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Haciendo nuevas amigas

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La ventaja de vivir en España es que a veces me dan hecha esta página, o casi. Hoy se la brindo a la Plataforma Andaluza de Apoyo al Lobby Europeo de Mujeres, a cuya presidenta, Rafaela Pastor, debo el asunto. Diré de paso que escribo presidenta porque está impuesto por el uso –por eso figura en los diccionarios– y también por ese agradecimiento del que antes hablaba; en realidad presidenta es a presidente lo que amanta es a amante; y que yo recuerde ahora, sólo parturienta es de verdad parturienta y no parturiente, pues las únicas que paren son las hembras, mientras que amante, contribuyente, paciente o presidente, por ejemplo, son palabras de género neutro –aquí sí es correcto decir género y no sexo, pues hablamos de palabras, no de personas–. Pero bueno. Igual todo esto es muy complicado para doña Rafaela. Así que para no darle quebraderos de cabeza, iré al grano. Y el grano es que la antedicha, en nombre de la plataforma que preside, exigió hace unos días que la Real Academia Española incluya en el diccionario las palabras miembra y jóvena, con este singular argumento de autoridad: «Si tenemos que destrozar el lenguaje para que haya espacios de igualdad, se deberá hacer». Y además, dos huevos duros.

Pero lo más bonito del aquí estoy de doña Rafaela se refiere al latín, al que acusa de originar buena parte de los males que afligen a las mujeres en España. El latín es machista y culpable, sostiene apuntando con índice acusador. El español actual viene, según ella, de una lengua forjada en una época «en que las mujeres eran tratadas como esclavas y eran los hombres los que decidían y concentraban todo el poder». Sobre el árabe –que también tuvo algo que ver en nuestra parla– doña Rafaela no se pronuncia: sería racismo intolerable en boca de una feminata andalusí. Es sólo la lengua de Virgilio y de Cicerón la que, a su juicio, «nos supone un lastre, ya que validamos nuestra sociedad mirando siempre al pasado». Lo curioso es que, a continuación, la señora –dicho sea lo de señora sin animus iniuriandi– admite que ni sabe latín ni maldita la falta que le hace. Sobre la historia de Roma, de quiénes eran esclavos y quiénes no lo eran, tampoco parece saber más que de español o de latín; pero en política, como en Internet, cualquier indocumentado afirma cualquier cosa, y no pasa nada. Es lo bueno que tienen estos ambientes promiscuos. Cuantos más somos, más nos reímos.

Lo más estupendo y moderno es la conclusión de doña Rafaela: hace falta una represión «a través de inspecciones sancionadoras» de quienes no ajusten su lenguaje a la cosa paritaria, a las leyes de igualdad estatal y andaluza, y a ese prodigio de inteligencia y finura lingüística que es el Estatuto de Andalucía. En cuyo contenido político, por cierto, no me meto; pero cuya pintoresca redacción, que incurre en los extremos más ridículos, debería avergonzar a todos los andaluces –y andaluzas– con sentido común. O sea: para que España sea menos machista, cada vez que yo me siento a teclear esta página, por ejemplo, debería tener a un inspector de lenguaje sexista sentado en la chepa, dándome sonoras collejas cada vez que escriba señora juez en vez de señora jueza –que la RAE incluya algo en el diccionario no significa que sea lo más correcto o recomendable, sino sólo que también se usa en la calle–; o me haga pagar una multa si no escribo novelas paritariamente correctas: un guapo y una guapa, un malo y una mala, un homosexual y una lesbiana, una parturienta y un parturiento.

Y sobre todo, el latín. Ahí está, sí, la fuente de todos los males, a juicio de doña Rafaela y su hueste. Tolerancia cero, oigan. Incluso menos que cero. Ni un elogio más a esa lengua que, incluso muerta, sigue haciendo tanto daño. Porque cada vez que a una mujer la despiden del trabajo en Manila por estar embarazada, la culpa es del latín. Cada vez que una mujer taxista le grita a otra conductora –lo presencié en Madrid– «¡Mujer tenías que ser!», la culpa es del latín. Cada vez que hay una ablación de clítoris en Mogadiscio, la culpa es del latín. Cada vez que un hijo de puta acosa o viola a su empleada en San Petersburgo, la culpa es del latín. Cada vez que un capullo meapilas se arrodilla ante una clínica de Londres con los brazos en cruz para protestar contra el aborto, la culpa es del latín. Cada vez que un marido llega a casa borracho, en Yakarta, y golpea a su mujer, la culpa es del latín. Cada vez que una mujer le pega una paliza en Vigo a la mujer que es su pareja, la culpa es del latín. Si los académicos no hubieran estudiado latín, la Real Academia Española estaría llena de miembras, y el diccionario lleno de jóvenas. Y a las imbéciles, con mucha propiedad, las llamaríamos imbécilas.

 

Arturo Pérez-Reverte nació en Cartagena en noviembre de 1951 y se dedica desde hace algunos años en exclusiva a la literatura, tras vivir durante más de 20 años (1973-1994) como reportero de prensa, radio y televisión, cubriendo informativamente los conflictos internacionales de ese periodo. Fue premio Asturias de Periodismo por su cobertura para TVE de la guerra de la ex Yugoslavia, premio Ondas 1993 por el programa La ley de la calle en Radio Nacional de España (un programa sobre el mundo marginal que se mantuvo en antena cinco años). Ingresó en la Real Academia Española el 12 de junio de 2003, leyendo un discurso titulado El habla de un bravo del siglo XVII.
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