idea que, tal como se entiende y se pone en
práctica en la Iglesia, no se fundamenta en el Evangelio, sino en el
derecho romano.
La conclusión de todo lo dicho es clara: el cristianismo “oficial” y la
Iglesia institucional representan un hecho global inadaptado en la
sociedad y en la cultura actual. Aquí vendrá bien recordar que la
religión que ha tenido una duración más larga, en la historia de la
civilización, es la primera de las religiones que conocemos, la religión
de Mesopotamia. Pues bien, Jean Bottéro ha dicho, refiriéndose a esta
antiquísima religión, que la edificaron sus devotos “a través de
numerosas etapas, poco a poco, en perfecta coherencia con su propia
manera de ser, de vivir, de ver y de pensar”.
Ahora bien, esto precisamente es lo que no tiene nuestro cristianismo
“oficial”, ni nuestra Iglesia. El cristianismo que ve la gente y la
Iglesia que ve la gente no están edificados en perfecta coherencia ni
con la manera de pensar, ni con la forma de vivir de la gran mayoría de
las gentes de nuestro tiempo. Por eso, desde no pocos puntos de vista,
La Iglesia y su mensaje no interesa. Y, lo que es peor, con frecuencia
provoca rechazo.
III. Cristianismo, laicidad y pluralismo
Como ya he dicho en el apartado anterior, el Evangelio es el gran relato
de un conflicto. Por supuesto, el Evangelio nos habla de Dios, nos
habla de Cristo, nos habla de la Religión y de las exigencias éticas que
todo eso comporta. Pero nos habla esas cosas de forma que aquello
desencadenó pronto un enfrentamiento, que se fue agravando hasta acabar
en un conflicto mortal. Y – dando un paso más – este conflicto fue
concretamente el conflicto entre Jesús y la Religión. Esto es lo que más
destacan los cuatro evangelios.
Sabemos, sin duda, que la muerte violenta de Jesús estuvo condicionada
por motivos políticos, como consta por el título que pusieron sobre la
cruz; y por el hecho de que sólo el procurador romano era el que podía
dictar pena de muerte en cruz. Pero, en todo caso, está fuera de duda
que la decisión de matar a Jesús y la presión que se hizo para que
muriera crucificado, todo eso, provino de los dirigentes religiosos, que
llegaron a la convicción de que lo que Jesús transmitía y lo que ellos
representaban eran dos cosas incompatibles.
El relato de Jn 11, 47-53 tiene, en este sentido, un valor histórico
decisivo. Porque describe el momento en que se vio con toda claridad que
era necesario y urgente tomar una decisión: o por el proyecto de Jesús o
por el proyecto de los sacerdotes. Es decir, lo que allí se planteó con
toda crudeza fue este dilema: o el Evangelio o la Religión.
Pero, antes de seguir adelante, conviene hacer dos advertencias: 1) No
se le debe dar a este enfrentamiento una interpretación moralizante, en
el sentido de explicarlo todo por la maldad de los dirigentes religiosos
que se enfrentó a la bondad de Jesús. Analizando las causas del
conflicto, se advierte que muchos de los dirigentes religiosos tenían
que ser, sin duda, hombres de buena voluntad.
Pero lo que Jesús rechazó no fue la mala voluntad, sino hechos que dan
pie a que uno proceda mal y encima tenga argumentos para justificar su
mal proceder. Algo que suele ocurrir con frecuencia en no pocos
ambientes religiosos. 2) No se le debe dar a este enfrentamiento una
interpretación antijudaizante, en cuanto que puede haber motivos para
pensar que el Evangelio es el enfrentamiento de Jesús con el judaísmo.
La Iglesia, su teología y su liturgia le han dado esta “interpretación
antisemita” al conflicto y a la muerte de Jesús. Pero digamos
abiertamente que esta interpretación nació de una conveniencia: a la
Iglesia le convenía (y le conviene) cargar la responsabilidad sobre los
judíos porque la Iglesia no estaba (ni está) dispuesta a aceptar que
ella es la que ha convertido el Evangelio en Religión. A la Iglesia le
va mejor con la Religión que con el Evangelio. Porque el Evangelio es
una “memoria peligrosa”, mientras que la Religión es una “práctica
privilegiada”. Dicho más claramente: el Evangelio lleva a la Iglesia a
situaciones conflictivas, como le pasó a Jesús, mientras que la Religión
sitúa a sus dirigentes en posiciones de privilegio, de poder, de
dignidad y de seguridad.
