Hacia el final del siglo XIX todo indicaba que el mundo se encaminaba hacia una catastrófica conflagración bélica global. Las grandes potencias europeas se enfrentaban de manera creciente en una insaciable competencia imperialista por la adquisición de colonias en ultramar y por quien conquistaba la mayor hegemonía en el propio continente europeo. Las amenazas de guerra y los conflictos efectivos surgían por doquier y la carrera armamentista terrestre y naval se generalizaba. Se imponía a parejas una cultura de creciente nacionalismo, chauvinismo y militarismo; y, a la vez, las élites mundiales disputaban en triunfalismo y en una actitud de total irresponsabilidad frente a los muy probables desastres que traería una gran guerra europea y mundial.
Incluso se generó un creciente movimiento antibélico que se anidó fundamentalmente en las organizaciones sindicales europeas y en los partidos políticos de carácter socialista. Todavía no se bifurcaban los partidos comunistas y los socialdemócratas, lo que sucedió posteriormente del triunfo de la Revolución bolchevique. Hasta se efectuaron congresos internacionales contra la guerra. Sin embargo, la dinámica generada por los imperialismos rivales no pudo ser revertida; y, como es sabido, el mundo cayó en una gran catástrofe bélica. Además, aquello fue seguido por una segunda guerra mundial, más universal, mortal y desastrosa aún; ya que fue combinada con una guerra ideológica entre el comunismo y el fascismo.
Hoy estamos a nivel mundial frente a una nueva catástrofe inminente; la que de hacerse realidad puede llegar a ser muchísimo peor que la de la primera mitad del siglo XX. Se trata del verdadero desastre climático que ya estamos sufriendo, pero que de acuerdo a las previsiones científicas -de no pararlo- puede llegar a destruir virtualmente la civilización humana. Ya vemos como las alzas de temperatura promedio y la enorme y progresiva contaminación atmosférica y del planeta están provocando gigantescos desastres naturales: sequías inéditas; desertificación de regiones enteras; monumentales pérdidas de glaciares y desprendimientos de hielos polares; profusión de tormentas de arenas, de lluvias intensas y granizos, de inundaciones y aluviones, y de huracanes y tornados cada vez mayores; dramáticas disminuciones de bosques y de la cantidad del agua; extrema polución del aire, tierra, ríos, lagos y océanos; extinción de especies animales y vegetales; gran mortandad de ganado; peligrosísima acidificación y aumento del nivel del mar; etc. Y todo esto está llevando ya a numerosas pérdidas de vidas humanas; a la inseguridad creciente de poblaciones; a la necesidad de migraciones masivas por las nuevas situaciones de miseria consiguientes; y al riesgo cada vez mayor que sufren millones de seres humanos que viven en zonas costeras e incluso en islas virtualmente condenadas a desaparecer.
Precisamente, recién se ha dado a conocer el último informe del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC) de Naciones Unidas, en el que en base a miles de investigaciones oceánicas se concluye que “el derretimiento de los hielos y el aumento del nivel del mar ya son irrefrenables” (El Mostrador, Marco Fajardo; 26-9-2019); y su portavoz, la científica Lisa Speer, señala que “si no cambiamos, podemos enfrentar un futuro apocalíptico”, recalcando que “toda la vida depende del océano, si pierde su capacidad de sostenernos estaremos ‘fritos’” (Ibid.).
Asimismo, se ha dado a conocer el último informe de la Organización Metereológica Mundial (OMM), el que destacó que “el quinquenio 2015-2019 va en camino a convertirse en el más cálido jamás registrado; que la cantidad de hielo que se pierde al año del manto helado de la Antártida se sextuplicó, como mínimo, entre 1979 y 2017; que desde el inicio de la era industrial, la acidez de los océanos ha experimentado un crecimiento general del 26%; y que en 2017 la concentración de CO2 en la atmósfera alcanzó el 146% frente a valores preindustriales (anteriores a 1750)” (El Mostrador, Marco Fajardo; 30-9-2019).
