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Los Lugares de la Memoria: su materialidad y «justicia radical» en las posdictaduras del Cono Sur

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Nota de la Redacción: El presente artículo llegó a nosotros vía e-mail, entre tantos que nos llegan y desgraciadamente no indica su autoría ni la fuente de la que fue tomado. Nos atrevemos a publicarlos, porque entendemos que es un producto que su(s) autores(as) lo elaboraron para comunicarlo, para compartirlos, con los miles, los millones que en este mundo hemos vivido de una forma u otra las consecuencias de gobiernos dictatoriales y seguimos soñando con la democracia.
Si algún lector puede decirnos quien es(son) su(s) autores(as), le agradeceremos nos lo haga saber.


Los Lugares de la Memoria: su materialidad y "justicia radical" en las posdictaduras del Cono Sur y de España.

I. Contra los "Lugares de la memoria"
Quisiera comenzar paradójicamente haciendo un alegato contra los "Lugares de la memoria" o, más concretamente, contra la teoría de los  lugares de la memoria. Todo comenzó o terminó en 1989: caía el muro de  Berlín, se desmoronaba la Unión Soviética y un entonces desconocido  burócrata de nombre Francis Fukuyama decretaba el "final de la historia".

Del otro lado del Atlántico, el historiador francés Piérre Nora se alarmaba ante la aceleración de la historia, la permanente y caótica expansión del archivo histórico que amenazaba con destruir o hacer insignificantes los valores colectivos transmitidos por la escuela, la familia o el Estado.

La memoria y la historia -escribía Nora-lejos de ser sinónimos aparecen ahora en oposición. La memoria es vida, nace de sociedades vivas y se funda en su nombre. La memoria está en permanente evolución, abierta a la dialéctica del olvido  y el recuerdo, sujeta a manipulaciones y apropiaciones, inconsciente de las sucesivas deformaciones que sufre. La historia, en cambio, es la reconstrucción, siempre problemática e incompleta de lo que ya no es. El calendario de la revolución, el Arco del Triunfo o los Palacios de Versalles tienen la capacidad de reconectarnos con el pasado que ya no es, con una tradición nacional francesa capaz de interrumpir el flujo de la historia y abrir una ventana al pasado desde el presente.

Ahora bien, esta aproximación a los "lugares de la memoria" no puede dar cuenta de los dilemas y dificultades teóricas que presenta la escena de postdictadura en España, Uruguay o Argentina, entre otras cosas, porque como advierte Hugo Achugar, "el monumento, en tanto hecho monumentalizado, constituye la celebración del poder, de poder tener el poder de monumentalizar" (206) y lo que la memoria de las dictaduras trata de combatir es justamente el poder omnímodo y terrorista del Estado, el poder de monumentalizar un pasado traumático.

En definitiva, los lugares de la memoria, tal y como los entiende Pierre Nora,  no pueden ser un lugar para levantar las banderas de los desaparecidos, porque transforman, como en una operación de quiromancia, la memoria de los hombres en memoria de las cosas, fetichizan, como diría Marx, la materialidad de la memoria.

En uno de los pasajes más famosos de El Capital, Marx explica que las mercancías aparecen a primera vista como una cosa muy trivial y fácilmente comprensible, pero que el análisis más detenido enseguida muestra que abundan en sutilezas metafísicas y retorcimientos teológicos. Mientras consideremos las mercancías en su valor de uso, éstas se pueden leer de manera transparente, pero en el momento en el que son intercambiadas por otras mercancías a través del dinero se transforman en un jeroglífico social, una abstracción metafísica. Este proceso de transformación fantasmática recibe, como es bien sabido, el nombre de "fetichismo de las mercancías" y consiste en transformar el valor de la mercancía como suma total del trabajo social en su valor de cambio en relación a otras mercancías y al dinero (la mercancía-dios). Es decir, el fetichismo de las mercancías transforma mediante sus operaciones metafísicas las relaciones entre hombres en relaciones entre cosas, cosifica el mundo y borra la historia del trabajo contenido en la mercancía. De la misma manera, la teoría de los lugares de la memoria transforma la memoria de los hombres y mujeres, en memoria abstracta de las cosas, en valor de cambio. Así lo explica Remo Bianchedi:

Los monumentos recuerdan a otros monumentos, cuando su función es hacer ver y no hacerse ver. El cuerpo físico del monumento reemplaza al cuerpo/los cuerpos que se procura recordar. El monumento es la mejor manera que una sociedad adopta para, precisamente, hacer desaparecer el sentido de aquello que se evoca. En las plazas, en las ciudades, los monumentos se comunican con otros monumentos de otras ciudades, de otras plazas. (La memoria es un lugar)

