Desde fuera tiende a verse lo que sucedió en Puerto Rico, cuando movilizaciones masivas forzaron la renuncia de su gobernante, como una revolución y un ejemplo al mundo de rebeldía popular. Noción con la que no estoy de acuerdo pues la misma parte de supuestos que, contrastados con la historia reciente, no se sostienen más allá de lo aparente. Y además, tiende a dejar por fuera complejidades y claroscuros que hacen parte este tipo de procesos. Las movilizaciones masivas, en sí mismas, como demostró la llamada “Primavera Árabe”, no implican necesariamente un salto adelante en los pueblos.
Hoy en Egipto hay un gobierno tan corrupto y autoritario como el que salió tras las protestas de 2011. Como en el caso egipcio, muchas veces esas movilizaciones no tienen una traducción política clara, y antes bien, generan vacíos que son política y culturalmente capitalizados por sectores retardatarios (generalmente atravesados por grupos religiosos ultraconservadores, así como elementos militares y neoliberales) que tienen recursos y están organizados. Asimismo, son procesos que tienen un fuerte componente de impulso por medio de redes sociales: un ámbito de manipulación mediante algoritmos y colocación de mensajes que se viralizan con facilidad, y detrás del cual operan actores imperiales y multinacionales para nada revolucionarios. Lo sucedido en Puerto Rico, así las cosas, hay que verlo desde un acompañamiento crítico y no desde voluntarismos y emocionalidades más bien ingenuas que reproducen falsas verdades.
Proponemos, para sustentar nuestra propuesta, tres claves fundamentales para entender la actual coyuntura en Puerto Rico.
El gobierno estadounidense y las élites internas de la colonia
Las movilizaciones contra Ricardo Roselló tuvieron tres vectores: la corrupción generalizada recientemente descubierta en su gobierno lo que desencadenó acusaciones judiciales contra personajes claves de su administración; el malestar acumulado en la población por la gestión insensible, ineficaz y torpe que hizo el gobierno en la catástrofe del huracán María en 2017; y la develación de un chat entre Roselló y varios de sus principales colaboradores donde se burlaban de los muertos del huracán, la comunidad LGBTTTIQ, los pobres y proferían insultos contra diversas figuras del acontecer puertorriqueño. En primera instancia, se podría decir que los puertorriqueños, a contracorriente de su historia de pasividad y desmovilización, esta vez cambiaron decidiendo ir contra su gobernante y su grupo; a quienes finalmente sacaron. Esa sería la lectura, digamos, más simple. Sin embargo, hay mucho más ahí y no todo es bueno.
Desde una lectura cultural y de relaciones de poder, la situación contra Roselló también reforzó el régimen colonial y de colonialidad en el que está inserto Puerto Rico. En el que, mientras más «corrupción» haya en la isla, más intervención estadounidense debe haber para «castigar» a los «políticos corruptos» locales; esto es, por medio de estructuras como el tribunal federal de San Juan y los síndicos federales que se nombran en el Congreso estadounidense (donde los puertorriqueños no tienen voz ni voto) se refuerza esa relación de control y dominio sobre la población isleña. Y, a su vez, esto profundiza la mirada civilizatoria que los factores de poder de Estados Unidos fijan sobre la isla: como “no se saben gobernar” los locales pues necesitan que nosotros hagamos las cosas. Lo cual se acompaña de una narrativa de que «sin los federales se lo robarían todo los políticos puertorriqueños». Así, el sentido común que naturaliza y justifica la colonia se refuerza. La dimensión de cultura e imaginarios que sustenta todo régimen colonial, a nuestro criterio, salió fortalecida de este proceso en la isla.
La relación colonia/metrópolis en Puerto Rico es altamente compleja. Inscrita en una lógica que opera de manera sinuosa en tanto que muy asentada. El poder imperial estadounidense sobre la isla se cuida de que no se vea de manera abierta. Mientras menos visible es más efectivo. Funciona como una cotidianidad donde se dan por normales, e incluso naturales, mecanismos de dominio que permiten que en la isla nada de lo fundamental se pueda alterar sin la anuencia del poder estadounidense. En ese contexto, la instauración de la Junta de Control Fiscal en 2016, un ente federal que directamente controla las financias públicas de la isla, al principio parecía ir contra la lógica de la colonia al ser un modo de dominio tan abierto. No obstante, y aquí entran las élites locales, el marco de relaciones de poder internas se adaptó rápidamente a la junta. Las élites coloniales, a través de sus medios de comunicación y partidos políticos, presentaron la junta como un “mal necesario” con el cual más bien había que cumplir para que “se fuera pronto”. Así, la junta se entendió como una solución dentro de la crisis. En las colonias opera mucho la lógica del adentro y afuera: adentro la normalidad colonial como mentalidad y cotidianidad y afuera lo que “no es normal”. La junta, así las cosas, fue asumida como parte de lo de adentro. Lo que es normal.
