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detenido
Caifás, preguntándole el RUT a un tal Jesús de Nazareth…

Mayo 2018
-Su pasaporte tiene problemas, don Rafael. Está retenido por alguna anomalía… Tiene que averiguar en la Unidad de Policía Internacional, en calle Mapocho…

(Era agraciada la niña del Registro Civil, después de todo).

Don Rafael guardó el comprobante en su carpeta y la introdujo en su ajado maletín de contable. Se ajustó la corbata y emprendió la marcha hacia el norte, por calle Bandera. Un agradable calorcillo otoñal le transportó al viaje inminente… Dos esbeltas morenas de ensortijados cabellos le sonrieron desde la puerta de un bar.

El funcionario de Investigaciones le pidió la cédula de identidad y el recibo documentario del pasaporte en proceso. Tecleó el número en el computador, para acercarse luego a una gaveta y extraer de ella un voluminoso expediente.

-Don Rafael, acompáñeme al segundo piso.

El contable subió las anchas escaleras tras el funcionario. Arribaron a una amplia sala, frente a cuya puerta se erguía la figura imponente de un policía de la PDI. Don Rafael miró la pistola asomada a la cartuchera y dijo para sí: -“Es una Browning 7.65, con cargador doble, lo que da doce tiros en repetición; estos policías no tienen plata para comprar la pistola Glock 17, muy superior en rendimiento y duración, pero cuesta mil doscientos dólares la unidad”.

-Don Rafael, está usted detenido… Siéntese en esa banca.

-¿Cuál es la razón? –inquirió el contable, ya aventada la primera sorpresa.

-Giro doloso de cheques.

-Imposible… Hace una década que no tengo cuenta corriente.

-Aquí está la orden, señor; es un cheque sin fondos, protestado por el Citibank, en octubre de 1989.

Don Rafael hizo memoria. Dieciséis años atrás, talvez en la última operación fallida de su efímero sello editorial, había dejado a la ejecutiva del banco un cheque en garantía por un préstamo insoluto. El documento se protestó, claro, por “falta de fondos”. Pero recordó también que su hermano, próspero empresario, lo había pagado, junto a una decena más de cheques “rebotados”. Se acercó al detective de la puerta y solicitó permiso para efectuar una llamada.

-Concedido.

La banca era larga. Cabrían sentados en ella entre doce a quince individuos. Era similar a las que acomodaban en la Chacra El Olivo, frente a los grandes tablones que servían de mesa, para que acogieran a veintiocho primos en el feliz condumio del domingo. Pero aquí no había parientes, sino una docena de sujetos en parecido trance de grave incumplimiento.

Don Rafael abrió su maletín y extrajo El Libro del Desasosiego, de Fernando Pessoa, en edición portuguesa, y reanudó la tercera o cuarta lectura de aquella querida obra de cabecera.

-¿Quién es don Rafael? –gritó una voz bronca y pastosa.

-Yo soy…

-Ah, parece que usted es persona importante, don Rafael, porque he recibido ya tres llamadas de sus hermanos y de un abogado… Acompáñeme, por favor.

El contable caminó tras el subprefecto, hasta su despacho. El jefe, grueso y rubicundo, lucía el rostro rojizo del dipsómano. Se reclinó en la silla giratoria, apoyó ambas piernas sobre el extremo izquierdo del escritorio.

-Don Rafael, parece que usted tiene santos en la corte.

-¿A qué se refiere, señor?

-Seamos claros. Este asunto puede solucionarse ahora mismo.

-Pero me dijeron que hay que retirar el comprobante de pago del archivo judicial; entiendo que ese trámite tarda cuarenta y ocho horas, según me informara el abogado.

-Mire, don Rafael, basta que aceitemos la maquinita… Usted sabe que todas las máquinas requieren aceite para moverse de acuerdo a nuestros propósitos…

-En mi caso, señor, no me queda aceite ni en la alcuza de mi casa.

