Traducido para Rebelión por LB.
Para mí no fue ninguna sorpresa. Desde el primer día estuve convencido de que a Yasser Arafat lo envenenó Ariel Sharon. Incluso escribí sobre ello en varias ocasiones.
Era una simple conclusión lógica.
En primer lugar, un completo examen médico realizado en el hospital militar francés donde murió no encontró ninguna causa que explicara su repentino colapso y su muerte. No se halló rastro de ninguna enfermedad que supusiera una amenaza para su vida.
Los rumores difundidos por la maquinaria propagandística israelí sobre que Arafat tenía SIDA eran flagrantes mentiras, mera continuación de los rumores que propaló la misma maquinaria afirmando que Arafat era gay. Todo ello no era sino otro episodio de la implacable labor de demonización del líder palestino, que duró décadas.
Cuando no existe una causa evidente de una muerte es que debe existir otra menos obvia.
En segundo lugar, sabemos ya que varios servicios secretos poseen venenos que no dejan rastros rutinariamente detectables. Entre ellos están la CIA, el FSB ruso (sucesor del KGB) y el Mossad.
En tercer lugar, las oportunidades abundaban. Las medidas de seguridad de Arafat eran decididamente laxas. Solía abrazar a perfectos desconocidos que se presentaban como simpatizantes de la causa palestina, y a menudo se sentaba a comer con ellos.
En cuarto lugar, había un montón de gente que tenía el objetivo de matarlo y los medios para hacerlo. La persona más obvia era nuestro primer ministro, Ariel Sharon. En 2004 llegó incluso a decir que Arafat «no tenía póliza de seguro».
Lo que antes era una probabilidad lógica se ha convertido ahora en una certeza.
Un examen de sus pertenencias realizado por encargo de Al Yazira TV y practicado por un instituto científico suizo de gran reputación ha confirmado que Arafat fue envenenado con polonio, una sustancia radiactiva letal imposible de detectar salvo que se la busque expresamente.
Dos años después de la muerte de Arafat el disidente ruso y ex agente del KGB/FSB Alexander Litvinenko fue asesinado en Londres por agentes rusos utilizando ese mismo veneno. Los médicos descubrieron la causa [de su muerte] de forma casual. Tardó tres semanas en morir.
Más cerca de casa, en Ammán, en 1997 el Mossad estuvo a punto de asesinar al líder de Hamas Khaled Mash’al por orden del Primer Ministro Benjamín Netanyahu. El arma utilizada fue un veneno que mata a los pocos días de entrar en contacto con la piel. El asesinato fue una chapuza y la vida de la víctima se salvó cuando, tras un ultimátum del rey Hussein, el Mossad se vio obligado a proporcionar un antídoto a tiempo.
Si la viuda de Arafat, Suha, consigue hacer que se exhume su cadáver del mausoleo de la Mukata en Ramallah, donde se ha convertido en un símbolo nacional, no hay ninguna duda de que el veneno aparecerá en sus restos.
Las deficientes medidas de seguridad de Arafat siempre me sorprendieron. Los primeros ministros israelíes se protegen diez veces mejor.
Se lo reproché en varias ocasiones, pero él se encogía de hombros. En este sentido, era un fatalista. Cuando su avión realizó un aterrizaje de emergencia en el desierto de Libia y él salió milagrosamente ileso mientras que las personas a su alrededor murieron, se convenció de que lo protegía Dios.
(A pesar de ser la cabeza de un movimiento secular con un programa netamente laico, Arafat era un musulmán sunita practicante que oraba a las horas requeridas y no bebía alcohol. No impuso su piedad a sus ayudantes).
Una vez lo entrevistaron en mi presencia en Ramala. Los periodistas le preguntaron si confiaba en ver con sus propios ojos la creación del Estado palestino. Su respuesta: «Tanto yo como Uri Avnery lo veremos con nuestros propios ojos». Estaba muy seguro de ello.
La determinación de Ariel Sharon de matar a Arafat era bien conocida. Ya durante el asedio de Beirut, durante la Primera Guerra del Líbano, no era ningún secreto que había agentes peinando el oeste de Beirut en su búsqueda. Para gran consternación de Sharon, no lo encontraron.
Incluso después de Oslo, cuando Arafat regresó a Palestina, Sharon no cedió. Cuando se convirtió en primer ministro, mis temores por su vida aumentaron. Cuando en el curso de la operación «Muro Defensivo» nuestro ejército atacó Ramallah, los soldados israelíes asaltaron el complejo de Arafat (Mukata es una palabra árabe que significa ‘complejo’) y llegaron a 10 metros de sus habitaciones. Los ví con mis propios ojos.
Dos veces durante aquel asedio de varios meses mis amigos y yo fuimos a la Mukata y permanecimos allí durante varios días como escudos humanos. Cuando a Sharon se le preguntó por qué no mataba a Arafat, respondió que la presencia de los israelíes lo hizo imposible.
