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De cuando la literatura era peligrosa

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Me pregunto hasta dónde la atmósfera cultural en la que un joven decide hacerse escritor influye para siempre en su visión del oficio y de la literatura. Me lo pregunto porque recordar aquel ambiente que vivimos en San Salvador quienes nos asumimos como escritores en los años 1975-1979 aún me resulta estimulante, aunque a muchos lectores seguramente les parecerá más ficción que realidad. Y me lo pregunto en especial en estos momentos en que la obra de Haroldo Conti, un escritor determinante para nosotros en aquella época, está siendo reeditada y revalorada tanto en España como en Latinoamérica.

San Salvador era entonces una ciudad ajena a los circuitos culturales de las grandes urbes latinoamericanas como Buenos Aires, México y La Habana. No había una sola revista cultural, ni un suplemento literario, ni una editorial dedicada seriamente a la literatura. Más de 45 años consecutivos de gobiernos militares habían creado una atmósfera asfixiante en la que la disensión, la expresión de una sensibilidad social o la exigencia de justicia eran consideradas "subversión comunista".

No había estímulo alguno para asumir el oficio de la escritura literaria en tales circunstancias. Tratar de convertirse en escritor era un sinsentido o expresión de una voluntad de rebeldía que conduciría a la acción política o una mala estrella a secas.

Cuando yo comencé a estudiar Letras en la Universidad de El Salvador en 1976, ésta parecía más un campo de concentración que un campus universitario. Penetrar en sus instalaciones era un desafío: pelotones de guardias armados, apostados a la entrada del recinto, exigían la credencial estudiantil y cacheaban a todo aquel que quería ingresar. Esos mismos guardias -a quienes llamábamos "los verdes", por sus uniformes- recorrían los pasillos, escopeta en mano, y se detenían en el umbral de las aulas, a media clase, amenazantes. Alambradas dividían las distintas facultades y, si uno quería ir de una a otra, había que cruzar un puesto de chequeo.

Tal atmósfera llegaba al absurdo: los profesores no podían escribir la palabra "marxismo" en sus programas de estudio y apenas la pronunciaban con sigilo en clase. Así, el libro Estética y marxismo de Adolfo Sánchez Vásquez, en mi programa de Historia del Arte se titulaba nada más Estética…

Pero el control militar de la sociedad sólo cubría una olla de presión. En la misma Universidad la conspiración bullía subterránea y varios profesores no se dejaban doblegar por el miedo. Uno de ellos fundó una pequeña librería a la que llamó Neruda. No sé por qué recovecos del destino, o del mercado, pronto comenzó a importar libros argentinos: bellos tomos de Librería Fausto, de Fabril, de Siglo XX y de Sudamericana llenaban sus estanterías. Gracias a él nos iniciamos en la lectura de la mejor literatura contemporánea, ávidos de contactar con el mundo desde aquel hoyo infame. Ahí compré Sudeste, la primera novela de Conti, en la edición original de Fabril; y me parece que ahí también conseguí la primera edición de su segunda novela, Alrededor de la jaula, publicada por la Universidad Veracruzana. La librería Neruda no iba a durar mucho: los militares la dinamitaron en 1979, si mal no recuerdo. A su dueño, aquel silencioso y tranquilo profesor de Letras, pálido y de ojos rasgados, un comando del ejército lo asesinó el último día de octubre de 1984, cuando salía de su casa para llevar a su hija a la escuela. Su nombre era Reynaldo Echeverría.

Estoy seguro de que la edición de Casa de las Américas de Mascaró el cazador americano que llegó a manos de nuestro grupo de jóvenes poetas, allá por 1977, no la importó la librería Neruda, ya que no había forma de hacer negocios entre San Salvador y La Habana. Seguramente alguien la metió subrepticiamente desde Costa Rica. ¿Por qué nos conmovió tanto leer esta novela de Conti (entonces ya un escritor "desaparecido" por los militares argentinos)? ¿De qué manera esta historia de un pobre circo ambulante transformó nuestras vidas? Resulta que entonces nosotros editábamos una efímera y artesanal revista literaria y acabábamos de leer Mascaró cuando, como en un acto de prestidigitación, un joven filósofo convertido en organizador de redes clandestinas entre los sindicatos llegó a ofrecernos un artículo precisamente sobre los artistas circenses. Y así como el circo del príncipe Patagón liberaba la energía creativa de los espectadores en los perdidos pueblos de la Pampa para que luego Mascaró organizara su reclutamiento, el libro de Conti había liberado nuestras energías, al mostrarnos que todo gran arte es en esencia subversivo, para que entendiéramos que la vida no estaba en otra parte sino ante nuestras propias narices, donde la guerra se fraguaba a plomo y sangre. La identificación fue tal que un poeta de nuestro grupo, Miguel Huezo Mixco, se fue a la guerra los siguientes diez años bajo el seudónimo de Haroldo, en homenaje a Conti, claro está, aunque también acicateado por el ejemplo de otros poetas combatientes, como Ungaretti, Cendrars o Char.

Por supuesto que la obra de Conti es mucho más que un llamado a la dignidad y a la valentía. Yo, por ejemplo, desde entonces me he quedado buscando uno de sus textos, incluido en una antología del cuento ocultista, publicada en Buenos Aires, en el que narra las vicisitudes de un hombre atormentado por sus demonios que va en busca de un maestro a la montaña. Esa antología la quemó mi madre en 1980, junto a la mayoría de mis libros que dejé en su casa, ante un inminente cateo del ejército. No recuerdo la editorial ni el título del cuento. Desde entonces lo he buscado en antologías e índices bibliográficos, pero el cuento permanece tan oculto como los restos de su autor. –
02/08/2008

* Fuente: Diario EL PAÍS S.L.

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