Brasil. A propósito de la condena a Lula: el gran capital siempre fue enemigo del PT
por Wladimir Pomar
7 años atrás 10 min lectura
La condena de Lula por parte del Tribunal Regional Federal de Porto Alegre (TRF 4 para la Cuarta Región) suscita indignación y protestas que no siempre van acompañadas de un análisis más fino de lo que está pasando. Es cierto que semejante condena llega en el mismo momento en que las transformaciones de los sistemas judicial y policial brasileños que están al frente de la ofensiva reaccionaria y protofascista, asuela el país. Sin embargo, sería un error considerar que estos sectores son hegemónicos en los aparatos del estado y en la sociedad.
Este error es aún más grave si se le supone que los grandes medios de comunicación comparten esta hegemonía o que estos sectores han transformado a Lula en el enemigo cuando han sido derrotados por él. En realidad, la hegemonía económica, social, ideológica y política en la sociedad brasileña es ejercida desde hace tiempo por la gran burguesía y el gran capital a través de mil y un instrumentos que van desde los sencillos lazos comerciales al dominio de los aparatos del estado, pasando por los medias y otros medios (no siempre visibles) de difusión ideológica y de represión social.
Uno de los ejemplos ideológicos de esta hegemonía consiste en asociar la idea misma de hegemonía con los grandes terratenientes esclavistas sin relacionarla con el capitalismo brasileño, subordinado, dependiente y desnacionalizado, un gran capital que incluye poderosos sectores extranjeros. Es este gran capital el gran obstáculo para la concreción de las aspiraciones a la soberanía nacional, al desarrollo industrial, a la reducción de las desigualdades sociales y a la consolidación de los derechos democráticos en Brasil.
Para apoyar tal afirmación, es suficiente recordar la historia brasileña, la que va de 1950 hasta nuestros días o al menos la que comienza en 2002 con la primera victoria presidencial de Lula (cuyo primer mandato comenzó en enero de 2003). Sin dejar de considerar en ningún momento a Lula y al PT como enemigos imbéciles, el gran capital siempre ha maniobrado, incluso bajo la apariencia de amistad y simpatía, para destruir el gobierno de mayoría petista sea a través de ofertas corruptas y de discretos sabotajes o de forma más abierta, oponiéndose a las políticas sociales y a la ampliación de los derechos democráticos.
Por otro lado, este gran capital ha sido incapaz de vencer al PT en 2006 y 2010 (con la candidatura de Jose Serra, alcalde de São Paulo, miembro del partido de la socialdemocracia brasileña PSDB) y en 2014 (con Aecio Neves, gobernador de Minas Gerais desde 2011, miembro del PSDB vencido por Dilma Rousseff en 2014). Viéndose en la obligación de enfrentarse a Lula de nuevo en 2018, decidieron actuar esta vez de forma revolucionaria para conseguir implantar de forma plena y radical una política neoliberal en Brasil. Así que planificaron y ejecutaron hasta el final acciones cuyo objetivo central consiste en hacer imposible la continuidad de gobiernos petistas salvo si estos gobiernos aceptan formar coaliciones y de renunciar a sus “objetivos socialistas”.
Estas operaciones han sido llevadas a cabo tanto por el sistema judicial-policial, cuyo poder ha sido reforzado (sin que se hayan puesto trabas o exigencias democráticas) durante los gobiernos petistas, como por el sistema parlamentario. En la práctica, los gobiernos petistas aseguraron una continuidad a la supuesta alianza positiva con el gran capital pensando que el sistema judicial-policial y parlamentario serían políticamente neutrales en el combate contra la corrupción y en la obediencia a los “preceptos” democráticos. Estos gobiernos olvidaron que la corrupción era moneda corriente del gran capital y de sus representantes políticos y que la mayoría parlamentaria estaba ya hegemonizada por la fracción agraria de este capital, la fracción más reaccionaria.
