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50 Años del Golpe de Estado, Salvador Allende Gossens

El Allende de Daniel Mansuy, un espejo arreglado

El Allende de Daniel Mansuy, un espejo arreglado
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26 de septiembre de 2023

La muerte de Allende aparece como la gran síntesis que representa y al mismo tiempo vela la crisis política y económica y su efecto inevitable, la dictadura. Aquí se esconde la hipótesis contrarrevolucionaria de este libro, que apunta sinuosamente a los artífices del proyecto allendista como los auténticos responsables de su propia muerte y del suicidio magnánimo del presidente. Es, en el límite, un nuevo modo de justificar la barbarie pinochetista, y particularmente el golpe de estado del 11 de septiembre.

Imagen / Partidarios de Allende, 5 de septiembre 1964, Santiago, Chile. Fotografía de Jim Wallace.

Cuando no existe esa distante ironía para juzgar al mito – buen diálogo ese, entre lo irónico y lo mítico – queda la sensación de una rutina que hace del conocer una mera variedad desacralizadora.
Horacio González

 

Si algo caracteriza al romanticismo es su fijación en la figura vacía del enigma. El enigma contendría un rasgo sublime, en el sentido de lo que no se deja atrapar por la forma, por lo ilimitado o carente de fronteras precisas. El enigma representa una resistencia a la simbolización, aun cuando su resolución se apunte en el panorama que lo enuncia. Los cuentos de Poe, señala Pierre Macherey en sus comentarios sobre la literatura gótica, fundan el enigma simultáneamente con su resolución: si lo enigmático se perdiera a lo largo del relato, si se desvaneciera en una solución matemática del problema narrativo, se acabaría el misterio. No tendríamos un cuento, sino un parte policial. En otros términos: es preciso que algo resista su incorporación al discurso simbólico, al horizonte estructurado del lenguaje, para que pueda definirse como enigmático. Salvador Allende, en este sentido, ha sido interpretado a menudo como enigma. Es la tesis del libro de Daniel Mansuy, Salvador Allende. La izquierda chilena y la Unidad Popular, aparecido oportunamente, cincuenta años después del golpe de estado en Chile.

La tesis que articula el libro de Mansuy tras bastidores, es que la izquierda chilena es, paradójicamente, esencialmente romántica, que lleva cinco décadas comprometida con el mito de Allende y con la estatura del enigma, mito que no se decide a descifrar, embrollada en una fijación sublime con la Unidad Popular, a la que tampoco entiende. La agraciada maniobra del autor es que es capaz, con notoria contundencia argumentativa, de donarle a la izquierda no sólo el secreto de su miseria histórica –la veneración de Allende como nombre propio de lo sublime– sino también la solución de su entrevero. No cabe duda de que es un gesto conciliatorio, laudado por la buena prensa liberal del autor, por su pertenencia y compromiso con una derecha responsable y católica, dialogante y crítica del pinochetismo, e incluso de su progenie histórico-económica más elevada, el neoliberalismo. Sin embargo, esta donación aparentemente generosa está envenenada, toda vez que es esencialmente portadora de una hostilidad ideológica al proyecto allendista y de una tesis histórico-filosófica fundamental, que encadena al nombre de Allende con la tragedia histórica del 11 de septiembre.

El mito de Allende, señala Mansuy, sólo puede ser resuelto asumiendo que él es responsable de la catástrofe que le sobrevino, incluyendo la tragedia de la dictadura cívico-militar encabezada por Pinochet: “la colosal intensidad del 11 no es sino el corolario de un proceso cuyo principal responsable es el mismo Salvador Allende”. No es casual la elección del lenguaje de lo colosal, de lo intenso, porque la intención del autor es ligar indisolublemente la “colosal intensidad” del evento histórico del golpe, con el igualmente “colosal equívoco” que había construido Allende, la conjunción entre democracia y revolución, entre institucionalidad y socialismo. Mansuy se pregunta, a propósito, “qué tipo de revolución se funda en la continuidad de las instituciones”, y con ello da cuenta de otro movimiento integral a su lectura “colosal”, que efectúa una suerte de interpelación de los actores, identificándose intrincadamente con las intensas críticas que Allende recibió de su propio sector y, especialmente, del Partido Socialista. En esta identificación Mansuy se deja seducir por el quiasmo, por la intención de afirmar y denegar al mismo tiempo la verdad de la ultraizquierda según la cual Allende es un vacilante. Por una parte, Mansuy acusa y rechaza la ambiguedad de Allende que “no escoge, no quiere escoger, se niega a escoger, y prefiere la muerte antes de escoger” y, por otra, y al mismo tiempo denuncia a quienes lo empujan a escoger desesperadamente –la ultraizquierda– como segmentos exasperados y maximalistas. De tal manera que la ultraizquierda, especialmente el PS, tiene y no tiene al mismo tiempo la razón.