Sin embargo, lo que trato de hacer en este trabajo no es desencantar el mundo, devolver los lugares de la memoria a su inmanencia material, desontologizarlos; sino más bien pensarlos  a partir de su relación con una noción de "justicia radical" que vengo trabajando con Daniel Noemí en otros contextos. Para explorar la relación entre memoria  y justicia radical voy a recurrir a tres espacios emblemáticos: El Valle de los caídos en España, la antigua cárcel de Punta Carretas en Montevideo y la ESMA en Buenos Aires. A través de la lectura de estos tres lugares, trataré, por un lado, de desmonumentalizar estos espacios para abrirlos a la heterogeneidad de las memorias que contienen y, por otro, intentaré mostrar los límites de una política de restitución y reapropiación de los campos de concentración como anuncio de una noción de "justicia radical" que abre una puerta hacia fuera, una línea de fuga.

II. El Valle de los caídos o el elefante dentro de la habitación
Cuando Walter Benjamín escribió al borde de la II Guerra Mundial y del delirio exterminador nazi que "todo documento de la civilización es a la misma vez un documento de barbarie" seguramente no estaba pensando en El Valle de los Caídos, pero sin duda El Valle de los Caídos es la mejor encarnación en piedra de la historia de los vencedores que Benjamín trataba de leer a contrapelo. El monumento tardó 20 años en construirse, la cruz de 150 metros de alto y 46 metros de ancho anclada sobre una cripta excavada en una roca natural, tenía por objeto tal y como explica Diego Méndez, el segundo arquitecto de la obra, simbolizar "plásticamente las virtudes raciales, como las del heroísmo y el ascetismo, que forman  el todo que inspira y define lo español como una unidad de esencia sublime y una permanente aspiración hacia lo eterno".

Este lenguaje recuerda literalmente lo expuesto por Marx en "El fetichismo de las mercancías", pues la gran cruz del Valle de los caídos se relacionaba con toda otra serie de pequeñas cruces que había –y hay– por todas las plazas de pueblos y ciudades españolas, levantadas para conmemorar la muerte de aquéllos caídos por dios y por España, es decir, para los vencedores. Por otro lado, la cruz del Valle de los Caídos es  una abstracción metafísica gigantesca que como las mercancías funciona como fetiche que opaca la historia del trabajo colectivo contenido en la piedra, puesto que una parte muy importante del trabajo fue realizado por prisioneros políticos. Uno de estos prisioneros políticos explica de la siguiente manera como fue trasladado al Valle de los Caídos:
"A mí don Juan Banús en (la prisión de Ocaña) me miró los dientes  y me palpó los brazos; me preguntó los años, claro, yo entonces tenía 25 años, estaba en la flor de la vida, pero como no percibía alimentos de fuera de la prisión, pues estaba como un paraguas viejo, arrugado. Nos montaron en dos camiones Saurer descubiertos, unos treinta o cuarenta en cada uno con un oficial de prisiones. Al llegar a Madrid, (Banús) nos  dijo "Si alguno tiene dinero y quiere comprar algo, puede hacerlo. Y si alguno trata de escapar, no se extrañe que yo llevo una pistola y tengo que defender mi pan".

En los años cuarenta las cárceles y campos de concentración españoles estaban llenos de prisioneros políticos de todas las ideologías y los sectores de la sociedad española, víctimas y perdedores de una guerra a la espera de un futuro incierto o una condena a muerte. Aunque las cifras exactas no se conocen, si se sabe que las condenas a muerte no bastaban para vaciar las cárceles y centros de detención.

Afortunadamente para Franco, el padre José Pérez del Pulgar, un jesuita, dio con la solución perfecta para terminar con el problema del hacinamiento en las prisiones: "es muy justo –escribe Pérez Pulgar— que los presos contribuyan con su trabajo a la reparación de los daños a que contribuyeron con su cooperación a la rebelión marxista". De este modo,  se estableció un sistema de redención de penas también conocido como sistema de depuración por el cual presos condenados a cadena perpetua o a 30 años de cárcel podían conmutar sus penas. Empresas como Banús o Huarte-San  Juan se beneficiaban de una mano de obra barata y disciplinada y el régimen solucionaba su problema penitenciario promoviendo exactamente el mismo lema anunciado a las puertas de Auswitz: "El trabajo os hará libres".