Y el jefe del Programa Mundial Climático de Datos y Monitoreo de la OMM, Omar Baddour, especificó que “el aumento del nivel del mar se está acelerando lo que significa que el riesgo de inundación de áreas de tierra bajas está aumentando con el tiempo (lo que significa un peligro para el 20% de la población chilena que vive en áreas costeras)” y que “la combinación de aumento del nivel del mar, hace que las tormentas sean más devastadoras en las áreas costeras, dañando los puertos, instalaciones pesqueras y viviendas de los pescadores”. Agregó, que “el calentamiento de los océanos ya ha causado graves daños a la flora y fauna marina como los corales”, y que “esto tiene dramáticas consecuencias en la reserva y diversidad de peces. La reducción del nivel de oxígeno en el océano y la acidificación del mar afectan la vida marina como un todo” (Ibid.).
Baddour concluyó señalando que “estas no son buenas noticias para nada”, aunque añadió que “una drástica reducción en la emisión de CO2 y una rápida transición a una economía descarbonizada ayudará a ahorrar tiempo y disminuir los riesgos de los escenarios más devastadores”. También, señaló que todos podemos contribuir significativamente a evitar la catástrofe: “La única manera de revertir la tendencia es disminuyendo la demanda de carbón antes de alcanzar el punto de inflexión de muchos indicadores climáticos, que se encuentran en grado naranja, cuando no rojo”. Y que “la electricidad y la calefacción contribuyen con un 25% de las emisiones de CO2, el transporte entre 14% y 25%, y la industria en un 20%”, por lo que “la gente común puede optimizar el uso de estos factores” (Ibid.).
Evidentemente que el factor de fondo de este nefasto proceso lo constituye el modelo de desarrollo de un productivismo extremo y de maximización ilimitada de ganancias privadas que los grandes poderes económicos han logrado establecer mundialmente desde la Revolución Industrial. Ha sido tal el poder político y la hegemonía cultural que aquellos han conseguido, que, pese a que desde hace décadas ha habido crecientes evidencias científicas del progresivo desastre ecológico de dicho modelo de desarrollo, éste se ha mantenido virtualmente incólume, conduciéndonos al borde del apocalipsis planetario. Por tanto, si no somos capaces -¡y rápidamente!- de sustituir ese modelo económico y valórico, por uno donde se privilegie el bien común -social y ambiental- es prácticamente seguro que la humanidad desaparecerá de la faz de la tierra en cuanto sociedad civilizada.
Por cierto, que no será para nada fácil salvar la civilización. La tendencia de quienes acumulan poder y privilegios es a mantenerlos por cualquier medio. Y no sólo por un egoísmo desmesurado, sino también por el natural autoengaño que se produce en el ser humano cuando se trata de preservar situaciones humanas y sociales con las que uno está satisfecho, y a las que uno está profundamente acostumbrado y que considera plenamente legítimas. De este modo, tenderán a convencerse a sí mismos de que las evidencias científicas no son tales o, que al menos, son muy exageradas; por lo que considerarán que cambios menores dentro de la conservación del mismo modelo de desarrollo, bastarán para evitar el desastre y permitirán que la humanidad continúe con el creciente progreso material experimentado efectivamente desde hace dos siglos.
Por otro lado, buscarán desacreditar a los científicos como exagerados y, especialmente, a quienes lideren una lucha para hacer efectivo lo antes posible el cambio del modelo económico vigente. Ya estamos viendo como ha empezado una despiadada campaña de desprestigio en contra de la voz mundial más connotada en este sentido: la de la adolescente sueca Greta Thunberg, que se ha ganado la admiración mundial por su notable liderazgo en la materia. Y, por cierto, en la medida que se fortalezca un movimiento mundial por el cambio del modelo, las resistencias de los principales detentadores del poder y las riquezas aumentarán significativamente.
Además, que en los últimos dos siglos se ha consolidado un pensamiento, pretendidamente científico, que le ha atribuido a la búsqueda de maximización del beneficio personal -por sobre cualquier otra consideración- una excelencia dogmática. A tal punto, que dicha búsqueda egoísta redundaría misteriosamente en el máximo bien común obtenible. Este pensamiento liberal-individualista se ha querido hacer pasar con notable éxito como una ciencia, como “la ciencia económica”. En esto desempeñó un papel fundamental el considerado padre de esta disciplina, el pensador escocés Adam Smith (1723-1790). Quizás su texto más paradigmático lo encontramos en su obra de 1776: Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, donde señala que “como cualquier individuo pone todo su empeño en emplear su capital en sostener la industria doméstica, y dirigirla a la consecución del producto que rinde más valor, resulta que cada uno de ellos colabora de una manera necesaria en la obtención del ingreso anual máximo para la sociedad. Ninguno se propone, por lo general, promover el interés público, ni sabe hasta qué punto lo promueve (…) sólo piensa en su ganancia propia; pero en éste como en muchos otros casos, es conducido por una mano invisible a promover un fin que no entraba en sus intenciones. Mas no implica mal alguno para la sociedad que tal fin no entre a formar parte de sus propósitos, pues al perseguir su propio interés, promueve el de la sociedad de una manera más efectiva que si esto entrara en sus designios” (Fondo de Cultura Económica, México, 2012; p. 402).
