Romain Rolland (1866-1944): "Más allá de la contienda"
por Romain Rolland (Francia)
9 años atrás 22 min lectura
Al momento en que los tambores de guerra comienzan de nuevo a sonar con un ruido ensordecedor, para impedirnos, sobre todo, pensar, consideramos una medida de salud pública proponer la lectura de un antiguo texto que ya remonta a 101 años y, ¡por desgracia!, siempre sigue siendo actual. Que quienes proclaman «Peace for París» y saben leer, lean. Que los otros sigan yendo «todos al bar»-
Tlaxcala
♦ ♦ ♦
Original: Français
Romain Rolland (1866-1944)
Traducido por Carlos Primo
Publicado por Romain Rolland el 24 de septiembre de 1914 en el Journal de Genève mientras colaboraba como voluntario en la Cruz Roja, Mas allá de la contienda es el manifiesto pacifista más célebre de la Gran Guerra, comparable a Yo acuso de Zola.
Este texto excepcional, que instaba a los beligerantes a ganar altura moral y comprender la magnitud de la catástrofe, provocó enseguida numerosas reacciones violentas y rencorosas hacia su autor, tanto entre los franceses como entre los alemanes. La gran lucidez de sus pensamientos de paz y libertad, el ideal de acción no violenta y de comunión entre los pueblos fueron recompensados, sin embargo, al año siguiente con la obtención del premio Nobel de Literatura.-Presentación del editor
¡Oh, heroica juventud del mundo, con qué pródiga alegría viertes tu sangre en la tierra hambrienta! ¡Cuántas cosechas de sacrificios desnudos bajo el sol de este espléndido verano!… Todos vosotros, jóvenes de todas las naciones que lucháis trágicamente por un ideal común, jóvenes hermanos enemigos –eslavos que acudís al auxilio de vuestra raza; ingleses que combatís por el honor y el derecho; intrépido pueblo belga que se
atrevió a plantar cara al coloso germano y defendió las Termópilas de Occidente de su amenaza;
cara al coloso germano y defendió las Termópilas de Occidente de su amenaza; alemanes que lucháis para defender el pensamiento y la ciudad de Kant contra las hordas de cosacos; sobre todo vosotros, mis queridos compañeros franceses, que desde hace años me confiáis vuestros sueños y que, antes de partir hacia el frente, me habéis enviado vuestros sublimes adioses, vosotros en quienes florece de nuevo la estirpe de los héroes de la Revolución–, ¡qué queridos me resultáis, ahora que vais a morir![13] ¡De qué modo compensáis nuestros escepticismo, la gozosa apatía en que nos hemos criado, protegiendo con vuestros miasmas nuestra fe, vuestra fe que triunfa a vuestro lado en los campos de batalla! Guerra “de revancha”, la llaman… Es de revancha, en efecto, pero no una revancha tal y como la entiende nuestro estrecho chovinismo, sino una revancha de la fe que se enfrenta a los egoísmos del sentido y del espíritu, y se entrega absolutamente a las ideas eternas…
“¿Qué valor tienen nuestros individuos y nuestras obras frente a la inmensidad de nuestro objetivo?”, me escribe uno de los más vigorosos novelistas de la joven Francia. “Vivimos un nuevo capítulo de la guerra de la Revolución contra el feudalismo. Los ejércitos de la República aspiran a blindar el triunfo de la democracia en Europa y a perfeccionar la obra de la Convención. Lo que está en juego es más que una guerra inexpiable: es el despertar de la libertad…”.