Para comprender el significado y el alcance de este enfrentamiento y de
esta incompatibilidad entre el Evangelio y la Religión, es enteramente
necesario analizar, al menos sumariamente, dos cosas: 1) Lo que
representa la Religión como conjunto de mediaciones a través de las
cuales el ser humano pretende relacionarse con Dios. 2) Cómo el
cristianismo entiende y se representa a Dios.
1. Las mediaciones de la Religión. Aquí hablamos concretamente de tres
cosas que son fundamentales en la comprensión y en la práctica de la
Religión:
1) La Ley: para el “hombre religioso”, la Ley divina es la voluntad de
Dios, más aún, es la revelación enseñada por Dios a sus fieles. En
Israel, es fundamentalmente la Torá, que consiste básicamente en el
Pentateuco. En otras tradiciones religiosas, como es el casi del islam,
la Ley se contiene en el Corán, un texto intocable, que no admite
interpretación alguna. A partir de estos supuestos, la Ley se
absolutiza.
Es decir, se constituye en un absoluto, que se antepone a cualquier otra
cosa: de la misma manera que Dios está siempre y necesariamente por
encima del hombre, lo divino por encima de lo humano, así también las
obligaciones que impone la Torá están siempre por encima de las
necesidades que brotan de la condición humana. La consecuencia
inevitable de este planteamiento es que lo humano queda así supeditado
siempre a lo divino.
Hasta el extremo de que, si es preciso, por asegurar la supremacía de lo
divino sobre lo humano, se puede llegar a causar sufrimiento,
marginación, exclusión y hasta muerte, con tal de garantizar la
superioridad de lo divino sobre lo humano. Así las cosas, el conflicto
de Dios con el hombre está asegurado. Y también, como es lógico, la
violencia de la Religión, que se convierte así en motivo determinante de
conflictos, divisiones, enfrentamientos, guerras y muerte.
2) El Templo: ya se entienda como hieros (“sagrado”) o como naos
(“santuario” = el lugar donde habita la divinidad), supone siempre el
espacio sagrado, que se contrapone al espacio profano. Así, la realidad
queda dividida, partida y separada. De una parte, el lugar o sitio
“donde está Dios” y, por tanto, “donde se encuentra a Dios”. Es, pues,
el lugar del respeto, la reverencia, la dignidad, el privilegio. Y de
otra parte, el espacio profano, laico, no-religioso, donde la gente vive
y convive, trabaja, disfruta y sufre, se cansa y descansa, se quiere y
se odia, produce, etc. Si el Templo es el lugar de Dios, la calle, la
casa, el campo, la ciudad, son el lugar de la vida.
La consecuencia, que se sigue de lo dicho, es doble: a) ante todo, el
Templo, al ser un lugar privilegiado, santo, donde Dios mismo está
presente, por eso mismo puede convertirse en lo que, de hecho, se puede
convertir (como ocurrió con el Templo de Jerusalén) en “una cueva de
bandidos”; b) por otra parte, al ser el espacio propio del Altísimo,
necesita una estructura y hasta una arquitectura que diferencia al
Templo (donde habita Dios) de la casa (donde habita el hombre). De ahí
la grandiosidad, la solemnidad, el boato y el lujo que suelen distinguir
a tantos templos (catedrales…) De las humildes viviendas de la mayor
parte de los simples ciudadanos.
Lo cual entraña dos consecuencias: 1ª) los templos son lugar de
encuentro con Dios, de práctica religiosa, de respeto y observancia, en
tanto que el espacio profano es lugar de encuentro con los demás seres
humanos, de donde resulta que el encuentro con Dios y el encuentro con
los seres humanos quedan separados, situados en ámbitos distintos y, con
frecuencia, no tienen que ver el uno con el otro. 2ª) los templos
ofrecen una representación de Dios de grandeza, de majestad, de poder,
de solemnidad…, que poco tienen que ver con lo que son y viven la
inmensa mayoría de los mortales. Los templos han alejado a Dios de los
seres humanos. Y han representado a Dios de forma poco menos que
inasequible para los simples ciudadanos.
