Socialismo en el siglo XXI: Peligros que amenazan
por Jorge Gómez Barata (Argenpress)
15 años atrás 4 min lectura
El dogmatismo es la intolerancia que al invadir la esfera teórica, irradia una nefasta influencia sobre las ciencias sociales, el sistema escolar y los medios de difusión de las ideas, penetrando por los poros de la estructura social, sin excluir a la economía donde ocasiona daños que implican a la base y la superestructura de la sociedad.
Cuando se instala en la política, el dogmatismo deja de ser un pedante anacronismo para convertirse en arma y coraza, que se suma a los instrumentos físicos del poder para hacer prevalecer los puntos de vista de las elites dominantes.
Más por razones ideológicas y políticas que por un equivoco histórico, cuando se alude a esta especie de dogmatismo, se recuerda exclusivamente a los países del socialismo real y al stalinismo, en detrimento de los antológicos ejemplos de intolerancia que en la Europa de las luces y las cruces silenció las voces magnificas de Galileo, Bruno, Savonarola y Miguel Servet. Del mismo modo que el socialismo, el capitalismo dispone de una ideología oficial.
No obstante, la crítica a los males ajenos no alivia los propios ni exime de la responsabilidad de advertir que si bien ha perdido vigencia y es apenas una rémora, el dogmatismo es uno de los peligros que acecha al socialismo.
La idea de que el socialismo es una sociedad nueva, significa la introducción de cambios esenciales en las relaciones de producción y en las formas de propiedad, poner las instituciones estatales, el gobierno y el derecho a funcionar con criterios humanos y revolucionarios, sin incurrir en el maximalismo de pretender hacerlo todo nuevo y en el plazo de una generación.
Al asumir una posición nihilista y virtualmente descartar el conocimiento anterior, definiéndolo como antecedentes o fuentes teóricas, el pensamiento oficial soviético anuló la condición de ciencia social del marxismo y creó las condiciones para el imperio del dogmatismo. Los errores teóricos a que condujo el stalinismo fueron trasladados a los países liberados por el Ejército Rojo y al movimiento comunista internacional.
Lo trágico no fue la pretensión de imponer la interpretación soviética del marxismo como un pensamiento único, sino el carácter global de aquel credo referido a la naturaleza, la sociedad, el pensamiento y el conocimiento. Ser socialista dejó de ser una opción política para convertirse en un acto que implicaba asumir aquello que llamaban una concepción del mundo y que contemplaba desde el credo filosófico, la actitud crítica ante la religión hasta la aceptación del realismo socialista.
La imposición asumió cotas delirantes cuando consagró como leyes de la historia fenómenos coyunturales, como la colectivización de la agricultura o la emulación socialista; traumática al obligar a científicos sociales y académicos a fundamentarlas y difundirlas y se tornó muy peligroso al desplazarse al campo de la política, no sólo interna, sino internacional.
Aunque no hay y tal vez no haga falta un inventario completo de las deformaciones y los disparates a que aquel enfoque condujo, es pertinente recordar que conllevó a la dilapidación del enorme capital político que significó el respaldo popular al socialismo, no sólo en Rusia, sino incluso en la Europa desarrollada, donde los socialistas ingresaban a los gobiernos desde los años veinte, llegando hasta la década de los ochenta a constituir las principales fuerzas de oposición en países como Francia e Italia.
La alarma ante las actitudes dogmáticas debe darse en el momento mismo en que se pretenda que la fidelidad a una causa, es lo mismo que la obediencia a los funcionarios y los cuadros; cuando por cualquier excusa se anula el derecho a la duda y a pensar diferente, se excluye el debate, se omite la crítica y se manipula la verdad.
La revolución no teme a la herejía porque no es una fe que se asume de una vez y para siempre, sino una convicción que se renueva y se refuerza cada día.
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