El contable retornó, cabizbajo, a su lugar en la banca. Habían llegado dos nuevos comensales –pensó, aunque aquí no había mesa ni menos aquellos aromas que parecían anunciar otrora el advenimiento del paraíso de Dionisos, bajo la invocación ejecutoria de la abuela: -“Xa está o xantar, todos á mesa”. Se dio cuenta del error cometido ante el subprefecto. Si hubiese meditado antes de soltar la frase, el desenlace pudiera haber sido distinto… Digamos, un acuerdo por cien o doscientos mil pesos, que su hermano desembolsaría enseguida. Pero era tarde; las palabras solían cabalgar para él con torpe antelación a los hechos.

Miércoles. Abril nuboso y frío; se había esfumado el calorcillo, con la celeridad de un amor veraniego. Las horas pasaron al ritmo de las páginas del querido contable lisboeta, preso también, pero en la oficina de comercio de su patrón Méndes, en la Rúa dos Douradores… Un enorme reloj redondo marcaba las 8:00 P.M., las 20:00 horas en traducción vespertina. Quedaban tres penitentes en la banca, contando a Don Rafael.

Apareció en el umbral el funcionario anfitrión que le recibiera por la mañana.

-Don Rafael, ya es tarde para el traslado a la penitenciaría. Tendrá que pasar la noche en una celda de calle General Mackenna; al menos no estará solo, porque contamos ya con dos inquilinos.

El contable entró en el cubículo enrejado. Dos anchas bancas adosadas al muro norte y sur. Al centro, una letrina ovalada, como fuente equívoca de aguas nauseabundas. A la izquierda, entre las sombras dibujadas por la ampolleta del pasillo, dos figuras humanas que se acercaron para escrutarle. Un carterista internacional y un cogotero iban a ser esa noche sus dilectos anfitriones.

-¿Así que llegaste aquí por estafa –dijo el carterista, con insolente desenfado.

-No… Por un error de procedimiento.

-Eso dicen todos los huevones –terció el cogotero.

-¡Así que comerciante! –insistió el carterista.

-No soy comerciante, sino escritor, y estoy preso por un cheque en garantía que entregué al banco, cuando quebró mi editorial… Sí, yo imprimía libros; esto pasó hace más de quince años…

Se produjo un silencio incómodo. El contable escuchaba junto a él la respiración entrecortada del carterista, contigua, demasiado cercana para obviar un hálito a vino rancio y ajo crudo.

-¿Y cómo se llama usted? –inquirió el cogotero.

Don Rafael dijo su nombre literario de batalla, el que omitía el apellido materno, como le recomendara el narrador Walter Garib.

-Nunca lo había escuchado –dijo el carterista.

-Tampoco yo –dijo el cogotero… Y conste que leo, porque mi padre era un tipógrafo anarquista y en nuestra casa de Carrascal teníamos una nutrida biblioteca… ¿Usted habrá leído Hijo de Ladrón, de Manuel Rojas?

-¿Para qué preguntas huevadas? –interrumpió el carterista. Por supuesto que tiene que haberlo leído, ¿verdad, Don Rafael?

El contable apreció enseguida un cambio radical en el trato de ambos camaradas de infortunio. Reflexionó, sin decirlo, que el mundo del hampa considera mucho más al intelectual o al artista –si se quiere- que el ámbito de las altas finanzas o los negocios… El carterista le alargó un vaso plástico rebosante de café, mientras el cogotero le extendía un chalón sobre la banca-litera del lado norte.

-Aquí hace menos frío, don Rafael… Queda usted al reparo de la ventana.

-En París, las cárceles tienen calefacción –dijo el carterista.

Y luego narró dos o tres anécdotas que le parecieron interesantes al contable. Aunque lo más curioso fue para él la profesión de fe católica de aquel transgresor internacional de las leyes que resguardan la propiedad.