3) Los Sacerdotes: de la misma manera que el Templo es el “espacio
sagrado”, los sacerdotes son los “hombres consagrados”. Por tanto,
hombres “puestos aparte”, es decir, “separados”. Y, por tanto, hombres
privilegiados. Hombres, por tanto, dotados de un poder y de una dignidad
que no está al alcance de los demás. Así, los fieles cristianos quedan –
al igual que ocurre con el espacio – divididos en dos bloques: los
“ordenados”, de una parte, la “plebe”, de otra. Y por tanto, los
clérigos y los laicos.
Por eso, y como es lógico, la Religión, al dividir a los ciudadanos en
dos clases o grupos, diferenciados de forma “esencial” y no meramente
“gradual” (“essentia et non gradu”) (Conc. Vat. II. LG 10, 2), por eso
mismo la presencia de la Religión en la sociedad se ve erizada de
dificultades. Porque, a partir de estas divisiones, diferencias y
privilegios de orden religioso, se suele hacer presente la tentación y
la pretensión de exigir para los clérigos poderes y privilegios que no
están al alcance de los laicos. Y bien sabemos que, en cuanto en una
sociedad se introduce esta división de ciudadanos, las conflictividad
está servida.
2. El Dios del Evangelio. El cristianismo, desde el primer momento
(antes de que a los seguidores de Jesús se les llamara “cristianos”:
Hech 11, 26), tuvo el atrevimiento de proclamar su fe en un “Dios
crucificado”. Como es lógico, en una cultura en que la muerte en cruz
era el “servile supplicium”, del que habla Tácito (Hit. 4, 11), el
tormento que arrancaba el honor y la dignidad del “ciudadano romano”,
como explica Cicerón en su diatriba contra Verres (In Verrem, II, 5,
64), porque era la más degradante de acabar con esclavos, extranjeros y
subversivos contra el Imperio, evidentemente unir la palabra “Dios” con
la muerte, y con la muerte en “cruz”, representaba una locura y una
burla. Por eso nada tiene de extraño que la primera imagen de un
crucifijo, de la que se ha podido tener noticia, es de hacia el año 200
(d. C.).
Y es una imagen blasfema. Porque se trata de un dibujo con graffiti, que
se encontró (en 1856) en una de las dependencias de la servidumbre
imperial en el Palatino de Roma. El tosco esbozo allí pintado representa
a un hombre crucificado y con cabeza de burro. Debajo escribieron:
Alesamenos sébete theom: “Alejandro adora a Dios”. Y es que, en tiempos
del Imperio, un “Dios crucificado” era una burla tan impresentable, que
sólo se podía representar como la adoración de un asno. Esto era tanto
como afirmar la inversión total de la Religión.
Pues bien, estando así las cosas y en una cultura que podía unir de esa
forma a Dios con la cruz, se comprende que san Pablo, en la primera
carta a los corintios, explique a Jesucristo crucificado hablando de la
“locura (morós) de Dios” y de la “debilidad (asthenés) de Dios” (1 Cor
1, 25), evidentemente no es el Dios “todopoderoso” (pantokrátor) al que
confesamos en el Credo, según la conocida fórmula del concilio de Nicea
(DH 125). Un Dios “débil” y “loco” no tiene sitio en nuestro sistema
cultural, ni en nuestra escala de valores, ni en lo más elemental de
nuestras convicciones religiosas. Por la sencilla razón de que hablar de
esa manera de Dios, desde los criterios que conforman a una Religión,
sea la que sea, es no sólo la mayor falta de respeto en que podemos
incurrir, sino algo mucho más radical: eso equivale a negar a Dios y a
burlarse de la Religión.