En las movilizaciones no hubo reclamos articulados contra la junta. Esto es, contra las condiciones de posibilidad que la viabilizan y sustentan. El marco colonial y de colonialidad de la isla, en el que, por un lado, existe un fuerte régimen de dominio por parte de Estados Unidos, y por otro, una cultura y mentalidad que lo naturaliza e invisibiliza sus mecanismos. Dentro del cual operan unas élites internas que, en tanto intermediarias del poder colonial, sustentan la colonia y la colonialidad con las narrativas que instauran y su hábil acomodo a las diferentes coyunturas. A su vez, las condiciones de posibilidad de esas élites, que propician que una minoría privilegiada sea la única con acceso al poder colonial en la isla (sector al que pertenece el defenestrado Roselló; de lo contrario sería imposible que un personaje de tan bajo nivel como él llegara adonde llegó), siguen intactas en la isla. Y para nada han sido cuestionadas estos días.
La puertorriqueñidad colonial
Luis Muñoz Marín, fundador del Partido Popular Democrático (PPD), junto a una generación de grandes figuras políticas e intelectuales, instauró, en el contexto del Puerto Rico de los años 40 y 50 del siglo pasado, una idea de puertorriqueñidad que persiste hasta hoy. En medio de la necesidad de articular un discurso que contrarrestara los reclamos de independencia en un Puerto Rico de extrema pobreza y crispación social, Muñoz Marín, siempre operando en favor de los intereses de la metrópolis, propuso un relato de lo puertorriqueño enmarcado en la lógica de los mejor de los mundos: donde se narraba un puertorriqueñismo evocativo de jíbaros (campesinos) nobles y paisajes bucólicos de la montaña del centro de la isla. En un pasado bueno. Esto se conjugó con una aspiración al desarrollo y progreso que encarnaba lo americano. Así, se podía ser puertorriqueño en lo cultural y folclórico, y, al mismo tiempo, aspirar a una vida desarrollada que garantizaba la adhesión a Estados Unidos en tanto referente del progreso y lo más civilizado. Una identidad anclada, por un lado, en un pasado en el que descansaba la esencia del ser puertorriqueño, y por otro, en una proyección al futuro constituyente de lo americano. Por tanto, la puertorriqueñidad colonial entraña muchas ausencias pues se constituye de dos miradas (una hacia lo pasado y otra a lo futuro) donde el presente queda como algo vacío.
Esa idea de puertorriqueñidad, desde los años 50 del siglo pasado, a través de programas de desarrollo que lanzó el gobierno estadounidense para, en el marco de la Guerra Fría, presentar a Puerto Rico como un ejemplo de éxito capitalista frente al comunismo, tuvo bases materiales que la sustentaron. Pero no por mucho tiempo. Una vez cambió la geopolítica mundial con la caída de la Unión Soviética, y la instauración del capitalismo como único posible en el mundo, la isla perdió sentido estratégico en el nuevo diseño imperial de Estados Unidos. Y así, desde finales de los 90 y principios de los 2000 (fundamentalmente a partir de 2006), la isla vive en medio del estancamiento económico, empobrecimiento de su población y una migración hacia suelo estadounidense sin precedentes. Mientras la isla no alcanza los 3,5 millones de habitantes, en Estados Unidos viven más de cinco millones de boricuas.
La puertorriqueñidad colonial no precisa, forzosamente, de bases materiales para sostenerse (comporta una parte de imaginario, en lo referente a lo puertorriqueño con su esencia en un pasado ideal, y otra de aspiración en lo concerniente a lo americano como proyección al futuro). Por tanto, ese marco identitario sigue muy presente en la manera en que el puertorriqueño promedio construye su realidad y sentido común. De ahí que sea una identidad que asume la mayoría de los fanáticos del Partido Nuevo Progresista (PNP), organización que propone que la isla sea un estado federado de Estados Unidos. E igualmente muchos independentistas. El lugar desde el que ambos sujetos enuncian y se asumen así mismos, es específicamente colonial.