-Tengo dos hijas en colegio católico, porque para mí es básica la formación en los buenos principios de convivencia cristiana –ponderó el carterista, y el reforzamiento de los valores, por supuesto… En cuanto salga de aquí, cumpliré una manda de rezar mil avemarías y quinientos padrenuestros en la iglesia de Santo Domingo. Yo soy muy devoto de la Virgen, don Rafael.

Con un rápido gesto, desabrochó su camisa y exhibió un seboso escapulario de la Virgen del Carmen.

-Yo no creo en nada –afirmó el cogotero. Pero admiro los avances científicos y la inteligencia humana. Mi mujer me dice que soy un “ateo tecnologizado”. ¿Suena bien, verdad?

Don Rafael agachó la cabeza, cerrando los ojos. No se sintió identificado con ninguna de aquellas proposiciones afirmativas. Pensó: “¿Qué haría Fernando Pessoa en mi lugar?”. No fue capaz de responderse. Luego, recordó la admonición habitual de su abuela chilena: “Hágase valorar, hijo, usted no es cualquier persona, tiene el don inconfundible de todo hidalgo y debe llevarlo siempre consigo”.

Una semana más tarde el escritor-contable viajó a Galicia, como tenía programado antes del traspié carcelario de su pasaporte. Debía firmar un convenio de colaboración cultural con el gobierno autónomo de Galicia y una de las escasas universidades públicas de Chile.

Arribó a Santiago de Compostela una tarde de fines de abril. Caía esa lluvia menuda, el orballo, que también llaman calabobos, porque sin que te des cuenta, te cala hasta los huesos. Se alojaría en el Hostal de Marcelino y Carmen, en la rúa Doctor Teixeiro, merced a la reserva oficial asignada.

A la mañana siguiente, le esperaba en la puerta del hotel un gran automóvil azul, para llevarle al Pazo de Raxoi. El conductor era un tipo alto, macizo y cuarentón. Le saludó con respeto y cortesía.

-Buen día, don Rafael. Suba usted.

El contable-escritor cerró la puerta trasera, con ademán resuelto y algo torpe, abriendo la puerta del copiloto y sentándose con presteza. El conductor se veía desconcertado.

-Don Rafael, no puedo llevarle a usted a mi lado. El protocolo exige que vaya usted atrás.

-No te preocupes por el protocolo. Soy hijo de padre gallego y campesino, quizá como tú… Irei adiante e falaremos coma fillos dunha mesma mai, a nosa Terra galega. (Iré delante y hablaremos como hijos de una misma madre, nuestra Tierra gallega).

(El escritor hubiese querido alargar su estancia en Compostela por algunos años, pero el contable debía regresar, le esperaban muchas carpetas de asuntos pendientes).

Fue muy bien recibido por autoridades de educación y cultura de la Xunta de Galicia. Le trataron de acuerdo a las cuidadas reglas del protocolo gallego, mientras lo mencionaban como “escritor”, “profesor” y aun “doctor”. Don Rafael disfrutó aquella ficción y fue partícipe de ella en cuerpo y alma, como si todo aquello se correspondiera con su precaria realidad. Recordó a su amigo Carlos Rubio, que le había dicho, poco antes de partir desde el Último Reino hacia la patria de Breogán: -“En Galicia te consideran bien, porque te conocen”. Uno de sus colegas escritores, José Cuevas, poeta de las paradojas y del retruécano agrio, había apostillado: -“En Galicia te tratan con cariño, porque no te conocen”.

En esto del prestigio lejano -pensó-, suele haber dos versiones contrapuestas, quizá por eso de la dialéctica. Sin embargo, en el recuerdo de pretéritas consideraciones, Rafael pudo establecer con certeza que había sido obra de su abuela de prosapia extremeña, cuando conminaba a las sirvientas de la casa: -“Mi nieto no es Rafaelito, sino Don Rafael…”.

*Fuente: ©2018 Politika | diarioelect.politika@gmail.com

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