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Crisis minera y debate constitucional:  Las oportunidades de desarrollo para Tarapacá

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El “boom” del cobre se fue para no volver. Lo que está teniendo un fuerte impacto en el crecimiento y los ingresos fiscales del país.  ¿Una mala noticia?, sin duda, pero hay que evitar que los árboles nos impidan ver el bosque. Dicen que en chino el concepto “crisis” se escribe uniendo los ideogramas de “peligro” y “oportunidad” y hoy, la crisis del modelo primario exportador, junto a la del Estado subsidiario y centralista que le acompaña, nos abren las puertas para un nuevo Contrato Social, en el que sean los derechos y el conocimiento la base de nuestras apuestas de desarrollo; y no la mera explotación de la naturaleza y el hombre. Un desafío en el que Tarapacá, como región minera y periférica,  puede ser pionera.
Entre 2000 y 2010 se produjo un explosivo aumento en los precios de los commodities. Un fuerte y sostenido aumento de la demanda China, motivado por un modelo que la llevó a ser “La Fábrica del Mundo”,  explica el aumento de valor en este tipo de productos. Esto permitió a los países productores sostener altas tasas de crecimiento, importantes niveles de ahorro, como así desplegar una política pública activa en materia de promoción social, lo que se tradujo en una considerable disminución de los niveles de pobreza y, en menor medida, de la desigualdad. Una importante tasa de ahorro, asimismo, permitió aplicar una inteligente política fiscal contracíclica –que hacía crecer el gasto público en momentos de crisis y lo disminuía en tiempos de bonanza- lo que permitía mantener cierta estabilidad económica y continuidad en la política pública.
Pero los altos precios de los productos primarios ya no volverán y las arcas públicas no tienen capacidad de contener ciclos recesivos prolongados. Todo, producto del cambio en el patrón de crecimiento de China, hoy más enfocada al mercado interno y los servicios, que a la industria manufacturera destinada a la exportación, lo que se tradujo en la caída estructural de su demanda para nuestras exportaciones, particularmente cobre. Vuelve el fantasma de los peores tiempos de la década del ’90, cuando las famosas recetas de ajuste estructural  emanadas del llamado “Consenso de Washington”, conjugaban fatalmente períodos de contracción de la actividad económica, con reducción del gasto público. De hecho, el mismo FMI estima que la caída en los precios de las materias primas podrían recortar el crecimiento en los países productores, en al menos un punto porcentual entre 2015-17.
Romper con la “Maldición de las Materias Primas”:
Una década de altos precios para nuestros principales productos de exportación parecía un regalo, pero resultó estar envenenado. Nuestro país en general y nuestra región en particular, fueron víctimas de lo que se ha dado en llamar “La Maldición de las Materias Primas”, que se traduce en el hecho de que los países que gozan de buenos precios para algún commodities, tienden a concentrar su actividad en torno a ese rubro, perdiendo diversificación y competitividad, lo que los vuelve víctimas de la volatilidad de los precios de los productos primarios. Un caso extremo se observa en muchos países productores de petróleo, como Arabia Saudita, en el que el crudo representa el 90% de sus exportaciones y casi la mitad del PIB. Chile no está lejos de ello, la minería representa un 60% de las exportaciones y un 15% del producto.
En síntesis, la excesiva dependencia de nuestra economía a la venta de un producto con precios inestables, acrecienta nuestra vulnerabilidad a los choques externos, que es lo que hoy estamos viviendo con crudeza. Y la política contracíclica de la que antes hablábamos, resulta en un mero paliativo circunstancial a una crisis, no es una solución estructural.
Asimismo, una economía basada en la industria primaria exportadora, que además goza de un marco tributario débil, se traduce en un factor regresivo desde el punto de vista de la distribución del ingreso, convirtiendo a la desigualdad, en uno de los mayores problemas de nuestro país. La industria extractiva rentista tiende a generar una suerte de “enclaves” productivos, que si bien generan riqueza y crecimiento, apenas tienen impacto en la calidad de vida del grueso de la sociedad. Al ser primario exportadora, carece de suficientes encadenamientos productivos que permitan generar más riqueza y distribuirla mejor.