En su supuesta neutralidad, el sistema judicial-policial, de entrada, se consagró a “cazar piezas menores” de los dirigentes petistas, de los que creía que podían recaudar fondos emprendedores, de acuerdo con la ley, sin caer en la trampa de la caja B (las cajas 2) y de la “primacía del hecho” (el autor de una infracción, incluso si no la ha hecho directamente, es el responsable pues su posición jerárquica ha empujado al otro a realizarla). El éxito de las operaciones judiciales de 2005 permitió elaborar el plan de transformación de Lula en la presa principal de “actos de corrupción descubiertas por los medias” y de conseguir presentarlo como “el único jefe de una organización criminal” según los términos del procurador Deltan Dallagnol, jefe de los procuradores instructores [parte del Ministerio Fiscal. NdT] del asunto de corrupción ligada a la Petrobras.
Pero a continuación, ante la necesidad de dar credibilidad y legalidad a tales acciones, este sistema se vio obligado a cortar en su propia carne procesando (y juzgando) algunos corruptores y corruptos en el campo del gran capital. Lo que no impidió al sistema parlamentario perpetrar el golpe del impeachment (agosto de 2016) contra Dilma. Esto puso en evidencia que el objetivo de estas operaciones iba mucho más allá del pretendido combate contra la corrupción y que, en realidad, se trataba de destruir al PT (y a Lula), de marginalizar a la izquierda e impedir cualquier resistencia seria contra la reimplantación de un programa neoliberal radical que vaya en el sentido de una subordinación, dependencia y desnacionalización mayores de Brasil.
Para afrontar tales planes, será necesario reconocer que el núcleo central de la estrategia seguida por el PT a partir de la batalla para las presidenciales de 1994 fue un error. Hasta entonces, el PT no solo había luchado para acabar con la dictadura sino también se había rebelado contra el “pacto de clases” que era la Constitución de 1988. Su rechazo a firmar la Carta Magna se basaba en el hecho de que semejante “pacto de clases” solo reconocía los derechos democráticos. No arreglaba las cuentas con la dictadura militar y los feroces torturadores, no rompía con la subordinación y la dependencia en relación con el gran capital internacional y no democratizaba (incluso en términos de competencia entre capitalistas) los sectores monopolísticos (por ejemplo, el de las comunicaciones, de la agricultura y las diferentes ramas industriales).
A pesar de esto, muchos dirigentes del PT continuaron suponiendo que el gran capital no consideraba a Lula y al PT como enemigos sino como aliados. Peor todavía, dedujeron de esto que este capital, así como la mayor parte de sus representantes políticos (incluso los que estaban incrustados en los aparatos del estado, como los procuradores y los jueces) no estaban interesados en impedir la experiencia de un gobierno democrático y popular.
A partir de ahí, la concepción de una hipotética alianza con el gran capital actuó en cascada internamente. Sin ni siquiera explicitar el hecho de estar rompiendo con sus posiciones anteriores sobre el pacto impuesto por la alta burguesía y aceptado por el establishment militar, la dirección del PT modificó su estrategia adaptándose al pacto de clases de la Constitución de 1988. Desde entonces enrolló y guardó la bandera de la lucha por el socialismo y aceptó alianzas de todo tipo con los del “otro lado” especialmente, durante la batalla de 2002 por la presidencia (la primera elección de Lula que desembocó en un gobierno que incluía al “rey” del agronegocio y puso en el Banco Central al banquero Enrique Meirelles).
En esa ocasión, incapaz de resolver la crisis generada por un decenio de subordinación al Consenso de Washington, el gran capital decidió “aliarse” con el PT para elegir a Lula. Era lógico puesto que el PT se había comprometido a resolver la crisis y no modificar las bases de la economía capitalista subordinada, dependiente y desnacionalizada. Este compromiso había sido ratificado formalmente en la famosa “Carta a los brasileños” (supuestamente, para tranquilizar a los mercados financieros y al Banco Central).
Las ilusiones sobre la alianza con el gran capital se vieron reforzadas por una economía internacional que permitía ganancias elevadas a las exportaciones brasileñas y hacía posible desarrollar programas sociales de lucha contra la miseria y la pobreza sin que para ello fuera necesario realizar ninguna reforma estructural, solo sería un poco “democratizante”. Esta situación ablandó aún más la aversión hacia la burguesía en tanto que clase así como contra sus métodos de explotación y diversos tráficos en la política.