“¡Ah, amigo mío!”, me escribe el lugarteniente, otro joven de alma pura que, si no muere antes, llegará a ser el primer crítico de arte de nuestra época. “¡Qué raza admirable! Si pudieras ver nuestro ejército como yo lo veo, te henchirías de orgullo al contemplar su impulso revolucionario, heroico, grave, un poco religioso. He visto partir a los tres regimientos de mi cuerpo: en primer lugar iban los hombres en activo, jóvenes de veinte años que caminaban con paso firme y rápido, sin un grito, sin un gesto, con el aspecto decidido y pálido de efebos rumbo al sacrificio. Después la reserva, los hombres de veinticinco a treinta años, más masculinos y más determinados, cuya misión es sostener a los primeros y aportarles una fortaleza irresistible. En cuanto a nosotros, somos los viejos, los hombres de cuarenta años, los padres de familia. Si esto fuera un coro, haríamos los bajos. Te aseguro que también nosotros partimos llenos de confianza, resolución y firmeza. No tengo ganas de morir, pero moriría sin dudarlo ni un segundo; he vivido quince días que han valido la pena, quince días que nunca pensé que el destino me concedería. La Historia hablará de nosotros, y nos recordará como aquellos hombres que abrieron una nueva era en el mundo. Disiparemos la pesadilla de la Alemania uniformada y materialista y la pesadilla de la paz armada. Todo se derrumbará ante nosotros como un fantasma. Siento que el mundo respira. Repítaselo a su amigo vienés:[14] el fin de Francia no está cerca. Ya podemos ver su resurrección, que es siempre la misma: Bouvines, Cruzadas, Revolución, siempre los caballeros del mundo, los paladines de Dios. ¡He vivido lo suficiente para advertirlo! Los que llevamos veinte años diciéndolo sin que nadie quisiera creernos tenemos motivo para estar contentos…”.
¡Amigos míos, que nada perturbe entonces vuestra alegría! Cualquiera que sea vuestro destino, os habéis elevado sobre las cimas de la vida, y habéis llevado a vuestra patria con vosotros. Venceréis, lo sé. Vuestra abnegación, vuestra intrepidez, vuestra fe absoluta en vuestra causa sagrada, la certeza inquebrantable de que al defender vuestra tierra invadida defendéis también las libertades del mundo me hacen estar seguro de vuestra victoria, jóvenes ejércitos de Marne-et-Meuse, cuyo nombre figura ya en la Historia junto al de vuestros mayores de la Gran República. Incluso aunque hubierais sido derrotados –y Francia con vosotros–, tal muerte habría sido la más bella que una raza puede soñar. Habría coronado la vida del gran pueblo de las Cruzadas. Habría sido su suprema victoria… ¡vencedores o vencidos, vivos o muertos, sed dichosos! O, como me ha dicho uno de vosotros, “con un fuerte abrazo en el umbral temible”: “Es bello pelear con las manos puras y el corazón inocente, y hacer cumplir la justicia divina con la propia vida”.
* * *
Vosotros cumplís con vuestro deber, pero ¿qué hay del resto?
Digamos la verdad a los mayores de estos jóvenes, a sus guías morales, a los creadores de opinión, a sus líderes religiosos o laicos, a las Iglesias, los pensadores y los tribunos socialistas.
Teniendo en las manos tales riquezas vivientes, tales tesoros de heroísmo, ¿en qué los habéis gastado? ¿Qué recompensa tendrá la generosa entrega de esta juventud ávida de sacrificio? Yo os lo diré: su recompensa es degollarse unos a otros; su recompensa es la guerra, este conflicto sacrílego que permite ver el espectáculo de una Europa demente, que se sube a la hoguera y se desgarra con las manos, como Hércules.
De este modo, los tres pueblos más grandes de Occidente, los guardianes de la civilización, se afanan en su ruina, y piden socorro a los cosacos, turcos, japoneses, cingaleses, sudaneses, senegaleses, marroquíes, egipcios, sijs y cipayos, los bárbaros del Polo y los del Ecuador, hombres con almas y tonos de piel de todos los colores.[15] ¡Qué similar al Imperio romano, que, en la época de los tetrarcas, convocaba a las hordas de todo el universo para que se devoraran entre ellas!… ¿Es nuestra civilización tan sólida como para que no temáis dinamitar sus cimientos? ¿No veis que si un solo pilar se arruina todo se vendrá abajo? ¿Era tan difícil, si no amaros, al menos soportar mutuamente vuestras grandes virtudes y vuestros grandes vicios? ¿Y no habría sido mejor esforzarse por dar una solución pacífica (sinceramente, ¡ni lo habéis intentado!) a las cuestiones que os dividían (las de los pueblos anexionados contra su voluntad), y repartiros equitativamente el trabajo y las riquezas del mundo? ¿Hace falta que el más fuerte sueñe perpetuamente con proyectar sobre el resto su sombra orgullosa, y que los otros se unan perpetuamente para abatirlo? ¿Cesará alguna vez este juego pueril y sangriento cuyos participantes cambian de rol cada siglo, o se prolongará hasta el total agotamiento de la humanidad?