Pero, más grave aún, en el último tiempo se ha dado una tendencia global en el mundo de la “centro-izquierda” a ir aceptando cada vez más esta visión individualista liberal. Quizás, donde ello se ha hecho más extremo ha sido en Chile, donde la centro-izquierda (“Concertación de Partidos por la Democracia”) -de acuerdo al máximo teórico de dicho conglomerado político, Edgardo Boeninger,- llegó, a fines de los 80, a una inconfesable convergencia con el pensamiento económico de la derecha: “convergencia que políticamente el conglomerado opositor no estaba en condiciones de reconocer” (Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad; Edit. Andrés Bello, Santiago, 1997; p. 369). Y Boeninger especificó que “en este proceso de convergencia económica tuvo significación el acercamiento que se fue produciendo entre los economistas profesionales. En un primer momento fueron los economistas democratacristianos los que, en contraste con las décadas del 60 y 70, pasaron a hablar un lenguaje técnico similar y a compartir conceptos teóricos con los economistas liberales. Contribuyó a ello, sin duda, la cada vez más frecuente formación común en universidades norteamericanas de las que habían ido desapareciendo los enclaves anticapitalistas tipo Paul Baran y Paul Sweezy, para dar paso a una clara hegemonía cultural de la economía de mercado y las ideas más liberales” (Ibid.).
En seguida, Boeninger agregó que “la inserción de una gran mayoría de economistas en un marco común de análisis se fue extendiendo a los teóricos de ideología socialista, a medida que el exilio hizo a muchos conocer y valorar las prácticas capitalistas de Europa Occidental, en tanto que otros se desilusionaron en el contacto directo con la mediocre realidad de la economía estatizada y las limitaciones de la planificación centralizada. Las nuevas generaciones de izquierda tuvieron también acceso a universidades europeas y norteamericanas” (Ibid.). Además, el ideólogo señaló que “la incorporación de concepciones económicas más liberales a las propuestas de la Concertación se vio facilitada por la naturaleza del proceso político en dicho período, de carácter notoriamente cupular, limitado a núcleos pequeños de dirigentes que actuaban con considerable libertad en un entorno de fuerte respaldo de adherentes y simpatizantes” (Ibid.; pp. 369-70).
Con los años la derechización de la Concertación se hizo evidente y confesable. A tal punto que en 1999 el connotado pensador del mundo PS-PPD, Eugenio Tironi, en notable resonancia del pensamiento de Adam Smith, planteó que “la sociedad de individuos, donde las personas entienden que el interés colectivo no es más que la resultante de la maximización de los intereses individuales, ya ha tomado cuerpo en las conductas cotidianas de los chilenos de todas las clases sociales y de todas las ideologías. Nada de esto lo va a revertir en el corto plazo ningún gobierno, líder o partido” (La irrupción de las masas y el malestar de las elites. Chile en el cambio de siglo; Edit. Grijalbo, Santiago; p. 36). Y agregó -¡justo cuando Pinochet estaba detenido en Londres y el gobierno de Frei Ruiz-Tagle hacía todos los esfuerzos imaginables para impedir que fuera juzgado en España!- que “las transformaciones que han tenido lugar en la sociedad chilena de los 90 no podrían explicarse sin las reformas de corte liberalizador de los años 70 y 80” (Ibid.; p. 60); y que “Chile aprendió hace pocas décadas que no podía seguir intentando remedar un modelo económico que lo dejaba al margen de las tendencias mundiales. El cambio fue doloroso, pero era inevitable. Quienes lo diseñaron y emprendieron mostraron visión y liderazgo” (Ibid.; p. 162).
