Pero lo que podría entenderse como una simple manifestación de descontento tiene en este caso unas connotaciones de mayor alcance. Se trata ni más ni menos que de la soberanía alimentaria del país y, de forma directa, de las limitaciones que impone a una economía más débil otra de mayor fortaleza por medio de los llamados tratados de libre comercio. Antes pues que un problema de tortillas caras o baratas se trata de saber cuáles son los verdaderos efectos del comercio sin limitaciones, del librecambio imperialista y de la conocida como apertura de mercados y la promoción del comercio como motores del desarrollo económico y el bienestar.
En términos sencillos, el maíz mexicano es incapaz de competir con las importaciones de Estados Unidos que además de la amplia ventaja productiva de su mayor tecnología y la dimensión gigantesca de las plantaciones cuentan con generosas subvenciones a la producción y a la exportación. Los apologistas del neoliberalismo en México –los líderes del PRI y del PAN- sostienen que importando el producto y dejando caer la producción nacional (por ineficaz y costosa) se favorece al consumidor con precios menores. No se menciona por supuesto que la ruina de la agricultura nacional provoca millones de desocupados, migraciones masivas y reducción global de ingresos de tal manera que los precios menores del maíz importado no compensan lo que se pierde por otros conceptos. El país hace un mal negocio.
Pero no es eso todo. Atraídos por la nueva y enorme demanda de maíz para producir combustible los productores gringos desvían ahora buena parte de la producción a estas empresas pues los altos precios compensan sobradamente la pérdida de la subvención a la exportación. El resultado era de esperarse. Falta aguda de maíz en México pues la debilitada producción nacional no puede abastecer el mercado interno y las importaciones se ven muy restringidas en la nueva situación. Toda una oportunidad de oro para los comerciantes locales que con su habitual patriotismo y desprendimiento acaparan, especulan y negocian con el hambre de la gente.
Porque no todo lo que es más barato en un momento dado es necesariamente lo más conveniente para un país. Solo una gran dosis de ingenuidad llevaría a pensar que los granjeros gringos iban a preferir a sus clientes del sur de la frontera a la jugosa venta del maíz a las empresas de combustibles en auge y dispuestas a pagar precios de ensueño. Y es aquí en donde entra el problema político – la soberanía alimentaria de un país – que no significa por supuesto que cada nación tenga que producir todos y cada uno de los alimentos indispensables que necesita para su población pero si que se asegure unos niveles razonables de producción (aunque resulten más costosos) de manera que factores imponderables o sencillamente las presiones políticas no sometan a la población a restricciones insoportables y a las autoridades a chantajes y presiones. Los empresarios de Estados Unidos –como los de cualquier lugar del planeta- carecen de amigos; ellos solo tienen intereses y en función de esos intereses deciden. Pero pedir a los dirigentes corruptos de México (o de cualquiera de los demás países que han firmado los tratados de libre comercio en condiciones leoninas) que tomen en consideración los intereses nacionales es pedir peras al olmo. Para ello se requiere tener un sentimiento nacional del cual la burguesía criolla carece por completo.
Que este asunto va más allá de una simple subida de precios lo indica la pancarta que sostenía un manifestante en alguna de las muchas protestas que han tenido lugar en México: “sin maíz no hay país”. Ciertamente, no hay país sin agricultura propia, sin industria propia, sin investigación propia, sin una clase dirigente digna. Entre otros motivos porque nada de esto contradice la indispensable integración con países similares ni tampoco el comercio con otros de mayor desarrollo; por el contrario, es contando con una fuerte base económica, científica, social y política de identidad propia que un país puede relacionarse sanamente con otros evitando la explotación inicua, la desigualdad, el saqueo y la humillación.
Proteger lo propio, desde el maíz a la cultura, desde las reservas naturales al idioma, desde la industria y la artesanía al folclore, desde el desarrollo autónomo de la ciencia a la tradición y la historia, en manera alguna impide el progreso, aísla o condena al atraso. Proteger siempre es necesario. Basta observar con qué celo se protegen los estadounidenses y los europeos, con qué dedicación lo hacen los chinos y los japoneses. Los mismos que predican el librecambio, el comercio libre y la “apertura” son los primeros en cerrar sus fronteras y subvencionar generosamente a sus productores nacionales para protegerlos de algún producto del Tercer Mundo que cuente con ventajas como la mano de obra barata o el clima apropiado.
Aquellos que en su día se convirtieron en fervorosos librecambistas (los ingleses en particular) habían sido hasta entonces proteccionistas decididos. Protegían para poder fortalecerse y entonces sí exigir a los demás que eliminasen barreras arancelarias y “no impidiesen el progreso”. Los librecambistas de hoy – como los de ayer- imponen a los demás el comercio libre pero ellos se guardan bien de practicarlo.
Los hechos son tozudos. Ningún librecambio ha sacado del atraso a país alguno de Latinoamérica. En realidad, su período de mayor florecimiento económico, social y político corresponde al populismo desarrollista, fomentado inicialmente por el debilitamiento del vínculo de dependencia con Occidente durante la gran crisis de los años 30 y luego durante la II Guerra Mundial. La poca industria de la región, su desarrollo urbano (así sea caótico y desigual), su limitada ciencia y arte, su modesto grado de modernidad han sido resultado del proteccionismo; por contraste, uno de los mayores desastres de este continente ha sido precisamente producido por el librecambio, ahora bajo el nombre de neoliberalismo.
Las importaciones masivas de maíz “barato” de Norteamérica han sido entonces –nunca mejor dicho- “pan para hoy y hambre para mañana” en el caso de México; han traído la ruina de los campesinos tradicionales y en no pocas ocasiones constituyen el motivo principal de que sectores rurales condenados a la miseria se vean impelidos a dedicarse a cultivos ilícitos como única salida para subsistir.
Pero con el señor Calderón en la presidencia es inútil esperar políticas diferentes. Hoy es el maíz, mañana será la falta de energía en casa (porque la exportan a California) o cualquier otro desequilibrio que termine pagando la población. Habrá que esperar que otros aires lleguen a la casa presidencial y sobre todo que la protesta ciudadana imponga otros rumbos. Entonces si puede esperarse que en México haya un gobierno que actúe pensando que no solo los gringos tienen intereses nacionales. Por paradójico que resulte, una mera tortilla termina por encarnar la soberanía nacional y no falta razón al manifestante , “sin maíz no hay país”.
A propósito: ¿si los poderes especiales de que ha sido investido el presidente Chávez fuesen para privatizar Petróleos de Venezuela y entregar la empresa a las multinacionales, protestaría tan airadamente la señora Rice?
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