Sé que los jefes de Estado, los verdaderos autores de estas guerras, no se atreven a aceptar su responsabilidad, y hacen esfuerzos solapados por descargar la responsabilidad en su adversario. Y los pueblos que les siguen dócilmente se resignan y dicen que todo es culpa de un poder superior. Escuchamos, una vez más, el refrán secular: “La fatalidad de la guerra es más fuerte que cualquier voluntad”. Es la letanía que repiten los rebaños que elevan su debilidad a los altares y la adoran. Los hombres han inventado el destino para atribuirle los desórdenes del universo que ellos deberían gobernar. ¡Nada de fatalidad! La fatalidad es lo que nosotros queremos. Y también es, con mayor frecuencia, lo que no queremos con suficiente intensidad. ¡Entonemos todos el mea culpa! Ni las élites intelectuales, ni las Iglesias, ni partidos obreros han querido la guerra: lo aceptamos. Pero ¿qué han hecho para impedirla? ¿Qué hacen ahora para atenuarla? Avivan el incendio y todos echan su ramita al fuego.
El rasgo más chocante de esta epopeya monstruosa, el hecho sin precedentes, es la unanimidad a favor de la guerra en todas las naciones que participan en la contienda. Es como una peste de furor mortal que, llegada de Tokio hace diez años como una gran oleada, se propaga y recorre todo la Tierra. Ante esta epidemia, ni uno ha resistido. Ni un pensamiento libre ha conseguido mantenerse a salvo de la plaga. Parece como si planeara una especie de ironía diabólica sobre este conflicto cuyo resultado, sea cual sea, acarreará la mutilación de Europa. No son sólo las pasiones de las razas las que enfrentan ciegamente a millones de hombres como hormigas y producen escalofríos a los países neutrales. La razón, la fe, la poesía, la ciencia y todas las fuerzas del espíritu han sido movilizadas, y siguen, en cada Estado, el camino trazado por sus ejércitos. Las élites de todos los países proclaman convencidas que la causa de su pueblo es la causa de Dios, de la libertad y del progreso humano. Y yo lo proclamo también…
También los metafísicos, los poetas y los historiadores libran combates singulares. Eucken contra Bergson, Hauptmann contra Maeterlinck, Rolland contra Hauptmann, Wells contra Bernard Shaw. Mientras, Kipling y d’Annunzio, Dehmel y De Régnier cantan himnos de batalla. Barrès y Maeterlinck entonan plegarias de guerra. Entre una fuga de Bach y el susurro del órgano se escucha Deutschland über Alles! Con la voz rota, el viejo filósofo Wundt, de ochenta y dos años, invita a sus estudiantes de Leipzig a unirse a la “guerra sagrada”. Y todos se califican mutuamente como “bárbaros”. La Academia de Ciencias Morales de París declara, por voz de su presidente Bergson, que “la lucha comprometida contra Alemania es la lucha misma de la civilización contra la barbarie”. La historiografía alemana, por boca de Karl Lamprecht, responde que “esta guerra es la del germanismo contra la barbarie, y los combates actuales son la continuación lógica de los que Alemania ha mantenido durante siglos con los hunos y los turcos”. Después de la Historia, la ciencia entra en liza y proclama, a través de E. Perrier, director del museo y miembro de la Academia de las Ciencias, que los prusianos no pertenecen a la raza aria, que descienden en línea recta de los hombres de la Edad de Piedra llamados halófilos, y que “el cráneo moderno cuya base, reflejo del vigor de los apetitos, recuerda de un modo más exacto al cráneo del hombre fósil de la Chapelle-aux-Saints es el del príncipe de Bismarck”.