Poco después, quien fue ministro de Hacienda de Aylwin, senador y presidente del PDC, y canciller de Michelle Bachelet, Alejandro Foxley, efectuó un verdadero panegírico de Pinochet y del modelo liberal extremo que aquel impuso en Chile: “Pinochet realizó una transformación, sobre todo en la economía chilena, la más importante que ha habido en este siglo. Tuvo el mérito de anticiparse al proceso de globalización que ocurrió una década después, al cual están tratando de encaramarse todos los países del mundo. Hay que reconocer su capacidad visionaria y la del equipo de economistas que entró en ese gobierno el año 73, con Sergio de Castro a la cabeza (…) que fueron capaces de persuadir a un gobierno militar (…) de que había que abrir la economía al mundo, descentralizar, desregular, etc. Esa es una contribución histórica que va perdurar por muchas décadas (sic) en Chile y que, quienes fuimos críticos de algunos aspectos de ese proceso en su momento, hoy lo reconocemos como un proceso de importancia histórica para Chile, que ha terminado siendo aceptado prácticamente por todos los sectores. Además, ha pasado el test de lo que significa hacer historia, pues terminó cambiando el modo de vida de todos los chilenos, para bien, no para mal. Eso es lo que yo creo, y eso sitúa a Pinochet en la historia de Chile en un alto lugar. Su drama personal (sic) es que, por las crueldades que se cometieron en materia de derechos humanos en Chile en ese período, esa contribución a la historia ha estado permanentemente ensombrecida” (Cosas; 5-5-2000).
Naturalmente, que la consolidación del modelo neoliberal extremo fruto de estas concepciones, ha generado un exultante reconocimiento de la derecha nacional e internacional. Y particularmente aquellos reconocimientos se han dirigido al presidente de quien menos podría haberse esperado ese giro copernicano: el socialista Ricardo Lagos. Así, el presidente de los grandes empresarios chilenos, Hernán Somerville, señaló, a fines de 2005, que “mis empresarios todos lo aman (a Lagos), tanto en APEC (Foro de Cooperación Económica de Asia Pacífico) como acá (en Chile), porque realmente le tienen una tremenda admiración por su nivel intelectual superior y porque además se ve ampliamente favorecido por un país al que todo el mundo percibe como modelo” (La Segunda; 14-10-2005).
A su vez, el destacado empresario y economista, César Barros, el día final del gobierno de Lagos escribió que “un grupo de amigos empresarios que denominaban a Don Ricardo ‘El Príncipe’ (tanto por aquello de Maquiavelo como por ser el primer ciudadano de la República) han optado en llamarlo de ahora en adelante, ‘Zar de todos los Chiles’ (…) Antes de este gobierno, los empresarios repetían el padrenuestro del rol subsidiario del Estado (…) Y por lo tanto, un príncipe socialista sólo podría hacernos daño. Pero el hombre, trabajando con cuidado y con inteligencia, los convenció de que estaba siendo el mejor Presidente de derecha de todos los tiempos; y el temor y la desconfianza se transformaron en respeto y admiración” (La Tercera; 11-3-2006).
Aunque quizá el más significativo y revelador ha sido el reconocimiento del adlátere de Milton Friedman en la Escuela de Chicago, Arnold Harberger, quien señaló en 2007 “que estuve en Colombia el verano pasado participando en una conferencia, y quien habló inmediatamente antes de mí fue el ex presidente Ricardo Lagos. Su discurso podría haber sido presentado por un profesor de economía del gran período de la Universidad de Chicago. El es economista y explicó las cosas con nuestras mismas palabras. El hecho de que partidos políticos de izquierda finalmente hayan abrazado las lecciones de la buena ciencia económica es una bendición para el mundo” (El País, España; 14-3-2007).
Ciertamente que la derechización de la centroizquierda chilena ha sido la más extrema a nivel mundial, pero la tendencia en esa dirección ha sido global y constituye uno de los mayores obstáculos para la necesaria sustitución del modelo económico universal que nos ha llevado al borde de la catástrofe. Obviamente, si quienes se presentan como los promotores del cambio social lo que hacen es consolidar el orden vigente y no surgen nuevos actores políticos que busquen sustituirlo realmente, las perspectivas serán muy sombrías…
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