Las élites se caracterizan, en la historia mundial y chilena en particular por ser las últimas en darse cuenta del derrumbe de su forma de vida: están convencidas de que su poder político y social es eterno. Así ocurrió con la república romana cuando se corrompió dando paso al imperio; lo mismo se repitió con el último emperador romano, Rómulo Augusto. La oligarquía inglesa jamás captó, a comienzos del siglo XIX, el derrumbe de su hegemonía colonial; algo no muy distinto está pasando en los Estados Unidos con una estagna inflación y la derrota en la guerra en Irak. En Chile, nuestra plutocracia no está exenta de esta decadencia y derrumbe, aun cuando éste se presente en tono suave y cortesano.
Cuatro libros, desde distintas perspectivas, describen el auge y la caída de la oligarquía chilena triunfante en 1891, y su caída en 1920: La fronda aristocrática, de Alberto Edwards, editada en 1928. El autor está influenciado por la admiración ilimitada del autoritarismo portaliano y el deslumbramiento frente a La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler, jefe de la escuela decadentista alemana. Para Edwards, el parlamentarismo a la chilena es la última etapa de la que él llama “el Estado en forma”, que está dominado por una oligarquía que se ha convertido en plutocracia y son los mismos hombres que se turnan en el poder, sólo cambiando el decorado: es la república veneciana, pues nada importante ocurre, salvo los cambios de gabinete cada cuatro meses. La política es para la oligarquía un deporte, donde se compran diputaciones y senadurías, como antes nuestros ancestros compraban títulos de nobleza.
Tal como hoy, entonces había dos grandes combinaciones políticas: la Alianza Liberal y la coalición, que sólo se diferenciaban por los temas teológicos: en la primera participaban los radicales y en la segunda, los conservadores. Por cierto que actualmente no existe este debate teológico, pues este ha sido reemplazado por lo que se llama, absurdamente, “temas valóricos”, (aborto, proyectos de matrimonio homosexual, y otros); en lo político la Concertación y la Alianza, cuando no utilizan la política llamada de los “acuerdos”, tienden a repartirse equitativamente el poder entre lo político burocrático y el poder económico.
Sergio Villalobos, en su libro Origen y ascenso de la burguesía chilena, Universitaria, 1988, describe el paso de la aristocracia semicolonial a la plutocracia bancaria, de comienzos del siglo pasado. La obra de Hernán Millas, La sagrada familia, que cuenta la historia secreta de las diez familias más poderosas de Chile describe, en forma chispeante, la conformación del poder en las familias predominantes de la oligarquía chilena. Por último, Luis Barros y Ximena Vergara estudian en El modo de ser aristocrático, Aconcagua, s/f, las características centrales de la oligarquía en el 1900. Para estos autores la vida oligárquica se basa en la renta, proveniente del enclave salitrero conquistado en la Guerra del Pacífico: el ideal oligárquico es el ocio, es decir, vivir de la rentabilidad de los impuestos al nitrato y de los fundos, de los cuales ellos estaban ausentes, salvo los largos períodos de vacaciones – de diciembre a marzo, en que disfrutaban de los palacios construidos con las ganancias provenientes del enclave nortino.
Pero no bastaba con el ocio: se hacía necesario llevar una vida vacía, pero de buen tono, que transcurría muellemente a lo largo del año entre el club de la Unión, el club Hípico, el Teatro Municipal y los grandes cafés y restaurantes; lo importante era aristocratizar el dinero, es decir, quitarle el pecado original de los ancestros, al conseguirlo con el esfuerzo del trabajo productivo. A los herederos sólo les interesaba lucir la riqueza y disfrutar de los placeres. A la oligarquía poco le interesaba la industrialización del país, salvo para colocar este tema como adorno, en los programas de partidos políticos; además, era necesario tener dinero en cantidades para sostener el lujo y el buen tono aristocrático. Si por azar alguno de sus miembros se arruinaba tenía dos recursos: el primero, el crédito bancario, a bajas tasas de interés, cuyo pago se hacía nada con la devaluación de la moneda; jamás, un banco pedía a un oligarca avales o propiedades en resguardo del crédito aprobado; el segundo, un poco más riesgoso, especular en la Bolsa. La oligarquía exigía pureza de sangre y linaje para pertenecer a la casta; si a la nobleza se agregaba el dinero, tanto mejor.
Evidentemente, la plutocracia actual no es igual a la de comienzos del siglo pasado, sin embargo, mantiene algunas características que nos permiten compararla: hoy más que nunca los cargos parlamentarios, incluso los municipales, se compran; es como un cohecho disimulado – nadie puede aspirar a un cargo de representación popular sin poseer una cantidad importante de dinero, además de la nominación del partido respectivo, que exige la pertenencia a alguna tribu o grupo interno-. Nuestra plutocracia es tan autista como la de comienzos de siglo XX: los partidos políticos ya no tienen necesidad de conquistar militantes, salvo en períodos electorales, pues sus jefaturas se distribuyen los distintos cargos, tanto en la esfera pública, como privada. En la derecha, el dominio plutocrático es aún más visible, pues su candidato presidencial, Sebastián Piñera, al igual que Gustavo Ross y Jorge Alessandri, es un exitoso actor en la Bolsa de Comercio. En el fondo, al no existir proyectos de país, el combate político se limita a la lucha por el poder entre dos castas que, por lo demás, terminan en acuerdos.