Aquí reside, quizás, el amuleto de este libro que, insisto, se presenta como una suerte de don de la derecha, un espejo previamente ajustado y arreglado, que permite a la izquierda una autoidentificación diferente es, en cierto sentido, la donación envenenada de una autocrítica venida desde fuera. Si la acusación de Allende de “tibio, por padecer de tibieza revolucionaria”, como indica Mansuy, es “fundamentalmente verdadera”, ello implica al menos dos consecuencias: primero, que no hay revoluciones tibias, que la revolución sólo se instituye a partir de la violencia y de la excepción, y segundo, que el proyecto de la UP contiene en sí mismo la destrucción del orden republicano por estar fundado en un oxímoron entre socialismo y democracia. Esta conclusión trágica promueve una ubicación cínica del autor, una locación política improbable o inclusive irónica: Daniel Mansuy es el portavoz de una tesis ultraizquierdista en el seno de la derecha chilena. Allende “[no] tenía ninguna capacidad de detener los efectos de una dinámica que él mismo había alimentado con entusiasmo”, precisamente porque su burgués interior lo “protegió de la exaltación revolucionaria”.

Conscientemente o no, Mansuy se protege de este desplome de su obra en la crítica izquierdista de Allende y la UP mediante un ardid hegeliano: es Allende, la figura del presidente mártir, la que es capaz de contener al mismo tiempo una dinámica revolucionaria excepcionalista y contraria a la institucionalidad republicana, y una reivindicación continuista de esa misma institucionalidad. La figura de Allende es una contradictio in adjectio, cuya plasticidad histórica estaba destinada a producir el golpe y su propia muerte: su “acto postrero –el suicidio– hace palidecer la más grave crisis política que haya enfrentado nuestro país en toda su historia”. La muerte de Allende aparece como la gran síntesis que representa y al mismo tiempo vela la crisis política y económica y su efecto inevitable, la dictadura. Aquí se esconde la hipótesis contrarrevolucionaria de este libro, que apunta sinuosamente a los artífices del proyecto allendista como los auténticos responsables de su propia muerte y del suicidio magnánimo del presidente. Y es que esa fascinación con la religiosidad del personaje involucra una hipótesis sobre la inmolación, sobre el suicidio allendista como una mascarada para algo mucho peor, para algo inaceptable: el deseo de transformar la sociedad y superar el capitalismo por medios pacíficos y democráticos. Es, en el límite, un nuevo modo de justificar la barbarie pinochetista, y particularmente el golpe de estado del 11 de septiembre.

Esta justificación, si bien no compromete al autor con los actos perpetrados por el ejército, hace ilegible la consistencia histórica del golpe, que no fue un “momento constituyente originario” –tesis schmittiana, defendida por Jaime Guzmán, que el autor evita comentar, precisamente ahí donde reclama por el supuesto excepcionalismo de los intelectuales de izquierda durante la revuelta de octubre–, sino la salida premeditada de un sector clasista de la sociedad chilena sublevada contra el poder del trabajo, más un ejército imbuido en la retórica anticomunista, el prusianismo (recuerdo al general Von Knauer, instructor de la Academia de Guerra, nazi de tomo y lomo que participó en el bombardeo a Guernica); junto con las ideologías psicologicistas de la “raza chilena” desde Nicolás Palacios a Miguel Serrano.

¿Qué es más difícil de asumir para un autor de derecha como Mansuy, que el ejército chileno lleva un siglo coqueteando con los ideologemas del fascismo, perfectamente rastreables en sus archivos, o que el enigma de Allende contiene su propia solución en el golpe? La elección del tema, aprontada por el cincuenta aniversario, no puede ser pensada como una necesidad, sino como la decisión contingente de Mansuy, quien retoma la figura de Allende para exculpar a la burguesía chilena de su deshonrosa mancha de sangre.

[Mansuy] Prefiere una curiosa fijación en los materiales del PS y el MAPU, de los sectores más críticos a Allende, en fin, de la prosa ultraizquierdista.

Sería mezquino derivar las debilidades argumentativas del texto, que no termina de ubicarse fuera del enigma al mismo tiempo que lo fustiga, de un desconocimiento de la literatura, en primer lugar, del más inteligente crítico de Allende y la UP, René Zavaleta Mercado. Sin embargo, hay una elección perfectamente identificable del material. Mansuy evita el archivo historiográfico del PC chileno, libros como el de Carlos Cerda, El leninismo y la victoria popular, textos donde podría haber encontrado una génesis de la imaginación política que condujo a la UP, como proyecto estratégico del anticapitalismo chileno y, sobretodo, de un punto de vista obrero autónomo extinto. Prefiere una curiosa fijación en los materiales del PS y el MAPU, de los sectores más críticos a Allende, en fin, de la prosa ultraizquierdista. La definición de la relación entre el PC y Allende como un pacto meramente instrumental no es sólo profundamente equivocada, sino que obvia el sentido original e inventivo de la política comunista chilena durante el siglo XX, que a menudo rebasa la supuesta subordinación al Kominterm soviético. El archivo de Mansuy, en fin, es puntillosamente elegido, decidido, y funciona más a través de sus exclusiones que de su rigurosidad historiográfica.

la burguesía chilena no estaba dispuesta a seguir defendiendo su propio cuerpo histórico-institucional, su propia tradición republicana, su propio sistema parlamentario. Allende terminó defendiendo las instituciones que la clase dominante chilena resolvió cercenar.

