Si miramos a nuestro alrededor constatamos que la muerte es la gran señora de todo lo que es creado e histórico, pues todo está sometido a la segunda ley de la termodinámica, la entropía. La vida va gastando su capital energético hasta morir. La vida misma es un gran misterio, aunque se la entienda como la autoorganización de la materia lejos de su equilibrio, es decir, en situación de caos. De dentro del caos irrumpe un orden superior que se autorregula y se reproduce: es la vida. Pero esto no explica la vida, solamente describe el proceso de su aparición. La vida sigue siendo misteriosa, como los mismos biólogos y cosmólogos afirman continuamente.
Donde hay vida, siempre se da una interacción con la materia, para ganar energía, y se produce una reproducción como forma de autoconservación. No obstante, hay un límite insuperable, la muerte, a pesar de que las formas inferiores de vida puedan mantenerse vivas durante miles y miles de años. Así, por ejemplo, en la piel de un elefante mamut congelado en Siberia hace casi diez mil años, se han encontrado bacterias capaces de ser revivificadas. En campos de sal mineral se han encontrado bacterias fijadas vitalmente hace millones de años, que por lo tanto no murieron y que pueden ser reconducidas a las condiciones normales de vida. Hoy en día es posible someter bacterias a bajísimas temperaturas para, posteriormente, pasados muchos años, reacondicionarlas para la vida. Pero incluso para ellas llegará el momento de la muerte.
Para el ser humano, la muerte constituye siempre un drama y una angustia. Todo en su ser clama por una vida sin fin, pero no por eso puede detener los mecanismos de la muerte que se aproxima inevitablemente. San Pablo gritaba: «¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?». Y respondía: «Gracias a Dios por Jesucristo nuestro Señor».
Es sorprendente, pero en esta frase se encuentra la esencia pura del cristianismo. Éste testimonia el hecho mayor de que alguien nos libró de la muerte. En alguien la vida se mostró más fuerte que la muerte e inauguró una sintropía superior. Es el significado principal de la resurrección, como un tipo de vida no amenazada ya por la enfermedad ni por la muerte. Por eso la resurrección no puede ser entendida como reanimación de un cadáver a ejemplo de Lázaro, sino como una revolución dentro de la evolución, como un saltar a un tipo de orden vital no sometido ya a la entropía.
Con esto se afirma que la vida mortal se transfigura. En el proceso evolutivo la vida alcanzó tal densidad de realización que la muerte ya no consigue penetrar en ella y hacer su obra devastadora. La angustia milenaria desaparece, se sosiega el corazón, cansado de tanto preguntar por el sentido de la vida mortal. En fin, el futuro se anticipa, queda abierto a un desenlace feliz, y apunta hacia una vida más allá de este tipo de vida.
Lógicamente éste es el discurso cristiano que supone la ruptura de la fe. Los seguidores de Jesús atestiguaron el sepulcro vacío y la manifestación del «novísimo Adán». Tal suceso generó una ilimitada jovialidad y una inagotable fuente de esperanza hasta hoy día. Si Jesús resucitó, nosotros los humanos, sus hermanos y hermanas, hemos sido alcanzados por esta resonancia morfogenética de otro orden y presenciamos anticipadamente un poco del fin bueno de la creación y de la vida.
Aunque suponga la fe, la creencia en la resurrección constituye un ofrecimiento de sentido para todos los que apuestan por algo que puede ir más allá de esta vida. Por esta razón, la alternativa no es vida o muerte, sino vida o resurrección.
2008-03-21
* Fuente: Servicios Koinonia
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