No es lo mismo exportar concentrado de cobre, que cableado, cañerías u otros productos manufacturados, que requieren de más procesos, valor agregado y en definitiva, generan más trabajo, más estable y mejor pagado. Esto unido al hecho que no pagan renta minera y penas si pagan impuestos, es muy poco lo que retribuyen al país por la riqueza que nos extraen. Al respecto sólo un ejemplo: si bien Codelco fue responsable de sólo un 26% de la producción minera entre 2011 y 2014, su aporte representó un 63% de los recursos que recibió el Fisco por parte de la industria minera en su conjunto.
En la orilla opuesta, todos los ciudadanos nos vemos obligados a sufrir las externalidades de la minería, lo que se hace más agudo en regiones productoras como Tarapacá. Ejemplos de esto son muchos, por ahora sólo basta con señalar el principal, el Agua: el recurso en la región es en extremo frágil, tanto así que la Dirección General de Aguas (DGA), lo ha definido como un recurso “No Renovable”. Las empresas mineras hacen uso intensivo de este recurso, el cual es extraído desde acuíferos, que poco a poco han ido disminuyendo su nivel, lo que no solo afecta la disponibilidad del elemento, sino también su calidad, dado que a menor nivel de agua, mayor concentración de minerales y otras sustancias perjudiciales para la salud. Una situación que además afecta al sector agropecuario, que está perdiendo su posición competitiva y la posibilidad de nuevos emprendimientos, precisamente por la carencia del recurso.
Avanzar en diversificación y sofisticación:
Cuando señalo que la caída estructural en los precios de los commodities y en especial cobre, son una oportunidad de sofisticación productiva, no es un mero enunciado de intenciones, es un hecho demostrado en la propia historia de nuestro país. Antes de la década dorada de las materias primas, Chile ya sufrió un período de baja sostenida en el precio del metal rojo, lo que dio pie al mayor proceso de diversificación productiva desde el período de Industrialización Dirigida por el Estado en la segunda postguerra. Esto permitió el surgimiento de la industria forestal, la frutícola o la pesquera. Un proceso interesante sin duda, pero que hoy parece insuficiente. Junto a la diversificación, hoy necesitamos sofisticar nuestros procesos productivos. Ya no basta con explotar distinto tipo de recursos naturales, hoy tenemos que dotarlos de mayor valor agregado.
Sin lugar a dudas llegó el momento de dar un salto y pasar a lo que en muchos momentos se ha llamado una “Segunda Fase Exportadora”, que apunte a la generación de valor a partir del conocimiento, más que de la mera explotación de la naturaleza y/o el trabajo humano. No se trata de inventarnos la creación de emprendimientos ideales, como por ejemplo, lo fue la experiencia de Nokia en Finlandia. Más bien se trata de convertir nuestras “Ventajas Comparativas” en efectivas “Ventajas Competitivas”. Por ejemplo, ¿podemos avanzar hacia una eficiente industria de reciclaje de residuos mineros a partir del “Know How” – o el “Saber Cómo”- que hemos acumulado durante décadas de actividad minera en Chile?, si, si podemos. ¿Podemos proyectar internacionalmente una agricultura orgánica y certificar el endemismo de muchos productos vegetales de Tarapacá?, podemos, también podemos. Quizás el ejemplo más brillante de lo que debemos hacer es la industria del vino: un sector que aprovechó nuestras riquezas y las convirtió en un refinado producto con potente vocación exportadora.
Creo que en general el gobierno y los principales agentes productivos nacionales y regionales entienden la necesidad de avanzar en esta dirección, sin embargo, los esfuerzos resultan de alcance limitado y fragmentado. Un problema fundamental es que los apoyos para la industria, en el plano de la innovación, están más bien radicados en la generación de oferta de productos y servicios, pero no en la demanda. Es indispensable generar una mayor demanda que permita construir economías de escala, pero el mercado interno no es suficiente, de ahí que insista en la necesidad de la vocación exportadora que debe tener una producción futura con mayor sofisticación. ¿Dónde está esa demanda?, objetivamente sólo puede estar en países con similar nivel tecnológico, es decir, en América Latina.
