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Chile venció a Argentina: Ahora sí me puedo morir tranquilo

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El más hermoso de los caballos azabache piafó orgulloso en el momento justo en que el cielo de Chile estalló en una algarada de risas y lágrimas por el mejor partido de fútbol de la historia del universo. Y que nadie diga lo contrario, que nadie ose hollar el instante sublime en que el árbitro apuntó al centro de la cancha signando el final del encuentro.

Ahí, en medio de la algazara general, juro que por entre la melena argentada de aquel corcel divisé la sonrisa de un abuelo lejano que, cuentan, celebraba los escasos triunfos deportivos vernáculos con una bacanal de sexo salvaje que se prolongaba por meses. Y, luego, agotado de orgasmo, hilaba  apenas un susurro para decir a quien quisiera oírle: ¡Ahora sí me puedo morir tranquilo!

En eso pensaba anoche cuando por fin vencimos a la otrora invencible Argentina, porque ahora sí me puedo morir tranquilo, pues quedó irremediablemente claro que Dios no es argentino. Es chileno de corazón: pobre, endeudado, taciturno, tímido, breve, cuentero, con delirios de grandeza y realidad de bajeza, moreno, indio, reprimido y marginado mil veces, con masacres y golpes de Estado a cuestas que le dificultan el caminar y le enturbian la mirada, pero digno. Y eso quedó demostrado ayer en el césped del estadio nacional donde Chile creció hasta el último de los confines de la última de las galaxias para desde allí mirar a una Argentina que poco a poco se iba diluyendo de vergüenza hasta desaparecer por completo en la noche de su muerte.

Porque, el fútbol es de vida y muerte, es un sentimiento, una pasión, una religión que aunque vista de corto, sigue siendo un credo que merece y necesita de fieles. Aquí no se admiten agnósticos ni escépticos, ni fariseos ni falsos profetas. Fidelidad absoluta, en las buenas y en las malas que, por cierto, en la historia de nuestro país han sido más las últimas que las primeras. Aunque, debo confesar, cuando el equipo argentino salió a la cancha ostentando todo su poderío de titanes que jamás soñaríamos siquiera con engendrar en esta tierra nuestra de cada día, temblaron levemente mis certezas y optimismo de hincha acérrimo. Pero, alentado con incontables choripanes, cerveza helada y una fe ciega en lo imposible, pronto quedaron atrás temores infundados, sobre todo cuando Chile corrió como nunca lo había hecho, cuando marcó como nunca lo había hecho, cuando el estadio se irisó de rojo profundo para asistir al nacimiento de un nuevo Chile.

Porque no me digan que esto no es Chile, que son sólo once hombrecitos corriendo tras un balón, como suelen decir los que no entienden de fútbol. No, este era Chile derrotando a Argentina, así con todas sus letras. Un parto de siglos, atiborrado de lágrimas y una que otra gota de rocío cuando creíamos que los derrotaríamos para que en el último minuto nos empataran. Y vuelta a la maldición chilena.

Pero todo eso se acabó anoche con la mejor presentación de una escuadra nacional en toda la historia de este paisito del fin del mundo. Y ya no nos hablen más del tercer lugar en el mundial del 62, que bastante tiempo ha pasado; y no nos hablen más de Manuel Plaza que casi ganó la medalla de oro en el maratón de 1928, que bastante tiempo ha pasado. No, de ahora en adelante sólo hablemos de la noche mágica en que Chile le ganó a Argentina con un solitario gol, pero gol al fin. Es que ahora sí puedo morirme tranquilo. Y cuando Chile gane el mundial, más tranquilo aún, total  Dios no es argentino.
Octubre 2008

– El autor es Sociólogo, Director del Centro de Estudios Interculturales ILWEN, Chile

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