Una reflexión sobre las políticas culturales
por Iván Vera-Pinto Soto (Iquique, Chile)
11 años atrás 12 min lectura
Con sorpresa y frustración hemos recibido la noticia que varias Escuelas y Centros de Investigación Escénica del país cierran sus puertas definitivamente en el presente año. El primer anuncio vino del destacado actor y director chileno Alfredo Castro, quien declaró en el Diario “El Mercurio”: “La realidad del teatro en Chile es asquerosa, horrenda, y está camuflada detrás de lo que pasa en televisión. La mayor parte de los actores que egresan de las universidades, las academias y los institutos van a la cesantía. Nadie se ha puesto a pensar para intervenir positivamente en cómo reparar esto, que va a reventar en cualquier momento”. Y, agregó: «En esta crisis que enfrentamos los teatros independientes queda en evidencia el fracaso de las políticas culturales del Estado. Quiero ser muy claro en que esto no se debe a un gobierno específico, porque se arrastra desde hace años. No hay conciencia de lo que se hace, y nada tiene un sentido de futuro».
Este caso se suma al otro anuncio del Teatro Puente, quien por las mismas circunstancias, falta de apoyo sostenido por parte del Estado para su labor docente e investigativa, debe finiquitar sus labores permanentes y sistemáticas en este quehacer artístico.
Sabemos que estos dos ejemplos emblemáticos no son los únicos y que el problema planteado no es tampoco de ahora. Penosamente, nuestro teatro a lo largo de su historia ha sufrido continúas y profundas crisis, en relación a su sustentabilidad financiera para mantener una labor regular y seria en la consecución de sus propósitos de crear espacios para la formación académica, la investigación y la difusión del mismo. Son muchos los escollos que tienen que enfrentar tanto las agrupaciones independientes como institucionales para mantener carteleras, conquistar nuevos públicos y ejecutar proyectos que renueven los contenidos y técnicas escénicas en el país.
Si bien algunos grupos de trayectoria se han amparado en la creatividad y en estrategias comerciales para mantenerse a flote; no es menos cierto, que no pocos han perecido en el intento de sustentar sus instituciones, elencos y gastos operativos asociados a su trabajo. Es una constante que la mayoría de los actores deben trabajar en diferentes ámbitos para lograr un sueldo digno (docencia universitaria, publicidad, producciones cinematográficas, eventos comerciales y programas televisivos) No obstante, no todos gozan de las prebendas de la “fama” ni tampoco todos están dispuestos a renunciar a sus principios artísticos, ideológicos y políticos para conquistar los pequeños “nichos” que la sociedad les otorga para no caer en la cesantía e , incluso, en la mendicidad.
Es paradójico observar cómo muchos jóvenes, con talento y ansias por incursionar en las artes escénicas, deben obtener altos puntajes en la PSU (Prueba de Selección Universitaria) para ingresar a las universidades que dictan esta especialidad y cómo otros tantos deben costear elevados aranceles para estudiar en Academias Privadas, sin tener ningún porvenir laboral. Esta es una problemática que se arrastra por muchos años y que descubre la despreocupación del Estado por esta profesión. Asimismo, revela la baja valoración social que la misma sociedad le asigna al teatro, en particular y al arte, en general.
Hoy, los últimos gobiernos de turno, han inventado y mantenido la modalidad de los Fondos Concursables, sin embargo, la realidad nos demuestra que ellos son insuficientes y hasta mezquinos, considerando las demandas que existen en este sector. En esa línea argumental, hace unos días atrás el Ministro de Cultura, Luciano Cruz Coke, señaló la imposibilidad de brindar subvención permanente a las Escuelas de Teatro, pues ello se prestaría para que cualquier gobierno privilegie a sus adherentes y partidarios. Posiblemente ello podría ocurrir si no existe un plan de gestión, normativas claras y precisas, seguimientos de los proyectos y evaluación de sus resultados e impactos. Entonces, pregunto: ¿acaso el actual sistema de Fondos Concursables es el más objetivo, riguroso y democrático? Claro que no. Pues, quienes estamos en el ámbito de la gestión cultural sabemos que los montos que se manejan son irrisorios para las importantes iniciativas culturales que existen. Por lo demás, los parámetros de evaluación, segmentación y representatividad ya no son coherentes con el actual escenario artístico y ético de nuestra época. Agreguemos que en muchas ocasiones los pares evaluadores, aunque pueden ser connotados personajes del arte, no siempre tienen la pertinencia para examinar los proyectos que no corresponden a su área del conocimiento; los compromisos políticos asumidos por las autoridades prevalecen en las decisiones finales, los instrumentos de medición son ambiguos y no tienen carácter científico y las subjetividades no están exentas en las selecciones finales. Finalmente, los que quedaron fuera de dichos beneficios no reciben una retroalimentación para mejorar y potenciar sus proyectos en el futuro.