Esto supone un giro de 180° en la política económica exterior seguida por Chile, enfocada a la suscripción de acuerdos de integración económica de tipo “Norte-Sur”, con las principales economías industrializadas y que culminara con la reciente firma del llamado TPP, que no es otra cosa que un Tratado de Libre Comercio (TLC) del tipo del suscrito con EE.UU., pero esta vez multilateral. La evidencia demuestra que este tipo de tratados refuerza la matriz primario-exportadora de los países periféricos, por la vía de reforzar la demanda externa para este tipo de productos. Esto, porque las economías altamente industrializadas tienden más comprar materias primas, para su propia industria, que productos manufacturados, que pueden traducirse en competencia.
Por todo lo anterior, un proceso de diversificación y sofisticación de nuestra economía requiere para su florecimiento, de que Chile de un giro y empiece a mirar más a América Latina, lo que puede suponer hacer cambios estructurales en nuestras reglas económicas, con el fin de encajar en los bloques regionales, en particular con Mercosur.
La importancia del debate constitucional:
¿Qué tiene que ver con esto el debate constitucional?, mucho, porque este esfuerzo de desarrollo requiere un nuevo modelo de Estado. En primer término, se requiere un Estado que pueda intervenir más y mejor en la economía del país. La constitución impuesta por la dictadura tiene un carácter marcadamente ideológico, guiada por dos grandes principios: un conservadurismo ultramontano, profundamente temeroso de la democracia a la que decidió dejar mutilada y amarrada; unido a un liberalismo integrista que llega al punto de impedir al Estado realizar cualquier actividad económica en cualquier rubro, no sólo en la que exista actividad privada, sino en la que pueda existir a futuro. Sobre esto último, el ejemplo de las farmacias populares iniciadas por el alcalde de Recoleta, Daniel Jadue, es elocuente: la Constitución impide que el Estado abra farmacias incluso en las comunas donde éstas no existen.
A esto se une un tercer elemento central de nuestro orden constitucional: un asfixiante centralismo decimonónico. Construir una eficaz política de innovación productiva requiere de una sólida alianza público-privada y a su vez, eso requiere de gobiernos subnacionales empoderados. En la misma línea, avanzar en el estrechamiento de lazos productivos, científicos o culturales con el resto de América Latina, exige de una paradiplomacia activa, la cual no es posible si en las regiones carecemos de ese tipo de atribuciones. En este punto, integración y descentralización son dos caras de una misma moneda, sobre todo cuando a nivel de cancillerías las relaciones con nuestros vecinos son conflictivas.
La Constitución debiera ser el acuerdo alcanzado entre todas y todos sobre el horizonte que queremos construir y las reglas del juego que van a guiar ese camino, no una camisa de fuerza impuesta por un tirano y sus acólitos, para preservar prebendas espurias. Hay que superar entonces una Constitución que pone la preservación de la propiedad privada como norte, por una que ponga al desarrollo de nuestra sociedad en el centro. Desarrollo que es más que mero crecimiento económico, desarrollo entendida como un espacio para la realización humana. ¿Un ejemplo?, hubo crecimiento económico con la actividad de la minera, pero no puede haber desarrollo cuando eso implicó la desecación de salares, el despoblamiento de las comunidades rurales, o la verdadera burbuja inmobiliaria que se vive en Tarapacá, en donde el sueño de la casa propia es sólo privilegio de ricos.
En síntesis, hoy nos enfrentamos a una doble crisis, cuyas aristas están dialécticamente relacionadas: de esquema productivo y de modelo de Estado. Sucumbir a ellas, o dar un salto para superarlas, depende de generar un espacio de debate y reflexión amplio, que nos permita como sociedad, alcanzar un consenso sobre el tipo de país que queremos para nosotros y nuestros hijos. Y no hay un mejor espacio para ese debate que una Asamblea Constituyente.
En otras palabras, la salida a un modelo de relaciones sociales impuesta por una dictadura cívico-militar y administrado por una élite a espaldas de la ciudadanía –la tristemente célebre “democracia de los acuerdos”- requiere de más de más diálogo, de más participación, de más civilidad; en función de construir una sociedad más democrática, más justa y más desarrollada.  El futuro es nuestro, llegó el momento de tomarlo.
El autor,  Iván Valdés G., es Periodista y en Licenciado Comunicación Social. Universidad de Chile. Máster en Relaciones Internacionales. Universidad Complutense de Madrid. Máster en Estudios Latinoamericanos. Universidad de Barcelona.
 

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