“Una mujer fantástica”, nunca me abandones
por Enrique Morales Lastra (Chile)
7 años atrás 6 min lectura
5 de marzo de 2018
Ganadora del Oscar 2018 concedido a la mejor película extranjera y premiada en la Berlinale del año pasado (2017) con tres galardones en distintas categorías, el sexto largometraje de ficción del director chileno Sebastián Lelio se ha transformado en el gran fenómeno cinematográfico y mediático de la temporada. Valiéndose de una historia de amor sancionada por las costumbres sociales, el realizador local se las arreglar para divagar audiovisualmente sobre la plasticidad de un Santiago lúdico, de contrastes modernos y arcaicos en su urbanización, a fin de refigurar las contradicciones afectivas e identitarias, de una mujer transgénero.
Por Enrique Morales Lastra
Publicado el 5.3.2018
“Ya no hay nadie. He recuperado entera mi claridad. Se ordena mi pensamiento otra vez y cae hasta el fondo de mi transparencia donde su luz desentraña los últimos miedos y ambigüedades enfundadas: soy este paquete”.
José Donoso, en El obsceno pájaro de la noche
Esta nueva entrega de Sebastián Lelio (1974) presenta una característica novedosa y hasta entonces ignota de su filmografía: la aparición de una ciudad capital de Chile plena y expectante en cuanto a sus posibilidades estéticas y audiovisuales. Durante el movimiento de las secuencias de “Una mujer fantástica” (2017), en efecto, Santiago surge a través de distintas ambientaciones escénicas, de variados sectores urbanos y mediante diferentes condiciones climáticas. Oscuridad, lluvia y luz se unen para configurar un espacio dramático de contornos sorprendentes.
La protagonista (la actriz Daniela Vega), así, camina y transita por reconocidos cuadrantes del principal enclave demográfico del país: la calle Rosario Norte, en Las Condes, la Costanera Santa María, en Providencia, Miraflores, José Miguel De la Barra, la Iglesia de los Sacramentinos, francesa y conventual, al lado de los Juegos Diana, en el centro histórico. El cerro San Cristóbal y el Parque Metropolitano: el personaje corre, huye, se renueva en planos grabados con oficio, y gracias a la ayuda de una música incidental que aporta demasiado en esta ocasión, con el propósito de recrear una atmósfera de cambio, de vulnerabilidad, de constantes preguntas introspectivas, y en esa obstinación estética, la obra de Lelio alcanza sus mayores logros. Pistas clásicas que entregan respuestas y aumentan la sensibilidad y las dudas profundas de los personajes y de los espectadores incluidos.
El escenario coherente y creíble de un amor proscrito, y la crisis y la renovación humana, de un rol que busca desesperadamente reinventarse, luego de perder inesperadamente a su pareja, debido a un fortuito accidente cardiovascular (el papel de Francisco Reyes). La opción por redondear una perspectiva psicológica de Marina influye en el estilo del montaje: los hechos que sacuden la existencia ficticia de la mujer transgénero son intercalados por sueños, visiones oníricas y espejismos espectrales, que refuerzan el sufragio por una estética del renacimiento y de la lógica metafísica. De esta manera, el personaje de Daniela Vega, además de preocuparse por tener que superar la desaparición física de su compañero sentimental, también debe esforzarse con el propósito de reafirmar las señas de su identidad sexual, biológica y conductual.
Las ambiciones artísticas de Lelio, en efecto, se suman a los resultados de los trabajos literarios de José Donoso, y de Nicolás Videla y de Camila José Donoso, en el terreno puramente cinematográfico de nuestras fronteras. El tratamiento que otorgan la cámara del director, y los diálogos de los textos dramáticos (ágiles y rápidos, representativos de los tipos humanos y estratos sociales que se aspira a describir), abordan la coyuntura de la “diferencia”, desde la estigmatización sugerida por un estrato de clase segregacionista, violento y discriminatorio, en un juicio sustentado por una concepción patriarcal y tradicional de la familia. El camino es reiterativo, aunque no menos verídico, de acuerdo a situaciones y contextos bien específicos en su génesis y desarrollo secuencial.
