El perdón de los verdugos esconde el trato cruel a los internos pobres
por Rafael Luis Gumucio Rivas (Chile)
8 años atrás 6 min lectura
No hay nada más abominable, cruel y clasista que la cárcel: entre el trato a los presos en Punta Peuco y el que se les da a los pobres reos en las cárceles comunes es similar la diferencia entre el cielo y el infierno. Para los verdugos, autores de crímenes de lesa humanidad y que sirvieron a un régimen genocida hay una trato respetuoso y, para los presos comunes, insultos, indignidad, hacinamiento y condiciones infrahumanas.
El verdugo es asimilable a los criminales sentenciados por crímenes de lesa humanidad por un funcionario que el Estado destina a propinar la muerte de prójimos; tal vez –el verdugo y el criminal- se pueden diferenciar en que el verdugo no odia a sus víctimas, mientras que el criminal de lesa humanidad sí lo odia en nombre una ideología criminal al servicio de la eliminación del comunismo, inculcada por quienes defienden sus intereses.
El gran cineasta español, Luis García Berlanga, dirigió una película famosa sobre la historia de un verdugo, ya jubilado, que se ve forzado a aplicar la muerte a un ciudadano que cometió crimen para pagar las deudas económicas de su familia. En la última escena, el verdugo es arrastrado como si fuese el condenado para que propine la muerte que él no desea llevar a cabo.
José De Maistre, inspirador del fascismo, fue el gran apologista del verdugo:
“…ninguna alabanza moral parece adecuada para él (el verdugo); pues todas suponen relaciones con seres humanos y él no tiene ninguna. Y, sin embargo, toda grandeza, todo poder, toda subordinación se apoya en el verdugo: él es el terror y el vínculo de la sociedad humana. Retira del mundo a esta gente misteriosa y en un instante el orden cede al caos, los tronos se desploman y la sociedad desaparece. Dios es el autor de la soberanía, lo es también del castigo; ha asentado la tierra sobre estos dos polos: <pues de Jehová son los dos polos de la tierra y sobre ellos hace girar el mundo>”.
Para De Maistre, el verdugo es el agente fundamental de la sociedad, quien por medio de la tortura, el sufrimiento y la muerte debe exterminar a alborotadores y subversivos, es decir, los ateos, los masones, los demócratas, los jacobinos, los anticlericales – hoy agregaríamos a los marxistas y comunistas -. No hay que hacer un gran esfuerzo intelectual para asimilar y relacionar el pensamiento De Maistre con la ideología de los criminales, hoy confinados en Punto Peuco.
Charles Henri Sanson fue el verdugo por excelencia de la Revolución Francesa: por sus manos pasaron los revolucionarios Danton y Robespierre, la Reina María Antonieta y el rey Louis XVI. Cuentan que Sanson tenía sentimientos, por consiguiente, sus víctimas no le eran indiferentes, por ejemplo, guardaba cierta simpatía por el rey Louis XVI, a quien trató con respeto antes de ejecutarlo. En España, en el católico régimen de Francisco Franco, el último verdugo llevaba el apellido López – no confundir, por favor, con Daniel López, uno de los “alias” de Augusto Pinochet – quien aplicó el garrote vil a varios de los opositores, poco antes de la muerte del tirano Franco.
Una ministra de Pinochet, Mónica Madariaga, defendió la pena de muerte recordante el sacrificio de Jesús en la cruz para redimir a la humanidad; así pensaban los inquisidores cuando torturaban y condenaban a la hoguera a los herejes. Si hoy consultáramos a la opinión pública se repondría la pena de muerte en Chile. Hay que reconocer la voz de François Mitterrand y de Ricardo Lagos para derogarla, en ambos países, contra la opinión mayoritaria de los ciudadanos que, como las tejedoras durante la Revolución Francesa, consideraban la guillotina como un espectáculo.
