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"Hoy capamos a éste", dijo uno, "Mañana te toca a vos".

Al día siguiente Caíto tenía la ingle monstruosamente hinchada. Había
pasado toda la noche tratando de esconderse los testículos.

El tío Caíto tenía treinta y pocos años cuando lo agarraron en 1972.
Dicen que había colaborado con unos tupamaros que andaban prófugos en el
campo donde trabajaba.

De él recuerdo su incipiente calvicie y su gran bigote. Todavía tartamudeaba cuando se ponía nervioso.

Si viviera seguramente andaríamos medio peleados, tal vez por alguna
discusión política. ¿Por qué te metiste en eso? ¿Cómo no te diste cuenta
que también los rusos tenían su dictadura, sus propios crímenes, sus
propias injusticias, su propia mierda?

Claro, qué fácil pensarlo ahora. Qué fácil es solucionar el pasado. Si
al menos viésemos por donde caminamos con la misma claridad que podemos
ver hacia atrás, donde ya nada podemos hacer. Pero es una condición
humana: vamos aprendiendo a medida que dejamos de necesitarlo.
Aprendemos a criar a un hijo cuando ese hijo ya ha crecido o
comprendemos realmente a un padre cuando ya es un anciano o ya no está
entre nosotros.

Al tío Caíto lo agarraron en un campo de Tacuarembó, Uruguay, y lo
arrastraron con un caballo como si su cuerpo fuese un arado. Probaron
ahogarlo varias veces en un arrollo. No pudo confesar nada porque sabía
menos que los militares que querían saber algo, además de divertirse,
porque los días eran largos y los sueldos eran magros.

Tal vez Caíto inventó algún nombre o algún lugar o alguna cifra que lo aliviara por un momento.

En la cárcel tuvo que pasar varias. Un día de visita le confesó a su
madre que se había vuelto tupamaro allí adentro. Al menos desde entonces
la dictadura militar tuvo una razón seria para retenerlo.

La justicia militar habrá tenido otras razones para usar la diversión y
el placer por el sufrimiento ajeno, como los respetables espectadores
sienten placer con la tortura de un animal en una corrida de toros.

Los militares de entonces eran muy ingeniosos cuando estaban aburridos.
Algunas veces he propuesto la creación de un Museo de la Guerra Sucia,
como monumento a la condición humana. Pero siempre me han contestado que
eso sería algo inconveniente, algo que no ayudaría al entendimiento
entre todos los uruguayos. Tal vez por eso hay muchos museos sobre los
indios charrúas donde se acumulan vasijas y flechitas de aquellos
simpáticos salvajes, pero ninguno sobre el holocausto charrúa realizado
por algunos héroes que todavía cabalgan como fantasmas multiplicados en
sus caballos de bronce por las calles de varias ciudades. Estoy seguro
que el material de dicho museo sería muy diverso, con tantos documentos
desclasificados aquí y allá (esas estériles confesiones psicoanalíticas
que las democracias hacen cada treinta años para aliviar sus conflictos
existenciales), con tantos juguetes sexuales y otras curiosidades tan
didácticas para académicos y escolares.

Por ejemplo. Un día los militares castigaron a un preso y simularon que
lo habían castrado. Luego pasaron por donde estaba Caíto y le mostraron
un riñón, un recipiente usado en cirugías, lleno de sangre.

—Hoy capamos a éste —dijo uno—. Mañana te toca a vos.

Al día siguiente Caíto tenía la ingle monstruosamente hinchada. Había
pasado toda la noche tratando de esconderse los testículos.

Supe de esta historia por algunos que habían estado con él. Entonces
recordé y comprendí por qué mi abuela Joaquina le decía a alguien, en
secreto, que a su hijo no le habían podido encontrar los testículos. De
chico yo imaginaba que el tío tenía un defecto congénito y por eso nunca
había tenido hijos.

 A Marta, su mujer, le dijeron algo parecido:

—Hoy lo capamos a él. Mañana lo fusilamos.

Por supuesto, los soldados de la patria no hicieron ni una cosa ni la
otra. No llegaron a semejante extremo porque en Uruguay los
desaparecidos no eran tan comunes como en Argentina o en Chile. Los
uruguayos siempre fuimos más moderados, más civilizados. Más sutiles.
Siempre nos sentimos tan pequeños entre Brasil y Argentina y siempre tan
aliviados y tan orgullosos de no llegar a las barbaridades de nuestros
hermanastros. Al fin y al cabo, si de eso no se habla, eso no existe,
como en La Casa de Bernarda Alba: “silencio, silencio, silencio he
dicho…”

Por esos días mi hermano y yo andábamos en la casa de campo. Yo tenía
tres años y mi hermano casi el doble. Jugábamos en el patio, al lado de
las ruedas de una carreta, cuando sentimos un ruido muy fuerte. Recuerdo
el patio, la carreta, el árbol y casi todo lo demás. Salimos corriendo y
llegamos primero que todos al cuarto de la tía Marta. La tía estaba
boca arriba sobre la cama, con un agujero en el pecho.

Enseguida alguien mayor nos arrastró afuera para evitar lo inevitable.

Se supone que debíamos traumarnos, convertirnos en delincuentes o algo por el estilo.

De lo primero no sé, pero doy fe que lo más fuera de la ley que he hecho
en mi vida fue cuando tenía cinco años. Subí a la torre de control de
una cárcel y toqué las alarmas. Luego del revuelo de agentes de
seguridad que corrían a mis pies, me bajaron colgando de un brazo.
También de niño pasé mensajes clandestinos en la cárcel más segura del
país, dada mi memoria de entonces que mis amigos de la universidad
elogiarían más tarde.

Caíto murió poco después de salir en libertad. Que es una forma de
hablar. Estaba preso en la mayor cárcel de presos políticos en un pueblo
llamado Libertad. Digamos, para ser más exactos, que murió en medio del
campo, poco después de salir de la cárcel, a los 39 años. Tal vez de un
ataque al corazón, como dijo el médico, o por un golpe en la cabeza,
como le pareció a su madre, o por las dos cosas. O por todas las demás
cosas.

Si hoy viviese, nos andaríamos peleando por razones políticas. Yo,
echándole en cara sus errores. Él llamándome “pequeño burgués” o algo
merecidamente por el estilo. O tal vez me equivoco y segaríamos siendo
tan buenos amigos como éramos hasta que se murió.

Porque en el fondo lo que más importan no son las razones políticas. El
sadismo que ejercitaron con él no tiene ideología, aunque eventualmente
puede servir a las dictaduras de izquierdas o de derecha, a las
democracias del Norte o a las del Sur.

Los caítos y las martas del Uruguay no importan demasiado. No fueron
desaparecidos y murieron por causas naturales o se suicidaron. Por otro
lado, aquellos soldados con sentido del humor que jugaban a castrar
presos hoy en día deben ser unos pobres viejitos que cuidan que sus
nietos no vean escenas violentas en la televisión, mientras les explican
que la violencia y la falta de moral de la sociedad hoy en día se debe a
que se han perdido los valores fundamentales de la familia.
Agosto 2010.

– El autor es académico uruguayo en EE.UU.

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