Sin embargo, las dos instituciones morales más afectadas por esta guerra contagiosa han sido el cristianismo y el socialismo, cuyas debilidades han quedado a la vista de todos. Los más ardientes nacionalistas de hoy son los que ayer se definían como apóstoles desde las posiciones rivales del internacionalismo religioso o laico. Hoy, Hervé pide morir por la bandera de Austerlitz. Los depositarios de la doctrina pura, los socialistas alemanes, apoyan en el Reichstag los créditos de guerra y se ponen al servicio del ministerio prusiano, que emplea sus periódicos para expandir sus mentiras hasta las casernas, y que los envía, como agentes secretos, a intentar corromper al pueblo italiano. Incluso llegaron a hacernos creer por un momento que dos o tres de ellos se habían dejado fusilar por la causa antes que alzarse en armas contra sus hermanos. Protestan indignados, y todos caminan fusil al hombro. No, Liebknecht no murió por la causa socialista.[16] Fue el diputado Franck, el principal campeón de la unión francoalemana, quien cayó bajo las balas francesas por la causa del militarismo; estos hombres, que no tienen valor para morir por su fe, lo tienen para morir por la fe de otros.
¿Qué decir de los representantes del Príncipe de la Paz? Sacerdotes, pastores y obispos acuden por millares al conflicto para difundir la palabra divina fusil en mano. “No matarás”; “Amaos los unos a los otros”. Cada boletín de victoria de los ejércitos alemanes, austriacos o rusos da las gracias al mariscal Dios –unser alter Gott, notre Dieu–, tal como dicen Guillermo II o M. Arthur Meyer. Cada uno tiene el suyo. Y cada uno de estos dioses, viejo o joven, cuenta con un ejército de levitas dispuestos a defenderlo y a destruir al Dios de los otros.
Veinte mil sacerdotes franceses marchan bajo las banderas. Los jesuitas ofrecen sus servicios a los ejércitos alemanes. Algunos cardenales llaman a la guerra. Los obispos serbios de Hungría incitan a sus fieles a luchar contra sus hermanos de la Gran Serbia. Y los periódicos registran, sin sorpresa alguna, la escena paradójica de los socialistas italianos que, en la estación de Pisa, aclaman a los seminaristas que se unen a sus regimientos, y todos juntos cantan La Marsellesa. ¡Qué fuerte es el ciclón que les arrastra, y qué débiles son los hombres que encuentra a su paso! Y yo, como los otros…
¡Recuperemos el dominio sobre nuestros actos! Independientemente de la naturaleza y la virulencia de esta plaga –epidemia moral, fuerzas cósmicas–, ¿acaso no podemos resistir? Si luchamos contra la peste o para paliar los efectos de un terremoto, ¿por qué deberíamos inclinarnos sin más ante ellos, tal y como ha escrito el honorable Luigi Luzzatti en su célebre artículo ‘En el desastre universal, ¿las patrias triunfan?’? ¿Afirmaremos, como él, que para comprender la “verdad grande y simple” del amor de la patria es necesario que “se desencadene el demonio de las guerras internacionales, que se llevan por delante a millares de seres”? En ese caso, ¿debemos concluir que el amor a la patria sólo puede surgir mediante el odio hacia las otras patrias y la masacre de los que las defienden? Hay en esta proposición una lógica ferozmente absurda y una especie de diletantismo neroniano que me repugnan en lo más profundo de mi ser. No, el amor a la patria no reclama que odiemos y asesinemos a las almas piadosas y fieles de las otras patrias. El amor a la patria exige que les rindamos honores e intentemos unirnos a ellas en busca del bien común.