El Valle de los Caídos se ha transformado hoy en un inmenso eufemismo (de Euphemein, adorar en silencio), un elefante dentro de la habitación al que salvo falangistas nostálgicos muy pocos prestan atención. Quizá haya llegado el momento de reconocer, en primer lugar,  que El Valle de los Caídos fue un campo de concentración -y no el único–,  que tal vez el Valle de los Caídos sea la matriz oculta de nuestra democracia actual, construido, como la democracia, bajo las políticas de un consenso de humo, para que los españoles nos reconciliáramos y nos perdonáramos.

III. El Mercado y la destrucción de la memoria
¿Qué hacer entonces? ¿Derrumbar el Valle de los Caídos? ¿Colocar una placa como quiere el nuevo gobierno socialista? Destruir el Valle de los Caídos equivaldría a hablar el lenguaje del poder, pues el poder  trata siempre de borrar las huellas de su propia violencia. En la calle Londrés 38 de Santiago de Chile había un centro de detención y tortura, hoy el número 38 no existe en el plano de la ciudad, en su lugar está el Instituto O´Higginiano de cultura, en el número 40. En el Palacio de la Magdalena en Santander funcionó un campo de concentración en lo que hoy son las lujosas instalaciones de la UIMP. Por lo que fue el campo de detención y tortura Club Atlético de Buenos Aires cruza la autopista. Los ejemplos se podrían multiplicar, pero quizá el más emblemático de todos ellos, sea la transformación del Penal de Punta Carretas en un Shoping Center.

Desde principios del siglo XX funcionó en Punta Carretas un centro de penitenciario que progresivamente se fue transformando en una cárcel para presos políticos. En 1931 se fugaron 7 anarquistas expropiadores de Punta Carretas y en 1971 102 tupamaros entraban en el libro Guiness de  los records como autores de la fuga más grande del mundo. El penal fue  cerrado en 1989 y la autorización para construir el Shopping tuvo escasa visibilidad pública, porque coincidió con el referéndum para aprobar la "Ley de caducidad punitiva", es decir, la ley que decretaba oficialmente el olvido de la historia más inmediata de Uruguay.

Por eso, tal vez pueda decirse, que Punta Carretas es la metáfora arquitectónica más perfecta de la postdictadura, la mejor demostración de los efectos políticos que ha tenido el imperativo categórico neoliberal del olvido en el Cono Sur y en España. Entre los muros de Punta Carretas puede leerse la transición como continuidad entre la modernización autoritaria impuesta por las dictaduras y la irreversibilidad del libre mercado como efecto de ese pasado dictatorial, la democracia como continuación de la dictadura por otros medios. En Punta Carretas, el mercado literalmente borra y destruye la memoria de lo que le precedió: las boutiques se superponen a las celdas, donde antes disciplinaba la prisión, ahora controla el mercado, el presente absoluto del consumo ha transformado definitivamente las relaciones humanas en relaciones entre cosas, desde las cosas y a través de las cosas.

Por fortuna, contamos con el testimonio de Eleuterio Fernández Huidobro, uno de los tupamaros que se escapó de Punta Carretas. En su memoria de la fuga, Huidobro nos recuerda, no sólo que en Punta Carretas se torturaba, sino también que existía un mercado que precedió al de hoy: "La Cárcel operaba como una Zona Franca al revés. Constituía un mercado cerrado en sí mismo, Estado dentro del Estado, con barreras aduaneras de tipo feudal e impuestos al tránsito tales que podían multiplicar por diez los precios de cualquier mercadería, o de pronto, y quién sabe por qué, abaratar por días el de otra".

Las fluctuaciones del mercado hoy son otras, el proteccionismo de antaño se refleja en el aperturismo de hoy, la democracia sigue a la dictadura, la prisión precede al mall, la disciplina de los cuerpos al control del mercado; la historia, ya lo advirtió Marx, siempre se repite dos veces primero como tragedia y después como farsa. Punta Carretas es una farsa, pero una farsa violenta que nos condena a pensar la memoria entre la monumentalización del  pasado y su destrucción espectacular.

IV. Expropiación y "Justicia radical"
La expropiación y la resignificación de los centros de detención y  tortura parece ser, entonces, la mejor manera de evitar tanto la monumentalización del pasado como su extinción espectacular. Y eso es exactamente lo que sucedió el 24 de marzo del 2004 cuando el presidente argentino Ernesto Kirchner expropió la ESMA (Escuela de mecánica de la armada) para crear un "Espacio para la memoria" en el predio ocupado por la marina. En la ESMA desaparecieron 5.000 personas y muchas más fueron torturadas, su existencia es un vestigio de la represión y el terror en América Latina.