Pedir a los familiares de detenidos desaparecidos que estén dispuestos a aceptar el perdón que, eventualmente, podría ser solicitado por sus verdugos, además de ser una insensatez, es una crueldad sin límites, pues ya fueron engañados en varias ocasiones: en el famoso diálogo entre gobierno y militares, que se convirtió en una fiasco y una cachetada moral ante la actitud del pacto de silencio de parte de los militares, que no mostraron ninguna voluntad de informar a los familiares sobre el paradero de las víctimas; el ministro José Miguel Insulza – hoy candidato presidencial -, durante el gobierno de Frei Ruiz-Tagle, prometió que Augusto Pinochet sería juzgado en Chile, y zafó con facilidad engañando a los chilenos con una demencia subcortical, validada por el Instituto Médico Legal y aceptada por la Corte Suprema.
Han pasado varias décadas durante las cuales las víctimas de los crímenes de la dictadura han sido engañadas por los militares, quienes se han negado a entregar la información requerida sobre el destino de los detenidos desaparecidos, fundamentalmente. La mayoría de los 120 presos en Punta Peuco, sentenciados por crímenes de lesa humanidad, sostienen ser inocentes alegando ser héroes de la lucha contra el “cáncer” marxista, y perseguidos por una justicia al servicio de la izquierda chilena.
Entre los ocho “arrepentidos” se encuentra el fiscal durante el gobierno de Pinochet, Fernando Torres Silva, recientemente ingresado al penal Punta Peuco, condenado a diez años de prisión en esa cómoda prisión. Su labor principal consistía en entregar al verdugo los opositores del tirano.
La reconciliación siempre será una bonita palabra mientras en Chile existan miles de detenidos desaparecidos, negando a sus familiares el mínimo derecho a una sepultación cristiana. Mientras la palabra “dónde están” no sea satisfactoriamente respondida por el ejército, no habrá ni perdón, ni olvido, ni reconciliación.
Las cárceles en Chile, salvo la de Punta Peuco, no sólo son escuelas del delito, sino también tugurios inhumanos e infectos, que atropellan la dignidad del ser humano. Sería bueno que, de una vez por todas, el Estado de Chile pidiera perdón por el trato dado a los más pobres que habitan las cárceles quienes, en un alto porcentaje son hijos o parientes cercanos de los reclusos condenados, y prometiera comenzar la tarea de mejorar la calidad de vida de los internos en esos recintos. Ir a la cárcel hoy equivale a una condena a muerte.
En 1910, Luis Emilio Recabarren, en Ricos y pobres, escribía:
“El régimen carcelario es de lo peor que puede haber en este país. Yo creo no exagerar que si afirmo que cada prisión es <la escuela práctica y profesional> más perfecta para el aprendizaje y progreso del estudio del crimen y del vicio. ¡Oh monstruosidad humana! ¡Todos los crímenes y todos los vicios se perfeccionan en las prisiones, sin que haya quien pretenda evitar este desarrollo!”.
La compasión es una buena iniciativa. ¿Por qué no aplicarla, en primera instancia, a los presos comunes mayores de 75 y con enfermedades terminales? A las madres y abuelitas que están en las cárceles, en su mayoría, por pequeños delitos, muchas veces impulsadas por la miseria y por la necesidad de velar por sus hijos y nietos.
La cárcel no es un lugar de capacitación para la reinserción de los internos en la sociedad, sino el comienzo de una vía de reincidencia y “una universidad del delito” – como decía Recabarren.
Si todos nos dejáramos guiar por la opinión pública, las cárceles duplicarían el número de reos y el hacinamiento sería, cada día, más catastrófico. Para muchos ciudadanos ser pobre, perteneciente a los pueblos originarios, o inmigrante, es equivalente a ser delincuente. Cuántas veces hemos escuchado la expresión “que se pudran en la cárcel”. Por mi parte, considero un honor ser enemigo de los lugares comunes.
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