Vosotros, cristianos, para consolaros de haber traicionado a vuestro Maestro, argumentáis que la guerra exalta las virtudes del sacrificio. Es cierto que tiene el privilegio de hacer surgir el genio de la raza en los corazones más mediocres. Arroja al fuego la escoria y los desechos, y templa el metal de las almas: de un campesino avaro o un burgués timorato la guerra puede hacer mañana un héroe de Valmy. Pero ¿es que no hay mejor ocupación para el desarrollo de un pueblo que la ruina de los otros pueblos? ¿Es que los cristianos no podemos sacrificarnos sin sacrificar al prójimo? Bien sé, pobres gentes, que muchos de vosotros preferís verter vuestra propia sangre antes que derramar la del prójimo… pero, en el fondo, ¡qué debilidad!… Porque lo que os hace temblar no son las balas ni los obuses, sino la opinión pública que, hoy, está sometida a un ídolo sanguinario cuyo tabernáculo está incluso por encima del de Jesús: ¡el orgullo de raza! Vosotros, cristianos de hoy en día, no hubierais sido capaces de rechazar los sacrificios a los dioses de la Roma Imperial. Vuestro papa, Pío X, ha muerto de dolor, según dicen, ante el estallido de la guerra. ¡Claro, la cuestión era morir! El Júpiter del Vaticano, que no dudó en dirigir su rayo fulminante a los inofensivos sacerdotes que se vieron tentados por la noble quimera de la modernidad, ¿qué medidas tomó contra estos príncipes y líderes criminales cuya desmedida ambición ha desatado la miseria y la muerte sobre el mundo? ¡Que Dios inspire al nuevo pontífice, que acaba de subir al trono de San Pedro, las palabras y los actos que limpien a la Iglesia de la mancha de su silencio!
En cuanto a vosotros, socialistas, que pretendéis, cada uno, defender la libertad frente a la tiranía –franceses contra el káiser, alemanes contra el zar–, ¿se trata de defender un despotismo ante otro despotismo? ¡Combatidlos a los dos y uníos!
No había razón alguna para una guerra entre nuestros pueblos de Occidente. A pesar de lo que repite sin cesar una prensa infectada por una minoría interesada en mantener estos odios, yo os digo, hermanos de Francia, hermanos de Inglaterra, hermanos de Alemania, que no nos odiamos. Os conozco y nos conozco. Nuestros pueblos sólo pedían paz y libertad. Si un hombre, en medio de la batalla, pudiera contemplar todos los campos enemigos desde las altas montañas de Suiza, podría apreciar lo trágico de este combate: la mayor amenaza que pende sobre cada una de las naciones es la que planea sobre sus posesiones más preciadas: su independencia, su honor y su vida. Pero ¿quién ha lanzado sobre ellos esta plaga? ¿Quién ha provocado en ellos esta necesidad desesperada de destruir al adversario o morir en el intento? ¿Quién, sino sus estados, y, entre ellos, los que en mi opinión han sido los tres grandes culpables, las tres águilas rapaces, los tres imperios: la tortuosa política de Austria, el zarismo devorador y la Prusia brutal? En cada caso, el peor enemigo no está fuera de sus fronteras, sino dentro de ellas, y ninguna nación ha tenido el valor de combatirlo. Me refiero a ese monstruo de cien cabezas llamado imperialismo, a esa voluntad de orgullo y dominación cuya aspiración es absorber, someter y destruirlo todo sin tolerar más grandeza que la suya. El mayor peligro para nosotros, hombres de Occidente, el peligro que ha levantado a Europa en armas, es el imperialismo prusiano forjado por una casta militar y feudal. Y esta plaga no afecta únicamente al resto del mundo, sino también