Por eso, seguramente, la mayor dificultad que tenemos los cristianos,
para entender el cristianismo, es precisamente la Religión. Lo he dicho
antes. Y tengo que insistir ahora en ello. Nosotros estamos
familiarizados con la imagen de Cristo crucificado. Es más, no sólo
estamos familiarizados con esa imagen. El problema está en que, además
de familiaridad, ante Jesús crucificado, se movilizan en nosotros los
sentimientos más nobles y más profundos: respeto, admiración, devoción,
piedad, generosidad, esperanza. Y todo eso, por supuesto, es
perfectamente comprensible.
Pero es comprensible porque siempre nos han dicho que un crucifijo es
una “imagen religiosa”, cuando, en realidad, Jesús colgado en una cruz,
fuera de las puertas de la “ciudad santa”, fue históricamente algo que
no tuvo que ver absolutamente nada con la Religión. Peor aún, si los
sumos sacerdotes tuvieron tanto empeño en que no bastaba matarlo, sino
que era necesario crucificarlo (Jn 19, 6. 15-16; Mt 27, 22-26 par), eso
sucedió así porque los sacerdotes vieron que el rechazo más radical, que
la Religión podía hacer del Evangelio, se realizaba precisamente
colgando a Jesús de un cruz. No hemos entendido la cruz porque no hemos
entendido el Evangelio. Lo que, en último término significa que, en
realidad, lo que no hemos entendido es el Dios del Evangelio, el Padre
de Jesús.
Pero aún queda lo más importante por decir. En el conocido himno de la
carta a los filipenses, san Pablo dice que Jesús, “a pesar de su
condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se
vació de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de
tantos” (Fil 2, 6-7). Pablo utiliza aquí la palabra griega kenos, que
significa “vacío”, ya que el verbo kenoô significa “vaciar”. Pablo
afirma, por tanto, que el Dios de los cristianos es un “Dios kenótico”,
un Dios “vaciado de Sí mismo”. Tengamos en cuenta que, en Jesús, quien
se despoja de su rango y se vacía de sí mismo, es Dios. Esto no quiere
decir, no puede decir, que Dios, durante la vida terrena de Jesús, dejó
de ser Dios. Lo que Pablo quiere decir es que la morphé Theoú se cambio
en morphé douloú (Fil 2, 6-7).
La palabra griega morphé significa “forma” o “manifestación visible” (W.
Pölmann). Por tanto, Pablo nos viene a decir que el Dios, que se nos da
a conocer en Jesús, sólo se hace presente en “forma de esclavo”. Lo
cual nos lleva derechamente e inevitablemente a la conclusión siguiente:
Dios ha renunciado a toda grandeza, a toda majestad, a toda expresión
de poder. Porque un esclavo es la negación total de todo lo que sea
grandeza, majestad o poder. Y advierto que aquí es decisivo comprender
que la exaltación de la que habla Pablo, al final del himno (Fil 2,
9-11), no es la anulación de la kenosis, para que todo quede como estaba
antes de la existencia terrena de Jesús.
Es la afirmación de que la presencia de Dios, “en forma de esclavo”, ésa
es la forma definitiva que Dios ha asumido, sin vuelta atrás. Porque la
forma humillada del que no puede pretender imponerse a nadie, ésa es la
forma de presencia divina que Dios ha exaltado para siempre. El Dios
kenótico que se nos ha dado a conocer en el Cristo kenótico nos viene a
decir que a Dios sólo lo encontramos en lo kenótico: en la forma de vida
del que se vacía de toda pretensión de grandeza, de majestad o de poder
y dominación.
Conclusión: todo esto no es masoquismo, es humanidad. Lo kenótico es lo
sencillamente humano. Aquello en lo que todos los seres humanos
coincidimos, en lo que todos los humanos nos igualamos, lo que es común a
todos, es decir, lo laico. De donde resulta que la conclusión a la que
llegamos es que al Dios de Jesús, al Dios del cristianismos, lo
encontramos, ante todo y sobre todo, en la laicidad: en la sociedad
laica, en el Estado laico, en las instituciones laicas.