La expropiación de la ESMA debe ser entendida en el contexto de la presión ejercida desde abajo por las organizaciones de Derechos Humanos desde el final de la dictadura en Argentina. En otras palabras, la creación de un "espacio para la memoria" en la ESMA no es sólo resultado de la buena voluntad del gobierno Kirchnerista, sino también testimonio del fracaso de las políticas del olvido que se trataron de imponer en
Argentina en los años ochenta y noventa.

A diferencia de lo que sucede en otros países, la impunidad y el olvido han chocado en Argentina con la resistencia de los movimientos sociales que demandan, a veces de maneras contradictorias, distintas políticas de restitución. La expropiación de la ESMA debe entenderse, entonces, en el contexto más amplio del reconocimiento público de las víctimas y la obtención de una restitución conmensurable con los daños inflingidos sobre las víctimas y sobre la sociedad en su conjunto.

El deseo que impulsa iniciativas cómo ésta o los juicios a los militares responsables de derechos humanos es la obtención de justicia.
El  problema es que "hacer justicia", unir memoria, justicia y verdad en este  contexto, puede tener implicaciones diferentes para las distintas partes en conflicto. Para el Estado lo que está en juego es el reconocimiento de su propia violencia, pero siempre con el objetivo de cerrar la herida y reestablecer el orden a través del perdón y la reconciliación. En el acta de expropiación de la ESMA se afirma:

"Que la enseñanza de la historia no encuentra sustento en el odio  o en la división de bandos enfrentados del pueblo argentino, sino que por el contrario busca unir a la sociedad tras las banderas de la justicia, le verdad y la memoria en defensa de los derechos humanos, la democracia y el orden republicano".

El problema es que los daños que sufrieron las víctimas son, como ha mostrado Brett Levinson, objeto de una "injusticia radical", no hay ley, lenguaje o acto de restitución capaz de dar cuenta de la magnitud de los hechos que soportaron, particularmente en el caso de los desaparecidos. Los juicios a los militares, el reconocimiento público a las víctimas y la expropiación de los antiguos campos de concentración son medidas imprescindibles, pero no agotan la cuestión de la justicia, no son formas de suturar para siempre el pasado dictatorial.

Por eso, en lugar de juzgar los méritos o deméritos de las diferentes propuestas que existen para crear un "Espacio para la memoria" en la ESMA, es mejor tratar de entender la relación de estas propuestas con los límites de la justicia antes mencionados.  En este sentido, existe un consenso casi unánime entre las propuestas de los organismos de Derechos Humanos para evitar construir un "museo de la memoria", es  decir, para que el pasado sea simplemente pasado.

Si la memoria, o las memorias, deben ser entendidas en presente, cómo interpelación incómoda a toda la sociedad, estamos obligados a sostenerle la mirada, entre otros, a los desaparecidos. Sostener la  mirada a los desaparecidos implica no fijar la mirada en la piedra, no tanto porque los lugares no sean importantes, sino porque quizá debemos entenderlos como una puerta que en Madrid, Montevideo o Buenos Aires  trata de abrirse hacia la experiencia de lo (im)posible, hacia la "justicia radical". La justicia radical, tal y como la venimos articulando con Daniel Noemi, implica, por un lado, entender la memoria al margen del perdón y la reconciliación, porque, entre otras cosas, los que pueden perdonar no están más y, por otro, asumir la cuestión de la justicia más allá de la ley, porque, entre otras cosas, la violencia de la  desaparición transciende la dimensión legal del habeas corpus..

La justicia radical, entonces, no es un objeto o un hecho que  pueda establecerse por decreto ley, sino una trayectoria, un proceso, una velocidad compartida por varios actores políticos y sociales que recupere las memorias de la dictadura como espacios de disenso y conflicto, que impugne el presente de las democracias de baja intensidad en nombre de  una justicia por-venir y transforme lo imposible en posible. Que el nombre de este proyecto en América Latina y España sea estudios transatlánticos es una cuestión de segundo orden.

"Camino dos pasos y ella se aleja dos pasos
Camino diez pasos y ella se aleja diez pasos.
Entonces para que sirven las utopías.
Para eso sirven, para seguir caminando…"
                                                Eduardo Galeano
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