En el fondo, la plasticidad del libro de Mansuy lo obliga a asumir una tesis profundamente ingenua, que acusa a los sectores radicalizados de acelerar el golpe. Zavaleta Mercado, crítico también de los límites de la UP y del allendismo, dice que la voz cancina de Allende es la última defensa de la institucionalidad burguesa que lo conduce a la muerte, pero lo dice completamente en otro sentido: a saber, que la burguesía chilena no estaba dispuesta a seguir defendiendo su propio cuerpo histórico-institucional, su propia tradición republicana, su propio sistema parlamentario. Allende terminó defendiendo las instituciones que la clase dominante chilena resolvió cercenar. No es Allende, al menos en Chile, quien desboca la institucionalidad republicana y la lleva a una crisis límite y a una destrucción trágica, sino el excepcionalismo prusiano, contrarrevolucionario y capitalista que ve en la república una espada mellada de viejos mártires y que opta por la dictadura soberana, al decir de Schmitt, para conjurar el fantasma del poder proletario y la amenaza comunista.

Algo que olvida mencionar Mansuy es que Chile no volvió a ver nunca un bajo pueblo tan políticamente educado, tan puntillosa y disciplinadamente organizado, como el que intervino en la revolución chilena de 1970 con sus múltiples instancias de poder y potencia proletaria.

La elegancia de este libro propone, con todo, una vía para repensar viejos problemas, y en ese sentido el espejo arreglado que nos dona Mansuy a nosotros, los allendistas, debe ser escudriñado y entendido de cerca, como un artefacto teórico de una intelectualidad derechista romántica, que renace con la revuelta de octubre. Pienso en nombres adyacentes como los de Lucy Oporto o Hugo Herrera, en la reivindicación del tradicionalismo romántico de Mario Góngora, etc. Porque si Mansuy dice que: “Boric es sólo la última víctima de un enigma de solución” es porque necesita crear ese enigma, creer en él, fundarlo, para mostrar que la izquierda chilena depende de un mito. Del otro lado, la verdad del mito, es la propia verdad revelada –una vez más– de la contrarrevolución chilena: que los culpables de la tragedia son quienes la padecieron más intensamente. La desacralización del mito no sobrevive entonces sin reproducir y sublimar el enigma, como hace casi doscientos años hiciera Domingo Faustino Sarmiento en su famoso Facundo: “tú posees el secreto: revélanoslo”. Sarmiento debía producir la barbarie y anclarla libidinalmente a la figura de Facundo Quiroga, el tigre de las pampas, para justificar el orden de la civilización que se le oponía. Debía, en otros términos, romantizar la alteridad para preservar el enigma de su propia empresa. Igualmente, la solución al mito de Allende que ofrece Mansuy no hace sino perpetuar el enigma, el mito, lo sublime, para privarnos de una inteligencia estratégica que recupere el momento de autonomía y composición clasista que derivó en el triunfo de Allende. Algo que olvida mencionar Mansuy es que Chile no volvió a ver nunca un bajo pueblo tan políticamente educado, tan puntillosa y disciplinadamente organizado, como el que intervino en la revolución chilena de 1970 con sus múltiples instancias de poder y potencia proletaria. En ese sentido la historia de Mansuy sigue siendo una historia de personajes y mitos: un historicismo.

Sin duda la relación con el mito por parte de la izquierda incluye muchas precauciones, como indica el epígrafe de Horacio González que he decidido adjuntar a esta reseña, a propósito de la distancia irónica. Con todo, una desmitologización definitiva del campo de la historia no parece posible ni deseable. Debemos convenir, sin embargo, en que la “creación” del mito debe mantener una relación crítica con la tentación romántica de fetichizar el enigma. La propuesta de Mansuy, que recomienda desacralizar al mito de Allende, promueve una reducción de la UP a la excepción monstruosa del golpe. La historicidad del allendismo, irreductible al acto de inmolación del presidente, excede esta historia de mitos y fantasma, incluso cuando no los conjura, sino que los abraza. Hay una inteligencia plebeya que excede a los viejos personajes a los que Mansuy se aferra. Una vida del allendismo más allá de sus estatuas y su poética, que reaparece como proyecto de conjunción entre socialismo y república. Es esa conjunción posible la que la derecha chilena y sus intelectuales rechazan con encono, de ahí la recepción rimbombante de este libro en nuestro viejo empresariado católico.

-El autor, Claudio Aguayo Borquez, es Profesor y Magíster en Filosofía, Ph.D. en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Michigan. Profesor de la Universidad Estatal de Fort Hays en Kansas.

*Fuente: RevistaRosa

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