Porque ese modelo de sociedad, ese modelo de Estado, ese modelo de
instituciones, no nos separan, ni nos dividen, ni nos enfrentan, sino
que nos hacen coincidir a todos en la misma dignidad, en los mismos
derechos, en la misma categoría. La categoría que salió de las manos de
Dios, la categoría humana. Y no las “otras categorías”, que no vienen ya
de Dios, sino que las hemos inventado los hombres: las categorías
culturales, las categorías religiosas, las categorías sociales, las
categorías políticas y todas las malditas categorías que nos hemos
sacado de la manga, para imponernos unos a otros o, lo que es más grave,
para enfrentarnos a los unos con los otros.
Al llegar a este punto, resulta inevitable hacer una referencia a la
forma, visible y a la imagen externa, desdela que la Iglesia y sus
dirigentes pretenden “representar” al Dios de Jesús. Es evidente que, si
tomamos en serio la teología de los evangelios y de Pablo, el Dios
kenótico no puede ser presentado y representado desde el boato, el lujo,
la grandiosidad y el poder desde los que el clero pretende
“representar” y “hacer presente” al Dios de Jesús en el mundo. No
estamos hablando de una cuestión marginal. Al decir estas cosas, estamos
tocando el fondo.
IV. Cómo vivir este cristianismo
Aquí me limito a hacer algunas propuestas conclusivas. Entre otras, me parece que se pueden presentar las siguientes:
1. Promover y fomentar, como las actitudes más básica y más
fundamentales en la vida, el respeto y la tolerancia. Respeto y
tolerancia con todos, sean del origen que sean, de color que sea, y
tengan la mentalidad, la nacionalidad, las creencias, las costumbres o
la forma de vida que tengan. Respeto es dejar vivir. Dejar que cada uno
sea el que es, y que sea como es. Sin echar nunca nada en cara. Sin
pasar facturas por los servicios prestados. Teniendo sólo el orgullo de
que los demás sean como son.
Y luchando, en todo caso contra el fanatismo, cuya esencia consiste,
como se ha dicho muy bien, “en el deseo de obligar a los demás a
cambiar” (Samuel Oz). No olvidemos que “fanatismo” y “fanático” son
términos que proceden del latín fanum, que, en la religión romana
antigua, era el “lugar sagrado”. Por eso se comprende que “pro-fano” es
lo que está fuera del fanum, es decir, al margen de “lo sagrado”. Así,
la etimología nos enseña que la intolerancia y el fanatismo tienen su
explicación última en la Religión. Una persona religiosa o que
“sacraliza” sus ideas, sus convicciones, sus intereses, he ahí una
persona intolerante, fanática, que irá por la vida faltando al respeto a
todo el que no se somete a sus ideas y sus intereses.
Esto nos pone en la pista para descubrir la urgente necesidad que
tenemos de trabajar por una sociedad laica y una convivencia laica.
Pero, sobre todo, esto nos hacer caer en la cuenta de que,
afectivamente, solamente en lo laico, y desde lo laico, es posible vivir
el cristianismo. Tenía razón Dietrich Bonhoeffer, cuando en los años de
la segunda guerra mundial, se preguntaba: “¿Cómo es posible que Cristo
pueda hacerse Señor de los irreligiosos? ¿Hay realmente cristianos sin
religión? ¿Qué es un cristianismo irreligioso?” Y el mismo Bonhoeffer se
respondía con esta afirmación tan profunda como desconcertante: “El
pecado del hombre no está en su caída en lo real, sino en su huida a lo
ideal”.
2. La espiritualidad de los derechos humanos. Al decir esto, no niego la
vigencia y la importancia de las espiritualidades tradicionales. Lo que
digo es que no pocas de las corrientes de espiritualidad tradicional ya
no son suficientes para responder a las demandas de los tiempos en que
vivimos. Estamos de acuerdo en que estamos atravesando, en no pocos
ambientes, un largo desierto de espiritualidad. Necesitamos, por
supuesto, revitalizar las espiritualidades clásicas.
Con tal que las purifiquemos del lastre de ideales helenistas, puritanos
o tremendistas que no pocas prácticas espirituales arrastran. Pero,
sobre todo, necesitamos caer en la cuenta e integrar en nuestras vidas
este proyecto fundamental: la Declaración de los Derechos Humanos, de
10. XII, 1948, es el proyecto de espiritualidad más urgente y más
exigente que podemos asumir en este momento. Esto quiere decir que la
espiritualidad cristiana se basa en el proyecto fundamental que consiste
en fomentar y exigir, antes que los deberes, los derechos de las
personas. Las religiones han inculcado siempre los deberes y
obligaciones que hay que observar.
