Los Walker, los Aninat, los Alvear Martínez al basurero de la historia
por Rafael Luis Gumucio Rivas, El viejo (Chile)
7 años atrás 9 min lectura
25.11.2017
Es absurdo hablar de humanismo cristiano, pues humanismos hay miles y, en su mayoría, han luchado contra los Estados teológicos; entre religión y humanismo no hay muchas relaciones: en la Grecia antigua, todos los humanistas se reían, a carcajadas, de los dioses del Olimpo, de Zeus, califa y violador, de Dionisio, de Apolo, especialmente. Protágoras, para quien “el hombre es la medida de todas las cosas” y los demás sofistas, incluso Sócrates, fueron perseguidos por no creer en los dioses y dar preponderancia al hombre. En el Renacimiento, Erasmo, Lutero, Pico de la Mirándola y Maquiavelo criticaron rotundamente a la corrupta iglesia católica de entonces. Maquiavelo separó la teología de la política, el Papa era el enemigo de la unidad italiana. En el siglo XVIII, Voltaire, Diderot, Rousseau, se burlaban de la iglesia católica y lucharon por la tolerancia. La primera conclusión: humanismo y cristianismo son antitéticos, es decir, Estado teológico es lo contrario de Estado liberal. En el siglo XIX la iglesia, en el Syllabus se opone a todo el mundo moderno, incluido el liberalismo y la democracia. Es cierto que algunos socialistas utópicos reivindicaron a Cristo como liberador de los pobres, pero nada tenían que ver con la iglesia: cuando Lammenais buscó relacionar la iglesia con los obreros, llamados esclavos modernos por este pensador, fue condenado en dos Encíclicas papales. Segunda conclusión: catolicismo decimonónico era contradictorio con la democracia, pues amaban el derecho divino a los reyes.
Se creería que en el siglo XX la situación hubiera cambiado, pero no, el ideal de la iglesia se centraba en dictadores fascistas que, hipócritamente, comulgaban, al igual que Daniel López y su séquito de borregos; el ideal cristiano era Oliveira Salazar, dictador de Portugal, Miguel Primo de Rivera, padre de José Antonio –fundador de la Falange española-, y no les caía muy mal Mussolini, que pactó con la iglesia el concordato. En España, ante el miedo a los “rojos”, bendecían los fusilamientos del criminal Francisco Franco, otro modelo que copió Daniel López Pinochet. Si este es el humanismo cristiano de Piñera y la UDI, estamos claros.
El llamado humanismo cristiano es muy reciente: se originó a raíz de la conversión de los judíos Jacques y Raisa Maritain al catolicismo; dictaba este filósofo una cátedra en el Colegio de Francia y, repitiendo silogismos del tomismo, dividía el mundo en la sociedad perfecta divina, donde no cabe el error, y la sociedad humana, en la que deben coexistir la tolerancia y la pluralidad de ideas, todas respetables, pero siempre, la única verdad es el cristianismo. Posteriormente, Emmanuel Mounier, en el Manifiesto al servicio del personalismo, buscó el diálogo entre humanistas marxistas y cristianos.
El vuelo del cóndor de la Falange
El estar lejos del poder a veces trae grandes beneficios: extrañamente, los conservadores chilenos eran, en lo político, más libertarios que los mismos liberales. Mi abuelo, Rafael Luis Gumucio Vergara, fue el padre de la Falange; la cualidad principal de este mordaz periodista fue la defensa irrestricta e intrincable de las libertades públicas: odiaba al dictador Carlos Ibáñez, que lo exilió a Bruselas, donde murió su mujer y quedó limpiándole los mocos a una caterva de niños. Cuando volvió del exilio, mostraba con su bastón a los traidores conservadores que se vendieron a Ibáñez; mi abuelo no era de estos blandengues y oportunistas demócrata cristianos de hoy, no se calló nunca, le empezó a asquear la oligarquía chilena, de la cual renegó; los conservadores pasaban a la otra acera cuando lo veían pasar, era el traidor que había rechazado la candidatura del más cruel empresario de nuestra historia, don Gustavo Ross Santa María, un afrancesado que hablaba con un cierto acento galo; como ministro de Hacienda (de don Arturo Alessandri) sostenía que no había que aumentarle el sueldo a los “rotos”, pues se lo gastarían en la cantina y, al igual que Eyzaguirre, lo único que importaba era el crecimiento.
Los falangistas no apoyaron al ministro del hambre, el “Último Pirata del Pacífico”, Ross e, incluso mi padre Rafael Agustín Gumucio, que ya en esa época era un tantito puntete, me contó que había votado para callado por “don Tinto”, Pedro Aguirre Cerda, cuyos partidarios, los comunistas y socialistas tenían los colmillos listos para violar a las monjas, según los eternos pequeños miedos de la derecha. La Falange era algo muy confuso: hablaban del “vuelo del cóndor sobre el capitalismo y el comunismo, el individualismo y el colectivismo, aunque este enredo nadie lo entiende, y no faltan autores que, equivocadamente, lo asimilan a la ideario de la Falange española de José Antonio Primo de Rivera, puedo asegurar que, al menos falangistas como Eduardo Frei Montalva, Manuel Garretón, Bernardo Leighton y Rafael Gumucio Vives, y otros líderes, eran claramente, anti falangistas españoles, antifascistas y nazistas; incluso, Rafael Agustín Gumucio fue el presidente de comité a de apoyo a la república española y, hasta su muerte, consideró este cargo como su mejor medalla.