Al mismo tiempo, esta situación llevó al PT a dar prioridad a las actividades institucionales, a abandonar el trabajo social y organizativo de base, a liquidar sus actividad de formación ideológica y política y a operar una estrategia de desarrollo que, puesto que el gran capital era motor de todo, impedía en la práctica la transformación del país en una nación industrial, tecnológica y científicamente soberana y socialmente menos desigual.
Estas ilusiones sobre el gran capital explican por qué muchos dirigentes petistas fueron incapaces de evaluar la profundidad de los acontecimientos de 2005 (casos de corrupción denunciados por el semanario Veja y otros medios) que fueron el primer intento de liquidar la naciente experiencia de gobiernos democráticos y populares elegidos a través de procedimientos constitucionales de la limitada democracia brasileña. Estas ilusiones explican también por qué todavía no han comprendido que el estado de derecho republicano en Brasil se instituyó para juzgar con clemencia a los representantes de la burguesía y de forma “revolucionaria” a los representantes populares.
Al no haber entendido esta dinámica, muchos dirigentes petistas no hicieron una crítica rigurosa a quienes cometían el error de considerar el gran capital como un “aliado” y tratarlo como tal, y de realizar prácticas como las suyas, el ejemplo de Palocci y otros (antiguo militante y Ministro de Hacienda de Lula hoy cumple una pena de 12 años de cárcel por corrupción). Sus direcciones no tomaron medidas para investigar las evidentes infracciones cometidas contra las reglas del Partido. Estas no impidieron que estos abusos continuaran siendo practicados ni juzgaron necesario cambiar la política de conciliación de clases y la alianza con el capital.
Además de todo esto, tampoco tuvieron en cuenta la creciente radicalización derechista y reaccionaria que se vio en las elecciones de 2010 y 2014 cuando las “oleadas” de la crisis capitalista global empezaron a afectar seriamente la economía brasileña y amenazaron gravemente la tasa de beneficios. Entonces, se convirtió en fundamental para el gran capital, adoptar los “ajustes presupuestarios” que les permitieran acaparar la parte de los recursos estatales concedidos a los programas sociales, la seguridad social, las pensiones y todas las otras reivindicaciones democráticas y populares caracterizadas como “populismo de izquierdas”.
Frente a esto, contra la opinión de una parte importante del PT y a pesar de todo lo que se había prometido durante la campaña electoral de 2014, el gobierno de Dilma Rousseff intentó el ajuste presupuestario exigido. Lo hizo en un último intento de mantener el acuerdo (o el “pacto de clase” de 1988). Sin embargo, en ese momento, el gran capital ya había decidido descartar cualquier posibilidad de reformas que dieran el menor cariz popular a la democracia formal de 1988 y, de manera absolutamente lógica, decidió tumbar el gobierno Dilma e intenta impedir a Lula ser candidato y excluir al PT de la lista de partidos políticos autorizados.
Poco le importa al gran capital que muchas personas del PT y de la sociedad en general consideren que incluso la Constitución de 1988 está siendo pisoteada cuando ven al sistema jurídico-policial ordenar, por ejemplo, la prisión preventiva durante tiempo indeterminado, utilizar la supuesta “primacía del hecho” y la idea de la “íntima convicción” como pruebas. Sus representantes intentan decir que la red de protección social, la ética y la libertad de prensa son conquistas democráticas nacidas del “pacto de clases”. Poco les importa que solo sean vagas conquistas que no han roto el monopolio real que sostiene la insoportable desigualdad social, la repugnante corrupción generalizada y una prensa que se encuentra en manos de algunos magnates.
Todo esto obliga a las clases populares no solo a defender medidas democráticas contenidas formalmente en esta Constitución, sino a exigir y a luchar por una nueva Asamblea constituyente que asegure realmente la extensión de los derechos democráticos a las capas populares y que acabe con los monopolios en todos los aspectos de la vida brasileña. Esto va a depender de una intensa y enorme movilización social, mucho más amplia e intensa de la que se está llevando para defender a Lula. Pero esto será tema de otro artículo.
8/2/2018
Traducción: viento sur
*Fuente para piensaChile: Vientosur
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