13 de abril de 2021
En el debate político en curso las desacreditadas elites dominantes no cesan de advertir, una y otra vez, contra el siniestro fantasma del “populismo”. ¿Qué es lo que buscan estigmatizar con ese término? Nada menos que la presunta e inherente “irresponsabilidad” que supondría en política atender a la “voz de la calle”, por muy justas que fuesen sus demandas. Lo irresponsable de ello derivaría de la presunta imposibilidad de satisfacer esas demandas debido a que los recursos disponibles son siempre limitados. Por tanto, el “populismo” conspiraría contra una consideración racional de los problemas y de sus soluciones, generando al fin de cuentas más mal que bien. Así, el “populismo” socavaría y terminaría destruyendo irremediablemente a la democracia, que sería en esencia el arte de “ponerse de acuerdo en el marco de lo posible”.
Sin embargo, esta condena del “populismo”, en que disparatadamente se acostumbra a meter en un mismo saco tanto a Trump, Le Pen y Bolsonaro como a Chávez, Kirchner o Lula, es simplemente una estratagema de los poderes fácticos que dominan en el mundo de hoy. Hay que observar que en el caso de los primeros el populismo no sería más que una cuestión de formas, instalando en la escena política un estilo matonesco que da crédito y potencia los prejuicios y supersticiones de los sectores más atrasados de la multitud, exaltando de manera fascistoide sus bajas pasiones. En el caso de los segundos se trata más bien de hacerse, al menos parcialmente, cargo de algunas de las más sentidas demandas de justicia y de obligar a los más ricos a aportar algunos recursos para ello. Es decir, no es una cuestión de formas sino de contenido, por muy mezquino que éste sea.
De allí que el “populismo” que verdaderamente inquieta a quienes controlan el poder y los medios que lo señalan como un peligro sea este último. Pero ello trae aparejado también un problema político sustantivo: el del significado que realmente tiene el tan manoseado concepto de democracia. Porque para los enemigos del “populismo” la democracia necesariamente tiene un significado muy distinto a aquél que el propio término evoca: el poder del pueblo. Definición a la que Lincoln añadió, además, “por el pueblo y para el pueblo”. De allí que su principio fundante no sea otro que el de la soberanía popular. Tal cual: el soberano llamado a establecer las normas de la convivencia social no es ya un monarca por derecho divino u otra forma de poder situada por encima del pueblo sino, exclusivamente, el propio pueblo. Lo cual significa que, para ser legítima y por tanto respetable, la ley debe ser una clara y libre expresión de la voluntad popular.
Lo que en cambio efectivamente tenemos hoy, no solo en Chile sino en prácticamente todas las “democracias occidentales”, es un sistema político cuyas autoridades, si bien son electas por la ciudadanía, en el ejercicio de sus mandatos se independizan de inmediato de aquella voluntad ciudadana que dicen representar. Autoridades cuyas potestades se hallan además, en el caso de Chile, fuertemente restringidas por las normas e instituciones heredadas de la dictadura, las cuales tornan virtualmente imposible toda modificación sustancial del sistema social vigente, tanto en el plano jurídico-político como en el plano del poder económico. Por lo tanto, autoridades cuyo bien recompensado papel se reduce a representar sobre la escena política una inofensiva parodia de democracia al servicio de quienes efectivamente controlan el país: los poderes fácticos del gran capital.
Es por ello que los defensores del sistema se esmeran en disfrazar con ropajes democráticos procedimientos y normas ostensiblemente antidemocráticos, como aquellos que distorsionan la representatividad de las instituciones políticas e impiden un real ejercicio de la voluntad soberana del pueblo, insistiendo majaderamente en que lo democrático no es el imperio de la voluntad mayoritaria sino de los consensos. Quienes se aferran a ese discurso, al mismo tiempo que afirman que la mayoría no puede pretender “pasar la aplanadora” sobre la minoría, pasan sistemáticamente por alto el hecho de que, en el Chile de hoy, la inmensa mayoría del pueblo debe soportar a diario el peso de la aplanadora que permanentemente pasa sobre sus espaldas una ínfima minoría. Este es el tipo de “convivencia” que ha mantenido incólume durante las últimas tres décadas la llamada “democracia de los acuerdos”.
En ella, lo usual ha sido que los parlamentarios se aboquen a “cocinar” a puertas cerradas, a espaldas de la población que los ha elegido, las leyes que como un traje a la medida mejor convienen a los intereses de esa minoría rica y poderosa. Una muestra elocuente de lo arraigado y naturalizado que se encuentra esta práctica entre los miembros de la elite política lo proporciona lo declarado por la ex ministra Mariana Aylwin en una entrevista publicada por El Mercurio el 5 de abril pasado. Ante la pregunta de si debería haber un espacio de diálogo privado en la Convención Constitucional a la que actualmente postula, ella responde: “Tiene que ser lo más transparente posible, pero los acuerdos no se construyen en una vitrina, tienen que haber espacios de conversación entre los convencionales y también espacios de participación de la ciudadanía. Esto de que todo se hace frente a una ventana hace imposible que se puedan lograr acuerdos.”
La transparencia suele operar, en efecto, como una eficaz barrera de contención frente a la corrupción, el tráfico de influencias, las malas prácticas, los abusos y las arbitrariedades. Por eso los enemigos del “populismo” prefieren operar en las sombras para poder mantener a raya las demandas de la mayoría. Desde luego, no es el único medio de que se valen para ello. También se esfuerzan en mantener a la población en la ignorancia de los variados artilugios a través de los cuales se generan impresentables situaciones de privilegio. Ciertamente no sería legítimo que la mayoría pretendiese desconocer los derechos civiles y políticos de la minoría. Pero es algo completamente distinto que esa minoría pretenda, al amparo del “elitismo” actualmente existente, que sus intereses imperen sobre los de la inmensa mayoría. De allí que la campaña contra el “peligro del populismo” no pasa de ser, en realidad, una estratagema de los poderes fácticos existentes para desacreditar por anticipado cualquier posibilidad de un avance democrático genuino que termine por disolver definitivamente el sistema político corrupto y la mascarada de democracia con que mantienen en pie los escandalosos privilegios de que han gozado hasta hoy desde la época de la dictadura.
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