Nuestra cultura occidental se caracteriza por una excesiva arrogancia, exacerbada por la tecnociencia con la que domina el mundo. En todo se muestra excesiva: en la explotación ilimitada de la naturaleza, en la imposición de sus creencias políticas y religiosas y, cuando le parece oportuno, en la guerra, llevada a todos los confines del mundo. Esta cultura padece del «complejo-Dios», pues pretende saber todo y poder todo.
En relación con esto, me he acordado de una fábula de Philipp Otto Runge, pintor alemán del siglo XIX, que leí cuando era estudiante en Baviera. Recuerdo que estaba escrita con letra gótica, que yo mismo aprendí a usar en los trabajos académicos para sorpresa de los profesores. Trata de un matrimonio de pescadores. Voy a contarla de nuevo con pequeñas adaptaciones.
Cierto matrimonio vivía en una choza miserable junto a un lago. Todos los días la mujer iba a pescar para comer. Un día sacó con su anzuelo un pez muy raro que no supo identificar. El pez le dijo: «no me mates, que no soy un pez cualquiera; soy un príncipe encantado, condenado a vivir en este lago; déjame vivir». Y ella lo dejó vivir.
Al llegar a casa, le contó lo ocurrido a su marido. Éste, muy astuto, le sugirió: si realmente es un príncipe encantado puede ayudarnos y mucho. Corre, vuelve allí y prueba a pedirle que transforme nuestra choza en un castillo. La mujer, rezongando, fue. Llamó al pez a voces. El pez vino y le dijo: «¿qué quieres de mí?» Ella le respondió: «tú debes ser poderoso, ¿podrías transformar mi choza en un castillo?». «Tu deseo será cumplido», respondió el pez.
Cuando volvió a casa, se encontró con un imponente castillo, con torres y jardines, y al marido vestido de príncipe. Al cabo de unos días, señalando hacia los campos verdes y las montañas, el marido dijo a la mujer: «Todo esto puede ser nuestro. Será nuestro reino; vete al príncipe encantado y pídele que nos dé un reino». La mujer se enojó por el deseo exagerado del marido, pero acabó yendo. Llamó al pez encantado y éste vino. «¿Qué quieres de mí ahora?», le preguntó el pez. A lo que la pescadora respondió: «me gustaría tener un reino con tierras y montañas hasta donde se pierde la vista. «Tu deseo será cumplido», respondió el pez.
Y, al volver a su casa, encontró un castillo todavía mayor. Y dentro de él a su marido vestido de rey, con una corona en la cabeza, y rodeado de príncipes y princesas… Y los dos fueron felices durante un buen tiempo.
Pero un día el marido soñó con algo más alto, y dijo: «Mujer mía, podrías pedir al príncipe encantado que me haga papa con todo su esplendor». La mujer se indignó. «Eso es absolutamente imposible. Papa solamente existe uno en el mundo». Pero él le presionó tanto, que finalmente la mujer fue a pedir al príncipe: «quiero que hagas papa a mi marido». «Pues que se cumpla tu deseo», respondió el pez.
Cuando regresó vio al marido vestido de papa, rodeado de cardenales, obispos y multitudes arrodilladas delante de él. Ella se quedó deslumbrada. Pero pasados unos días, el marido dijo: «sólo me falta una cosa y quiero que el príncipe me la conceda: quiero hacer nacer el sol y la luna, quiero ser Dios». «Eso, el príncipe encantado seguramente no lo podrá hacer», dijo la mujer pescadora. Pero, aturdida después de una grandísima insistencia, fue al lago. Llamó al pez. Y éste le preguntó: «¿qué más quieres de mí?». Ella le pidió: «quiero que mi marido se vuelva Dios». El pez le dijo: «vuelve a casa y tendrás una sorpresa». Al regresar, encontró a su marido sentado delante de la choza, pobre y todo desfigurado. Creo que todavía hoy los dos deben seguir allí…
Según las tragedias griegas, así sucederá con aquellos que viven de hybris, es decir, con excesivas pretensiones. Serán inexorablemente castigados.
¿No será tal vez éste el destino de nuestra civilización?
2008-02-08
* Fuente. Servicios Koinonia
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