a la propia Alemania, ya que ha sabido envenenar su pensamiento. Es este feudalismo el que debemos destruir en primer lugar, pero no es el único. Al zarismo le llegará su turno. Cada pueblo, en mayor o menor medida, tiene su propio imperialismo; puede ser de naturaleza militar, financiera, feudal, republicana, social o intelectual, pero en todos los casos es una sanguijuela que succiona la mejor sangre de Europa. Cuando la guerra haya terminado, los hombres libres de todos los países tendremos que esgrimir contra él la divisa de Voltaire.[17]
* * *
Como digo, eso será cuando la guerra haya terminado; ahora, el mal ya está hecho. El torrente está fuera de control, y nosotros solos no podemos devolverlo a su cauce. Además, ya se han cometido algunos crímenes demasiado graves contra el Derecho, la libertad de los pueblos y los tesoros sagrados del pensamiento. Deben ser reparados. Serán reparados. Europa no puede correr un velo sobre la violencia sufrida por el noble pueblo belga, sobre la devastación de Malinas y Lovaina, saqueadas por los nuevos condes de Tilly… Pero ¡en nombre del cielo, que estas reparaciones no sean actos terribles! Un gran pueblo no se venga; restablece el derecho. ¡Que aquellos que ostentan la justicia se muestren dignos de ella hasta el final! En cuanto a nosotros, nuestra tarea es recordárselo, porque no contemplaremos inertes la borrasca hasta que su violencia amaine por sí sola. No, eso sería indigno. Hay mucho trabajo por delante.
Nuestro primer deber es, en el mundo entero, promover la creación de un Alto Tribunal moral, un tribunal de conciencias que se pronuncie acerca de todas las violaciones de los derechos de las personas, sin distinguir su procedencia o bando. Y como las comisiones de investigación instituidas por las partes beligerantes serán siempre sospechosas, es necesario que los países neutrales del Viejo y el Nuevo Mundo tomen la iniciativa. Del mismo modo, hace muy poco, un profesor de la Facultad de Medicina de París, M. Prenant, sugería esta idea,[18] retomada vigorosamente por mi amigo Paul Seippel en el Journal de Genève:[19] “se nutrirá de hombres de autoridad mundial y moralidad cívica demostrada, que desempeñarían la función de comisarios investigadores. Estos comisarios podrían seguir a cierta distancia a los ejércitos… una organización como ésta completaría y complementaría al Tribunal de la Haya y le proporcionaría documentos irrebatibles para el necesario cumplimiento de la justicia…”.
En todas las guerras, los países neutrales desempeñan un papel discreto, porque saben que la opinión suele decantarse por la fuerza bélica. La mayoría de los pensadores libres de todas las naciones comparten su desánimo. Falta valor, y falta lucidez. En nuestros días, la opinión tiene un inmenso poder. No hay un gobierno, por despótico que sea y por seguro que esté de su victoria, que no tiemble hoy ante la opinión pública y trate de seducirla. Nada ilustra mejor este fenómeno que los esfuerzos que hacen las dos partes del conflicto –ministros, cancilleres, soberanos e incluso el káiser, convertido en periodista– para justificar sus crímenes y denunciar los del adversario ante el invisible tribunal de la Humanidad. ¡Ojalá veamos por fin este tribunal! Atrevámonos a constituirlo. ¡Hombres de poca fe, no sois conscientes de vuestro poder moral!… Incluso aunque existiera un riesgo, ¿no lo asumiríais por el honor de la humanidad? ¿Qué precio tendría vuestra vida si, para salvarla, perdierais el orgullo?