Sin embargo, yo creo que eso no era más que un pretexto. Los EEUU se lo prohibieron. Los estadounidenses temían, con razón, que un asesinato abierto provocara un estallido de cólera antiestadounidense a lo largo y ancho del mundo árabe y musulmán. No puedo probarlo, pero estoy seguro de que desde Washington le dijeron a Sharon: «Bajo ninguna circunstancia se le permite matarlo de forma que se pueda remontar la causa de su muerte hasta usted. Si puede hacerlo sin dejar rastro, adelante». (Igual que el Secretario de Estado de EEUU le dijo a Sharon en 1982 que bajo ninguna circunstancia se le permitiría atacar al Líbano, a menos que hubiera una provocación clara e internacionalmente reconocida, la cual se proporcionó inmediatamente).
En una coincidencia extraña, el propio Sharon cayó derribado por un ataque poco después de la muerte de Arafat, y vive en estado de coma desde entonces.
Esta semana, el día que se publicaron las conclusiones de Aljazeera coincidió con el trigésimo aniversario de mi primer encuentro con Arafat, que para él fue la primera reunión que mantenía con un israelí.
Ocurrió en el momento álgido de la batalla de Beirut. Para llegar hasta él tuve que cruzar las líneas de cuatro ejércitos beligerantes: el ejército israelí, la milicia cristiana falangista libanesa, el ejército libanés y las fuerzas de la OLP.
Hablé con Arafat durante dos horas. Allí, en medio de una guerra, con la muerte acechándole a cada instante, hablamos de la paz palestina-israelí, e incluso de una federación de Israel y Palestina, tal vez incluso con Jordania.
La reunión, que fue anunciada por la oficina de Arafat, causó sensación en todo el mundo. Mi relato de aquella conversación se publicó en varios periódicos importantes.
De regreso a casa oí en la radio que cuatro ministros del gabinete estaban exigiendo que se me enjuiciara por traición. El gobierno de Menachem Begin dio órdenes al Procurador General para que abriera una investigación criminal. Sin embargo, al cabo de varias semanas la Fiscalía determinó que no había violado ninguna ley. (La ley se modificó debidamente al poco tiempo.)
En las múltiples reuniones que mantuve con Arafat desde entonces acabé completamente convencido de que era un socio eficaz y confiable para la paz.
Poco a poco comencé a comprender cómo este padre del movimiento de liberación palestino moderno, calificado de archi-terrorista por Israel y EEUU, se convirtió en el líder de los esfuerzos de paz palestinos. A lo largo de la Historia pocas personas han tenido el privilegio de liderar dos revoluciones sucesivas en el transcurso de su vida.
Cuando Arafat comenzó su trabajo Palestina había desaparecido del mapa y de la conciencia mundial. Mediante el uso de la «lucha armada» (alias «terrorismo») consiguió volver a situar a Palestina en la agenda del mundo.
Su cambio de orientación se produjo justo después de la guerra de 1973. Aquella guerra, como se recordará, comenzó con impresionantes victorias árabes y terminó con la derrota de los ejércitos egipcio y sirio. Arafat, que era ingeniero de profesión, llegó a la conclusión lógica: si los árabes no podía ganar un enfrentamiento armado ni siquiera en esas circunstancias ideales, habría que encontrar otros medios.
Su decisión de iniciar negociaciones de paz con Israel iba completamente en contra de la esencia del Movimiento Nacional Palestino, que consideraba a Israel como un invasor extranjero. Le hicieron falta a Arafat un total de 15 años para convencer a su propio pueblo de que aceptara su línea, utilizando para ello toda su astucia, destreza táctica y poder de persuasión. En la reunión de 1988 del Parlamento palestino en el exilio, el Consejo Nacional, su concepto fue adoptado: un Estado palestino al lado de Israel en una porción del país. Este Estado, con su capital en Jerusalén Oriental y sus fronteras trazadas sobre la base de la Línea Verde, ha sido desde entonces la meta fija e inmutable, el legado de Arafat a sus sucesores.
No es casualidad que mis contactos con Arafat, primero indirectamente a través de sus ayudantes y luego directamente, se iniciaran justo en aquella época: 1974. Le ayudé a establecer contacto con los dirigentes israelíes, especialmente con Yitzhak Rabin. Eso condujo al acuerdo de Oslo de 1993, que mataron cuando asesinaron a Rabin.
Cuando le preguntaron si tenía algún amigo israelí, Arafat dijo mi nombre. La razón era su creencia de que yo había arriesgado mi vida cuando fui a verlo en Beirut. Por mi parte, me sentí agradecido por la confianza que depositó en mí cuando me conoció allí en un momento en el que cientos de agentes de Sharon lo estaban buscando.
Pero, más allá de consideraciones personales, Arafat fue un hombre capaz de hacer la paz con Israel, dispuesto a hacerlo, y —lo que es más importante—, capaz de conseguir que su pueblo —incluidos los islamistas— la aceptaran. Eso habría puesto fin a la empresa colonizadora.
Por eso lo envenenaron.
Fuenteoriginal: Zope.Gush-shalom
*Fuente: Rebelión
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