¿Qué sucede después de estos concursos? La verdad que el mundo artístico queda dividido en dos mitades: los ganadores y los perdedores. Las redes sociales se encargan de enviar sus dardos (“envidia sana” y crítica fundamentada) a los evaluadores, a los artistas y hasta la autoridad misma. En definitiva: el ambiente artístico queda fraccionado en trincheras diferentes, no siempre por argumentos de peso o por la existencia de una masa crítica, sino más bien por el resultado favorable o desfavorable de los proyectos presentados.
Si queremos que el arte no sea algo ajeno ni extraño a la gente de todas las edades y condiciones socio-económicas y verdaderamente coadyuve al desarrollo integral de las personas, creo que no podemos seguir con la política de Fondos Concursables, pues ella lo único que hace es “disfrazar” la precariedad histórica que han vivido los artistas en esta sociedad y disimula el desempleo estructural que existe en este campo, al igual que en otros sectores productivos del país. Para nadie es desconocido que muchas veces se privilegian eventos, actividades puntuales, que no tienen continuidad en el tiempo ni menos impacto social en la comunidad. En el fondo, los aportes que entrega el Estado son meras dádivas para ilusionar a los artistas que puedan seguir creando y proyectando medianamente su trabajo, a pesar que la institucionalidad no incluye redes de contactos, apoyo en la difusión, canales de comercialización ni espacios nacionales e internacionales para instalar sus productos culturales. Los artistas deben postular una y otra vez a estos fondos para prolongar sus procesos y mantener su dignidad en alto.
No basta con decir que la política apoya al arte de calidad, ya que es muy vago, sino se define qué es calidad en el arte. Decir que fomenta la creación es muy amplio e impreciso. Delimitar, por ejemplo, estos puntos ayudarían a transparentar y a orientar abiertamente a los miles de artistas de este país que postulan a estos recursos. Igualmente, los fondos estatales no debieran ser la forma que tengan los artistas para sobrevivir como trabajadores del arte, sino que debieran invitarlos a hacer un ejercicio profundamente comprometido con nuestra nación y su destino. A víspera de los cambios políticos que vamos a vivir, es necesario involucrar una reflexión en torno a políticas culturales, al rol del artista y del gestor cultural.
Es indudable que para obtener mejores y mayores resultados en el ámbito cultural, es imprescindible proponer modificaciones estructurales, incluso a la misma ley que creó el Fondart, la que ya tiene más de veinte años de existencia. De la misma forma, tener la decisión política para invertir recursos financieros en la capital y en regiones que permitan respaldar a aquellos proyectos y artistas que prestigian con su labor a su zona de influencia y a su país, y que además cuenten con un sólido plan de gestión que facilite la popularización y la elevación artística.
Al igual como se han subvencionado a colegios y universidades particulares que apoyan el desarrollo educativo, estimo que también debería existir una política de subvención a las Escuelas de Artes, Institutos y otros Centros, quienes durante extensos años han mantenido una planta académica, soportes de gestión y un trabajo permanente y sistemático en su comunidad. No es posible que estas instancias culturales se vean obligadas a desvincular su personal docente, reducir su infraestructura y a aumentar la cesantía en el sensible mundo artístico, por falta de público y de apoyo estatal.
Cuando planteo estas ideas créanme que no sólo lo hago en la posición de gestor cultural que le preocupa su actividad profesional, sino también como un ciudadano “común y corriente” que observa cómo las personas están sufriendo cambios en sus comportamientos, convirtiéndose en verdaderos receptores pasivos, capaces de aceptar, sin mayor resistencia racional, los contenidos, a raíz de la imposición de procesos de aculturación y el ritmo vertiginoso de la innovación tecnológica e informativa que vivimos. Esta inercia generalizada permite que la cultura sin sustancia se instale con comodidad no sólo en las pantallas de nuestros aparatos, sino que también en nuestras mentes.
Por lo mismo, es urgente que el Estado apueste por una educación para la cultura, partiendo de la formulación de un Plan Estratégico Nacional y Regional de Cultura, ya que cualquier país que se precie democrático y rico culturalmente, debe contar con un proyecto cultural capaz de actuar transformadora y eficazmente, imponiendo lo estratégico a lo eventual, con políticas pensadas e intencionadas a largo plazo; directrices que permitan adelantar acciones y anticipar los resultados en este campo. Esta premisa asume que los creadores y las comunidades son los sujetos del desarrollo de la cultura propia.