Y no han insistido apenas en los derechos cívicos y de convivencia.
Ahora bien como acertadamente hizo notar J. Feinberg, un sistema moral o
espiritual basado más en la imposición de deberes que en la defensa de
derechos desemboca en un sistema “moralmente empobrecido”, ya que en él
las personas no pueden sostener las demandas que un sistema de derechos
hace posibles. En un sistema de deberes, las personas desarrollan un
carácter más servil, un espíritu de sumisión, de aguante y mutismo, que
es capaz de tolerar, con buena conciencia, las mayores atrocidades y
agresiones. Por el contrario, las personas que gozan de derechos y son
conscientes de ellos, están menos inclinadas a desarrollar caracteres de
servilismo, los caracteres de las pobres gentes que se ven forzadas a
asegurar sus necesidades implorando o suplicando “favores” del amo, del
patrono, del superior o del jerarca que los gobierna.
De todo lo cual se sigue una consecuencia enteramente básica: el respeto
a la persona es equivalente al respeto a sus derechos (J. Feinberg; J.
Raz). Las religiones hablan con frecuencia e insistencia en el ideal del
amor y la caridad. Pero, ¿cómo se puede hablar seriamente de amor donde
no se respetan los derechos fundamentales de las personas a las que
decimos que amamos? Sólo cuando aceptemos y pongas en práctica el
respeto a la igualdad y dignidad de todos los seres humanos por igual,
sólo entonces podremos empezar a hablar de amor. Todo lo que no sea eso,
es palabrería vacía y mentira pura y dura.
3. Mostrar y explicar nuestro desacuerdo con los privilegios de los que
goza la Iglesia católica en España. Más aún, no se trata sólo de un
desacuerdo, sino sobre todo de una protesta. Porque pensamos que los
Acuerdos Iglesia – Estado de 1979 no se pueden adecuar con los
postulados básicos de la vigente Constitución Española. El hecho
sociológico de la mayoría de ciudadanos, que por motivos históricos se
reconocen católicos, no justifica la mención que se hace de la Iglesia
católica en el artículo 16, 3 de la Constitución. La experiencia de los
últimos cuarenta años nos enseña que esa mención se ha utilizado para
justificar los privilegios legales, económicos, docentes… de que goza la
Iglesia en nuestro Estado aconfesional.
Y la misma experiencia nos dice que tales privilegios son motivo de
constantes problemas y conflictos, que dificultan la convivencia
ciudadana y, de hecho, dividen y hasta, en algunos casos, enfrentan a
los españoles. Pero, más allá de estos aspectos legales (que son
enteramente básicos), resulta evidente que no podemos estar de acuerdo
con la doctrina de la “sana laicidad”, que el papa Benedicto XVI
defendió, desde el comienzo de su pontificado, y que formuló con toda
claridad en su primer discurso ante el presidente de la República
Italiana, el 24 de junio de 2005.
El pensamiento del Pontífice se basa en el criterio según el cual los
principios éticos “encuentran su último fundamento en la religión”.
Porque “la autonomía de la esfera temporal no excluye una íntima armonía
con las exigencias superiores y complejas que se derivan de una visión
integral del hombre y de su destino eterno” (L’Osservatore Romano,
25.VI.05, pg. 5). Como es lógico – y dado que “los principios éticos”
abarcan la vida entera -, el papa viene a afirmar que toda la vida
(pública y privada) tiene, más allá de los deberes cívicos, un deber de
referencia (¿sumisión?) a la religión.
Lo que, en última instancia, equivale a defender que el ciudadano tiene
que someterse, más allá del Estado, a la Iglesia. Lo que equivale a
reconocer que, por encima de los poderes del Estado, están los poderes
de la Iglesia.
-El autor es teólogo
Bibliografía
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FRÉDÉRIC LENOIR, El Cristo filósofo, Madrid, Ariel, 2009.
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