Las actuaciones del elenco destacan por la categoría de un trío de actores que encabezan los cuadros de las artes escénicas locales: Francisco Reyes, Luis Gnecco, y Aline Kuppenheim. Esta última, poseedora de una personificación impecable, en los gestos y la ropa de esa esposa traicionada en su orgullo y feminidad más hondas, a causa de la preferencia y elección de su ex marido, por una mujer de rasgos especiales y particulares, tanto en su fenomenología externa como en su comportamiento antropológico y societal. Amor, identidad, mutación física, soledad e incomprensión: un quinteto de tópicos dramáticos, que Lelio madura bajo unos códigos estéticos y audiovisuales propios de una superproducción, y de una reconstitución de apellido literario (por su profundidad), de las situaciones argumentales.
En el anterior filme del autor, “Gloria” (2013), la ciudad de Santiago se encontraba encajonada por espacios cerrados, y primeros planos que rehuían los vínculos entre los personajes y el medio que les circundaba. Ahora, Marina, al revés de su predecesora, tiene el sello de la ciudad en su tristeza, en su felicidad, en su amargura, y en su ansia de amor y de reconocimiento existencial. La simbiosis de ese par de elementos audiovisuales, transforman a esta cinta en una conversación entre dos mujeres: por un lado la urbe, y por el otro la cantante nocturna, que subsana sus días y sus carencias, ganándose el sueldo como camarera de un restaurante.
Resulta importante analizar, el factor lumínico de algunos fotogramas, en relación a las circunstancias dramáticas por las que atraviesa la personaje principal: la noche prevalece al momento de la pérdida de Orlando (Reyes), y lo diurno, y los cielos claros y transparentes, casi veraniegos, alumbrados por el río, gobiernan con su imperio de lucidez y de tranquilidad, mientras la mujer encamina sus pasos hacia nuevos rumbos y horizontes de trascendencia, consigo misma y después de fortalecer sus decisiones más íntimas.
“Una mujer fantástica” es un cuento moral, amoroso, cinético y literario, inseparable de su locación santiaguina. Marina no existe fuera de las coordenadas geográficas, físicas y espirituales de la capital de Chile. Y esa creación es el mejor atributo de esta película, su singularidad escénica e individualización telúrica. Cultura y ciudad, retratados por un lente que persigue la materialización de ese objetivo dramático y por supuesto que también, fílmico.
La soledad de la protagonista para nada es menesterosa: autárquica es la palabra y la mejor definición para ese evento sustancial e imperecedero en esta trama. Los despojos equivalen a un número infinito en el transcurso de una biografía, pero vividos por esa disparidad sancionatoria que padece el personaje émbolo de esta cinta, lo convierten (el nudo) en un suceso artístico llamativo para los parámetros locales.
El agregado de la propuesta de Lelio radica en los factores técnicos del título. Fotografía, banda sonora (a cargo de Matthew Herbert), actores, y la verbalización del guión. Quizás el montaje atestigua la duda y la decisión restrictiva de tener que elegir entre símbolos, interpretaciones, y un conjunto de rebuscamientos hermenéuticos: pero la pretensión es hermana de una búsqueda honesta y fogosa, inventiva.
Cierta obsesión de los cineastas chilenos, sin embargo, por zaherir obligadamente (al parecer) a una sociedad que ellos juzgan en extremo conservadora, saldando cuentas vaya uno a saber con quién o quiénes, impugnan el frescor y la grata sorpresa de este hermoso puzzle de fotogramas santiaguinos (vistos con sangre, alma y sudor), que componen el gran y aplaudible acierto artístico de “Una mujer fantástica”: el ruego por una pasión, en un deseo que nunca abandona a Marina.
Tráiler:
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