En consecuencia, sostengo que los cambios que deberían operar en las políticas culturales del país tienen que incluir la existencia de un Plan Estratégico Cultural, construido democráticamente por todos los actores sociales, pues es imprescindible que contenga los sueños y las visiones de todos y todas. Este Plan Estratégico debería constituirse en el núcleo de la discusión y necesariamente debería estar sustentado en aquellos elementos que conforman parte de la identidad cultural nacional y regional. Por supuesto, esta propuesta debería exceder el patrimonio de las Bellas Artes; es decir, convendría trabajar con una idea dinámica de cultura que despliegue las múltiples capacidades de intervención en la conciencia ciudadana.
Debemos comprender que la cultura es una necesidad tan humana y esencial como la salud, la vivienda o la alimentación. Un pueblo sin una cultura propia es un pueblo sometido a políticas de consumo, a valores morales y éticos ajenos a sí mismo y, por tanto, cautivo de las necesidades y hábitos de extraños, lo cual conlleva a una irremediable desaparición de nuestra identidad cultural.
De acuerdo a la anterior argumentación, una nueva política cultural nacional debe evitar, entre otros conflictos, que las salas de arte no sólo sean frecuentadas por jóvenes y otras personas que buscan algo más que consumir banales mercancías que corroen todo nuestro espíritu. Debe impedir que un segmento importante de nuestra comunidad – siguiendo esta dinámica fatua – se solace en sus casas con sus gigantescos aparatos de televisión, con todos los adelantos tecnológicos y con un quehacer cotidiano disipado y evasivo. Tomemos experiencias internacionales (Finlandia), donde todos los establecimientos educacionales están obligados a conducir a sus alumnos a salas de arte y a espectáculos artísticos, como una acción sistemática en la formación holística de los nuevos ciudadanos.
Una política cultural con sustancia y pertinencia a la realidad actual nacional, debe cambiar el magro panorama que parece que no tuviera salida, pues el sistema mercantil nos atrapa con sus invisibles tentáculos y nos domina a su antojo. Por estas razones, una nueva política cultural debe apoyar a los no pocos ciudadanos que luchan y desangran por subsistir y alcanzar una felicidad más plena en sus vidas; a los ciudadanos que desean otra realidad para ellos y sus hijos, que anteponen su acción transformadora a la pasividad social; que dan asilo a la creatividad por sobre la vasta fealdad, y, que elevan su postura humanista ante la gigantesca cloaca que genera este modelo de vida que hoy, lamentablemente, nos aliena y nos empuja a “morir en vida”, en el despeñadero más oscuro de la humanidad.
En breves expresiones, debemos exigir que el Estado no solamente invierta más en el arte y la cultura (a veces no se necesita invertir mucho plata, sino capacidad de gestión, compromiso y crear alianzas estratégicas con las instituciones públicas y privadas), sino crear una institucionalidad democrática que de participación a todos los ciudadanos en la formulación, planificación y ejecución de las políticas, las que incluyan todas las visiones y las aspiraciones de los artistas y gestores culturales. Y, si el financiamiento actualmente es insuficiente, tenemos el derecho de pedir más. No es posible que el arte solamente sea un medio utilitario para las campañas políticas, para las actividades benéficas o para celebrar una fecha de aniversario. ¿Y los demás días que se hace por este pariente pobre? Nada.
Podríamos extendernos en las críticas al actual sistema, pero lo que es cierto es que hay que cambiar el paradigma de la actual política cultural. No debemos seguir con estructuras paternalistas, verticalistas y anti democráticas. Por el contrario, hay que anteponer una política cultural donde prevalezcan contenidos identitarios nacionales y regionales, lineamientos multiculturales, el incentivo de prácticas culturales populares, el afianzamiento de modelos alternativos de cultura, creación de nuevas formas de asociación y de decisiones de participación ciudadana y la democratización de la cultura como objetivo que antecede a la democracia por la cultura. La democratización se refiere al propósito de hacer llegar la cultura a un número mayor de personas; de ponerlas en contacto con la realidad cultural en la que se encuentran inmersas y que constituye su “patrimonio”. La democracia cultural, en cambio, se refiere a la devolución de las influencias gubernamentales que, en materia cultural, pertenecen originalmente a la sociedad (Experiencia aplicada en México).
Por lo expuesto, podemos resumir que no basta con inyectar más recursos ni hacer mejoras en los procedimientos, es más bien un tema estructural, un cambio de paradigma y misión. Es pensar en estrategias que busquen la incorporación activa de la sociedad en los procesos de creación y gestión de las políticas y programas culturales. Dicho en otros términos, es ineludible desarrollar una democracia cultural que se traduzca en la desburocratización de la cultura, despojándola de todo paternalismo estatal y, en cambio, enfocar la acción cultural del Estado hacia la dinámica social, hacia la vida misma de las comunidades a nivel regional, municipal, e inclusive de los barrios.
– El autor, Iván Vera Pinto, es Antropólogo Social, Magíster en Educación Superior y Dramaturgo
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