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Los jóvenes secundarios remecen el sistema

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 “Fui educado en la educación pública gratuita, pero me he esforzado por educar a mis hijos en la educación privada, para que puedan tener más oportunidades”.

Este es un pensamiento extendido en Chile y refleja el problema que hoy moviliza a los jóvenes estudiantes secundarios y universitarios. Porque el movimiento estudiantil nacional en marcha, escapa de la meras reivindicaciones de pase escolar y de gratuidad para la PSU. La toma de liceos y universidades, coordinada a nivel nacional, hace recordar los movimientos estudiantiles de los sesenta, cuando las Federaciones estudiantiles desafiaban al sistema establecido, con los planteamientos de la Reforma.

La semblanza es válida cuando se escucha con atención a lúcidos dirigentes de liceos que apuntan en sus declaraciones a algo más medular: el fracaso de las políticas públicas en materia de educación.

Y en esta gigantesca movilización juvenil, en que el Estado ha pretendido imponer posiciones a través de acciones fundamentalmente represivas, como ha sido negarse a conversar o negociar mientras los estudiantes estén en huelga –lo cual no tiene sentido viniendo de quien viene, vetustos socialistas que en otras épocas protagonizaron eventos comparables de subversión estudiantil e intelectual, es decir la vaca olvidándose que fue ternera- se advierte que el tema va al fondo de la calidad y de los condicionantes constitucionales y legales que enmarcan la función educativa en el Estado.

La Constitución ha establecido que la educación es un derecho y tiene por objeto el pleno desarrollo de la persona en las distintas etapas de su vida. Se consagra que la educación básica y media son obligatorias y que el Estado debe financiar un sistema gratuito con tal objeto, destinado a asegurar el acceso a ella a toda la población, estableciéndose por otra parte el derecho a abrir, organizar y mantener establecimientos educacionales. En este contexto, siguiendo la filosofía neo-liberal de la Constitución, se desprende que el Estado tiene a su cargo el financiamiento de la educación pública, pero cumpliendo un rol subsidiario para atender a quienes no tienen los recursos para acceder a las opciones que el mercado libre de la educación ofrece.

Es allí donde radica la inequidad que demuestra la educación. Al ser concebida como un sistema mixto en donde se consagra un sistema gratuito a cargo del Estado y se da el espacio para opciones pagadas de educación, le ha correspondido al Estado la responsabilidad de asegurar el acceso a la educación para los sectores sociales de menores ingresos, lo cual, desafortunadamente, no se ha cumplido con el rigor debido. De manera recursiva, la diferencia de calidad de la educación se ha ahondado en la misma proporción que la brecha de distribución del ingreso. El resultado es que la educación pública no es hoy una opción comparable o superior en calidad a la educación privada, lo cual, treinta años atrás era a la inversa.

En los lineamientos gruesos de la reforma educacional emprendida por el gobierno militar, se traslada al sector privado la educación y se cierran las escuelas normales que formaban los antiguos profesores; se traslada a los municipios la administración de los establecimientos educacionales y comienzan a operar los facilitadores privados que instalan colegios y reciben subvención estatal por alumno en aula. El magisterio como cuerpo, es así fragmentado y los Alcaldes, por entonces designados a dedo por el gobierno, comienzan a operar sus Corporaciones Educacionales que son los nuevos empleadores de los maestros.

El profesorado que formaba parte del aparato público, con carrera funcionaria y lineamientos pedagógicos uniformes a nivel nacional, pasa a ser un “recurso humano” barato que es contratado en forma precaria, sin posibilidad de desarrollo profesional. Los criterios economicistas en materia de educación provocan que las escuelas públicas funcionen con 45 alumnos por curso, en una realidad absolutamente anti pedagógica. Los rendimientos y la exigencia de calidad van decayendo, la tasa de repitencia va bajando, ya que en cada curso se debe procurar que se mantenga la rentabilidad. En esta secuencia de acciones se concluye en el gobierno democrático con un mantenimiento del sistema, sin pretender en lo más mínimo alterar el concepto educacional heredado de la dictadura.

Más aún, en el período democrático que en tiempo se equipara al del régimen militar, la crisis educacional se ha visto magnificada, ya que las distorsiones que ha generado el actuar sin una conducción de parte del Estado, ha significado que proliferen los engaños educacionales, que conducen a un desempleo ilustrado. Más de 70 universidades evidencian esta idea. Un país que baja en la tasa de competitividad precisamente porque su formación educativa es débil en ciencia y tecnología. Porque el grueso de las universidades no realizan investigación y la que se hace no es pertinente para la gestión de desarrollo de sectores productivos. Nadie ha evaluado la eficacia de lo que el Estado invierte en proyectos, porque ellos, pese a ser concursables, están abiertos a las propuestas de los grupos de investigación. Por ello, al faltar el hilo conductor de un concepto país, que debiera ser marcado por un Estado proactivo y no sumido en la administración de lo mismo, los resultados son penosos.

El sistema se ha ido prostituyendo y la “titulitis” (afán por obtener un cartón universitario) nos ha llevado a una inundación de ofertas educacionales sin destino, mientras, del lado de la producción, el país lamenta la falta de técnicos, de trabajadores calificados, de personas capaces de integrar proyectos de carácter tecnológico, ya sea en la industria o en el agro.

Por todo esto que he señalado, y que indudablemente puede pecar de errores u omisiones, el movimiento estudiantil que ahora ha articulado protestas nacionales, no puede manejarse con un mero marketing comunicacional; no se trata éste de un movimiento superficial, ya que detrás está un cúmulo de expectativas e insatisfacciones históricas que representan parte de la deuda social de la Concertación.

Es real también que los jóvenes siempre corren el riesgo de ser infiltrados por violentistas. Yo recuerdo el tiempo en que nosotros nos tomábamos las universidades y entonces también había bomberos locos, supuestamente revolucionarios, los primeros en pelear con los pacos, y que en su momento terminaron siendo los oficiales de inteligencia que prepararon el golpe de Estado y fueron los primeros en torturar a sus propios compañeros. Ese riesgo fue en ese tiempo una realidad y los jóvenes deben cuidarse y desconfiar de los agitadores.

Pero, más allá de eso, tenemos que tomar muy en serio este movimiento y pensar que ha llegado el momento en que sea el pueblo, el ciudadano, el contribuyente que paga impuestos, el que ponga en el tapete un tema estratégico para el país. Por mucho que el gobierno diga que algo no está en su programa, un político, un estadista debe tener la claridad y receptividad para dar respuestas a los temas de fondo, escuchando y aplicando los cambios necesarios o al menos, atreviéndose a proponerlos al debate público.

Al definirse la segunda vuelta presidencial, recuerdo haber planteado que Michelle Bachelet tenía la gran oportunidad de capitalizar la movilización social, liderando los cambios y correcciones profundas que su antecesor no había sido capaz de realizar. Frente a la movilización de los jóvenes que exigen una educación pública de calidad, la Presidenta tiene capacidad para revertirla para esa revolución educacional anunciada, pero nunca explicitada en sus alcances. Cuenta, además, con recursos financieros para acometer una gran reforma que Chile está ex
igiendo realizar. Creo que los jóvenes, más allá de la forma de expresarlo, están dando en la tecla justa y en vez de guardar la plata debajo del colchón, es el momento precioso para liderar un cambio cualitativo profundo que pasa por fortalecer al profesorado y la educación pública gratuita en Chile, para que vuelva a ser el motor de la movilidad social en Chile.
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