Un enredo como ese, lleno de tesis y de distinciones sutiles aristotélico-tomistas, tenía que dar paso a una serie de fracciones: en el congreso de los “peluqueros”, el tío Bernardo habló algo así como de democracia proletaria, de una sociedad donde los trabajadores fueran protagonistas, algo muy raro que, hasta ahora, los cegatones estalinistas, no han podido entender; cómo un niño del Sagrado Corazón de Jesús puede pronunciar palabras más encendidas que Bakunin. La verdad, el debate en el congreso de los peluqueros era también táctico: o la Falange apoyaba al iluminado candidato conservador social cristiano, Eduardo Cruz-Coke, o se iba definitivamente a la izquierda, sosteniendo al candidato del Frente Popular, el rumbero Gabriel González Videla. En 1946 nacieron las dos almas de la Falange: la de los puristas, Jaime Castillo Velasco y Radomiro Tomic, en esa época, y la Falange popular cristina, el tío Bernardo, Rafael Agustín Gumucio y Eduardo Frei Montalva.. La Falange era prácticamente un grupúsculo: nunca lograba más del 2% de la votación parlamentaria, apenas tenía dos diputados, conseguido en base a espurios pactos políticos. Tenían su sede en Alameda 540 y realizaban proclamaciones en teatros llenos de pulgas, como el antiguo Baquedano, donde líderes como Frei y Tomic lucían su oratoria ante los mismos catecúmenos que se repetían de acto en acto.
Del idealismo del vuelo del cóndor a pragmatismo del pituto o muerte
De repente, la suerte de la Falange, ahora Democracia Cristiana, a partir de 1957, cambió radicalmente: en todo el mundo, los partidos demócrata cristianos crecían y, algunos como el alemán y el italiano, conquistaban el poder. En América Latina de desarrollaba el COPEI, en Venezuela, la Democracia Cristiana de Franco Montuoro, en Brasil, y Cornejo Chávez, en Perú. En 1964, Eduardo Frei Montalva obtuvo el 55.6% de los votos, la más alta votación conocida en nuestra historia. En 1965, el partido demócrata cristiano llegó al 42.3% de los votos y eligió 80 diputados y a partir de esta elección, gobernó sola, como lo indicaba el famoso vuelo del cóndor: no contaminarse ni con la izquierda, ni con la derecha; una vanguardia de iluminados que iban a realizar una “revolución en libertad”, inspirado en el cristianismo. La verdad es que la reforma agraria, realizada por Frei destruyó, nada menos, que la forma de reproducción de la vida de la aristocracia castellano-vasca: vivir de los fundos, especular en la bolsa y gozar del ocio y la parranda. Por esta y otras razones los derechistas odiaron a Frei y a su partido; de ahí viene el famoso Kerenski chileno que penó toda su vida al pobre don Eduardo.
La Democracia Cristiana comenzó, de nuevo, a fraccionarse: por un lado los oficialistas, apitutados en el gobierno, por otro, los rebeldes, que buscaban la unidad social y política del pueblo con los partidos de izquierda, y los terceristas, que también criticaban la lentitud del gobierno para llevar a cabo la revolución, pero creían aún en la vocación popular de la Democracia Cristiana. Lo demás es conocido: la Democracia Cristiana se dividió, primero en el Mapu, (1969), después, en la Izquierda Cristiana, (1971). Radomiro Tomic, que era un profeta un poco incomprendido e incomprensible, aunque postulaba la unidad popular, terminó siendo un candidato aislacionista, pero muy honesto y transparente.
Los viejos nunca vuelven a su juventud
Nunca más volvieron los años de gloria: la Democracia Cristiana, indignada con la izquierda producto, en no poca medida, de la idiotez y sectarismo del socialismo, se fue raudamente a los brazos de la derecha, dirigida por el huaso Sergio Onofre Jarpa, presidente del Partido Nacional; las bases demócrata cristianas eran, a veces, más reaccionarias que las de la derecha: se competía quién era más duro con la Unidad Popular. Cuenta mi padre, Rafael Agustín Gumucio, que todos los acuerdos con la Democracia Cristiana fracasaban en el último minuto. Sin el apoyo de este Partido no hubiera sido posible un golpe militar: la declaración del 12 de septiembre y la carta a Mariano Rumor, por parte de Eduardo Frei prueban indiscutiblemente, que este Partido traicionó los ideales antidictatoriales que le dieron nacimiento y sólo los salva el hecho de que han pedido perdón al país.
En 1988 se recuperó la democracia: los antiguos falangistas conformaban el partido hegemónico y los renovados ya no eran marxistas y, en pocos años, se convertirían en gerentes y lobistas, el ideal para una democracia tutelada, que mantiene el modelo neoliberal, que le importa un bledo las víctimas de derechos humanos y, además, ante cualquier del tirano y ladrón, Daniel López, transan con los militares. El segundo gobierno, ni hablar: Eduardo Frei Ruiz- Tagle era un gerente y en lo único que creía era en los viajes y en los acuerdos de libre comercio; su ministro de defensa, Pérez Yoma, era íntimo amigo de Daniel López Pinochet, y reían al unísono de chistes sexualoides, típicos de los militares.( solo le faltó la muñeca inflable)
La Democracia Cristiana es un cadáver putrefacto que vuelve al camino propio esta vez en manos de los príncipes los Walker, los Martínez-Alvear, Mariana Aylwin hoy en el basurero de la historia.
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