Et propter vitam, vivendi perdere causas…[20]
Pero hay otra tarea para nosotros, artistas y escritores, sacerdotes y pensadores de todas las patrias. Incluso cuando la guerra ya es un hecho, es un crimen que la élite comprometa en su nombre la integridad de su pensamiento. Resulta vergonzoso ver a esta élite ponerse al servicio de las pasiones de una pueril y monstruosa política de razas que, absurda desde el punto de vista científico (ningún país posee una raza verdaderamente pura), sólo puede, como ha dicho Renan en su hermosa carta a Strauss, “conducirnos a guerras zoológicas, guerras de exterminio similares a las que entablan por su supervivencia diversas especies de roedores o de carnívoros. Sería el fin de esta mezcla fecunda de numerosos elementos, todos ellos necesarios, que llamamos Humanidad”. La Humanidad es una sinfonía de grandes almas colectivas. Quien para comprenderla y amarla necesita destruir parte de ella sólo demuestra que es un bárbaro, y que su idea de la armonía es tan errada como la que aquel otro tenía del orden en Varsovia.[21]
Los miembros de la élite europea tenemos que preocuparnos por dos ciudades: una es nuestra patria terrestre y la otra es la ciudad de Dios. Somos los huéspedes de la primera, y los constructores de la segunda. Demos a la primera nuestros cuerpos y nuestros fieles corazones. Podemos añadir la familia, los amigos o la patria, pero nada de eso tiene derecho alguno sobre el espíritu. El espíritu es la luz. Nuestro deber es alzarlo por encima de las tormentas y disipar las nubes que tratan de oscurecerlo. Nuestro deber es construir una muralla cada vez más grande, por encima de la injusticia y los odios de las naciones; una muralla que proteja la unión de las almas fraternales y libres del mundo entero.
A mi alrededor, Suiza se estremece. Su corazón está dividido entre razas diferentes con las que simpatiza por igual, y se lamenta dolorida porque no puede expresarse ni elegir libremente entre ellas. Aunque entiendo su tormento, también sé que es beneficioso, y espero que el sufrimiento dé paso con el tiempo a una alegría más honda. Espero que Suiza sea un ejemplo para el resto de Europa y, en medio de la tormenta, se erija como una isla de justicia y de paz donde el espíritu encuentre un refugio contra la destrucción, como sucedía en los grandes conventos de la primera Edad Media. A sus costas llegarán los nadadores fatigados de todas las naciones, víctimas del odio que, a pesar de los crímenes vistos y sufridos, seguirán empeñados en amar a todos los hombres como hermanos.
Sé que no hay muchas esperanzas de que estos pensamientos sean escuchados en nuestros días. La joven Europa, inmersa en la fiebre del combate, sonreirá con desdeño mostrando sus dientes de joven lobo. Sin embargo, cuando el acceso de fiebre remita, se encontrará herida y, quizás, menos orgullosa de su carnívoro heroísmo.
Por otra parte, no hablo para convencerla. Hablo para aliviar mi conciencia, y sé que al mismo tiempo aliviaré la de miles de hombres que, en todos los países, no pueden hablar. O no se atreven.
Notas:
[13] En el preciso momento de escribir estas líneas, Charles Péguy moría.
[14] Alusión a un escritor vienés que me había dicho, semanas antes de la declaración de guerra, que un desastre para Francia sería también un desastre para los pensadores libres de Alemania [se trata de Stefan Zweig, N. del E.].
[15] Ver nota al final de la obra.
[16] Más tarde, Liebknecht se desentendió de los compromisos de su partido, lo cual merece toda mi admiración. (R. R., enero de 1915).
[17] «¡Aplastemos al infame!».
[18] Le Temps, 4 de septiembre de 1914.
[19] Números del 16-17 de septiembre de 1914: «La guerra y el Derecho».
[20] Verso de Juvenal: Summun crede nefas animam praeferre pudori et propter vitam vivendi perdere causas, «Juzga la mayor herida preferir la vida al honor y para salvar la vida, perder las razones de vivir.» (N. del T.).
[21] Se refiere a David Friedrich Strauss, destinatario de las célebres cartas escritas por Ernest Renan en 1870 y 1871. (N. del T.).
Romain Rolland
Más allá de la contienda
Traducido por: Carlos Primo
Durante todo el periodo de entreguerras Romain fue la conciencia moral de Europa.
Stefan Zweig
VERSIÓN PAPEL
168 págs. | 15 x 19 cm | 16,50 €
Gracias a: Nórdica libros y Capitán Swing
Fuente: http://www.nordicalibros.com/ficha.php?id=276
Fecha de publicación del artículo original: 01/11/2015
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