La incorporación de los sujetos racializados en las movilizaciones
El elemento de mayor radicalidad de las movilizaciones probablemente fue la participación de sectores racializados y excluidos de las barriadas y caseríos. Ello fue lo que las hizo masivas, y también, lo que amplificó, más allá de las clases medias formalmente educadas, el pedido de renuncia contra Roselló. Son los sectores de la masa puertorriqueña que históricamente no participa de protestas; que solo se moviliza dentro de los partidos tradicionales (sobre todo el PNP) en tanto es un sector lumpenizado que tiende a no sentirse representado en reclamos de ese tipo. Y sí en la disputa partidista local, por medio de emocionalidades y la promesa del progreso y ayudas federales que encarnan o bien el ELA (Estados Libre Asociado) y/o la estadidad. Pero esta vez sí participaron. Posiblemente, (es muy temprano para sacar conclusiones definitivas) lo hicieron porque fue la población más golpeada por la ineficiencia y desidia gubernamental tras el huracán. Es gente que estuvo largos meses sin luz ni agua potable en sus barriadas; que no figuró en las prioridades de recuperación y que puso gran parte de los sobre cuatro mil muertos que dejó el fenómeno atmosférico. Una masa empobrecida (en Puerto Rico más del 40% de la población vive en la pobreza) que calló y aguantó esa molestia, pero que, aparentemente, esperaba algún cause para expresarla.
Es la mayoría que las élites de la colonia, desde antes de la llegada de los estadounidenses en 1898, desprecia y racializa. Que tiene vedado alcanzar las altas esferas del poder colonial por su condición de clase y raza no blanca (ni fenotípica ni culturalmente). A la cual se le hace difícil educarse, pues debe asistir a escuelas públicas mal administradas por un sistema inoperante que el partidismo colonial utiliza como parte del botín para el que gana las elecciones.
El hecho de que esta masa asistiera, y, por momentos, simbólicamente liderara con su espontaneidad las movilizaciones, fue en sí mismo radical. Ahora bien, si esto no tiene traducciones políticamente articuladas en el mediano plazo tan solo será un momento de emotividad. Y he ahí uno de los grandes desafíos de las protestas y de eso que desde afuera se vio como una “revolución”: traducir políticamente ese malestar popular para que tenga la capacidad organizativa y cultural de tensionar el régimen colonial. Esto es, de convertirse en estructuras que es lo que finalmente hace que cambie lo fundamental y que las cosas se mantengan en el tiempo. Los momentos vienen y van pero son las estructuras (las instituciones) las que permanecen. Y en una colonia las estructuras, o lo que es lo mismo, la institucionalidad son profundamente coloniales (en lo material y simbólico). De momento, las movilizaciones han bajado, ya pasó parte del fervor popular que obligó a renunciar a Roselló; sin embargo, en contrapartida, la institucionalidad colonial sigue. Así como las bases culturales y políticas que la sustentan.
Conclusiones
Por tanto, el desafío en Puerto Rico es lograr una traducción políticamente articulada de las protestas que tenga la fuerza suficiente para realmente tensionar el régimen colonial. Y que sea una articulación policlasista que incorpore desde el sujeto racializado de las mayorías, hasta elementos de la clase media más ilustrada y políticamente consciente. Con la capacidad de ir instaurando las condiciones de posibilidad para que surja un sentido común que cuestione la colonia. Que dispute espacios simbólicos y estructurales al régimen colonial. Las colonias se mantienen en la medida de que persiste la normalidad colonial, la cual, a su vez, opera aplacando molestias y direccionando todo hacia un estado de tranquilidad en el que no se altera lo fundamental. En Puerto Rico se debe romper esa tranquilidad colonial. No es extraño, así, que tras las protestas medios fundamentales en sostener la colonia como el Nuevo Día estén llamando a “regresar a la normalidad” y a la “calma”. Esa normalidad y esa calma son lo que se debe romper.
Romper con ello será hacerlo con el régimen colonial y con sus élites internas que lo legitiman, normalizan y sostienen. De igual forma, implicará superar la trampa de la puertorriqueñidad colonial con su idea identitaria carente de presente y agencia. Y que encierra al puertorriqueño en la lógica de lo mejor de los dos mundos, cuando, realmente, vive en lo peor de dos mundos.
¿Revolución en Puerto Rico? Puede que se esté gestando. Y, como proceso, se vaya construyendo en medio de tensiones y dando pasos hacia atrás y adelante. Esperemos que sí. De lo contrario la aparente “revolución” habría sido solo un momento. Un momento en un régimen colonial que lleva 121 años existiendo.
*Fuente: AlaiNet
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