El gobierno de Michelle Bachelet se ha caracterizado, a mi modo de ver, por carecer de agenda, la que se la dictan, aunque en el fondo esta la imponen los acontecimientos, a los cuales el gobierno, casi siempre, llega con retardo. Así ocurrió con la revolución de los “pingüinos”, posteriormente con la huelga de los subcontratados del cobre y, actualmente, con la crisis energética, la inflación y la baja en el crecimiento económico. A falta de norte, al parecer este año el gobierno lo dedicará a las grandes reformas políticas: el fin del sistema binominal, la inscripción automática de los mayores de 18 años y el voto de los chilenos en el extranjero. Como para lograr todos estos loables objetivos el gobierno necesita el apoyo de RN – al menos- pues nunca se ha decidido a llamar a un plebiscito a una asamblea popular. No cree en el poder ciudadano, menos en la democracia participativa.
Mucho me temo que todas estas reformas políticas terminen en un globo que se desinfla por sí solo, a causa de su pérdida de sentido por el pacto con la derecha, que siempre consigue desvirtualizar su contenido. Baste recordar que hace pocos meses el gobierno repetía el tema del famoso “pacto social”, algo que nadie logró desentrañar en su contenido, a causa de la magnitud y vaguedad de la idea y la carencia de propuestas sociales; al parecer, sería una visión corregida del pacto social rousseauniano, sin embargo, el escritor ginebrino fue mucho más realista que nuestro gobierno, entendiendo que no caben pactos entre los hombres encadenados a la miseria y los plutócratas que los explotan. Algo similar ocurrió también con el famoso acuerdo educacional: sólo ha permitido la
Educación como un negocio, en beneficio de los sostenedores.
Tomás Moulián, en su Chile actual, anatomía de un mito, utiliza el término weberiano de “la jaula de hierro” para definir el carácter de chaleco de fuerza tecnoburocrático, en que se encuentran los gobiernos de la Concertación. En vez de reemplazar el modelo neoliberal, lo que han hecho los gobiernos de la Concertación es profundizarlo agregándole algunos elementos humanitarios a la cruel concepción del mercado de Hayek. Por cierto, a diferencia de este autor, no rechazan las subvenciones estatales para los perdedores del mercado, sin embargo, el esquema de privatización de las empresas no sólo se ha mantenido incólume, sino que ha ido in crescendo.
En un esquema neoliberal las reformas políticas pierden lo medular de su sentido, pues el ciudadano se ha convertido en un elemento más del mercado y se convierte, para el neoliberalismo, en un mero comprador por medio del sufragio de las distintas ofertas que, en cada elección periódica, le plantean las castas políticas en competencia. El elector no puede participar en la nominación de los candidatos, que son privativas de partidos plutocráticos, tampoco puede controlar el cumplimiento de sus mandatos, mucho menos sancionarlos cuando estos no lo satisfacen. Un intrincado sistema binominal garantiza la perennidad en el reparto de los sillones.
Según mi amigo Jorge Vergara, en un interesante artículo sobre la concepción del estado de derecho en Hayek, publicado en la Revista Polis, No.10, el concepto central de toda la antropología neoliberal es la existencia del hombre para el mercado, que es la expresión perfecta y casi divina de la justicia; la desigualdad es biológica: hay personas que se adecuan a la lucha por la rentabilidad y otras que son completamente incapaces de subsistir en la sociedad de mercado. Según el darwinismo social neoliberal, hay especies capaces de sobrevivir y otras que deben morir.
En la concepción política de Hayek hay ideas similares a las expresadas por Saint Simon, a comienzos del siglo XIX, quien afirma que el poder político debe ser reemplazo por la gerencia de los problemas sociales lo cual significa que el Estado debe ser conducido por un grupo de sabios, que el autor francés llamaba “la clase trabajadora”, es decir, los banqueros, los empresarios y los trabajadores, eliminando la clase ociosa – los nobles y los clérigos-. Hayek no llega a tal extremo: mantiene el Estado, incluso acrecienta sus poderes, con tal de que no intervenga en el mercado; sin embargo, el Leviatán, al igual que en Hobbes, debe asegurar la sacra propiedad, frente a la rebelión de los derrotados del mercado, y el respeto a los contratos.
La similitud con Saint Simon se puede encontrar en la idea de un parlamento de sabios, lo que significa el reinado de los triunfadores del mercado que, por sí mismo, tienen derecho al gobierno de la polis.
A diferencia de Jorge Vergara, no creo que el neoliberalismo sea una utopía, pues no reúne las condiciones propias de esta concepción, cual son las de crear horizontes de esperanza, búsqueda de mundos nuevos o una pulsión hacia el porvenir; por lo demás, las utopías concretas siempre se han movilizado en razón de la igualdad. Así ocurrió con las revoluciones campesinas y las icarias y falansterios del siglo XIX. Pienso mas bien que el neoliberalismo cabría en una antiutopía, muy similar a las pesadillas como 1984, de George Orwell, y Un mundo feliz, de Aldous Huxley, es decir, un mundo asfixiante de la tiranía del mercado.
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