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Túnez: y de pronto, la revolución

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En 1999, cuando se contaba este chiste en los medios
intelectuales, Túnez estaba amordazado, pero a cambio disfrutaba -se repetía-
de una situación económica incomparablemente mejor que el resto del mundo
árabe. Con un crecimiento medio del 5% durante la década pasada, el FMI ponía
al país como ejemplo de las ventajas de una economía liberada de las trabas
proteccionistas y en el año 2007 el Foro Económico Mundial para Africa lo
declaraba "el más competitivo" del continente, por encima de Sudáfrica. "Kulu shai
behi", todo va bien, repetía la propaganda del régimen en vallas publicitarias,
editoriales de prensa y debates coreográficos en la televisión. Mientras el
gobierno vendía hasta 204 empresas del robusto sector público creado por Habib
Bourguiba, el dictador ilustrado y socialista, se multiplicaba el número de 4×4
en las calles, se construían en la capital barrios enteros para los negocios y
le loisir y hasta 7 millones de turistas acudían todos los años a disfrutar de
la cada vez más sofisticada y sólida infraestructura hotelera del país. En el
2001, cuando se abrió el primer Carrefour, símbolo y anuncio del ingreso en la
civilización, algunos podían hacerse la ilusión de que Túnez era ya una
provincia de Francia. Era un país maravilloso: la luz más limpia y hermosa del
mundo, las mejores playas, el desierto más hollywoodesco, la gente más
simpática. No se podía hablar ni escribir, es verdad, pero a cambio la gente
engordaba y el islamismo reculaba. La
UE y Estados Unidos, pero también las agencias de viajes y
los medios de comunicación contribuían a alimentar la imagen de un país más
europeo que árabe, más occidental que musulmán, más rico que pobre, en
transición hacia la felicidad del mercado capitalista. No se podía ni hablar ni
escribir, es verdad, y también es verdad que ocupaba el segundo lugar en el
ranking mundial de la censura informática, pero el esfuerzo del gobierno
merecía una recompensa: Túnez organizó una Copa de Africa, un Mundial de
Balonmano y en 2005 una insólita Cumbre de la Información durante la
cual se ocultó al mundo una huelga de hambre de jueces y abogados y se detuvo a
periodistas y blogueros.

A poco que alguien se hubiese molestado en rascar bajo esa
superficie bien barnizada habría descubierto una realidad bien distinta. Nadie o
casi nadie lo hizo. De enero a junio de ese año 2005, por ejemplo, El País
publicó 618 noticias relacionadas con Cuba, donde no pasaba nada, y 199 sobre
Túnez, todas sobre el turismo o el mundial de balonmano; El Mundo, en esas
mismas fechas, registró 5162 entradas sobre Cuba, país donde no pasaba nada, y
sólo 658 sobre Túnez, casi todas sobre el mundial de balonmano; y ABC tendió
400 veces la mirada hacia Cuba, país donde no pasaba nada, mientras sólo
mencionaba a Túnez 99 veces, 55 de ellas en relación con el mundial de
balonmano. El 10 de marzo de ese mismo año una rápida búsqueda en Google
entregaba 750 enlaces sobre el reparto del gobierno cubano de las famosas ollas
arroceras y sólo tres (dos de Amnistía Internacional) sobre la huelga de hambre
y la tortura a presos en Túnez. 

Pero lo cierto es que Carrefour y los humvee -y la vida
nocturna en Gammarth- ocultaba no sólo la normal represión ejercida por Ben Ali
desde 1987, año del golpe palaciego o del Gran Cambio, sino también la
desaparición de una clase media que había comenzado a formarse en los años 60 y
había sobrevivido a la crisis de finales de los 80. Unos pocos entraban en el
Carrefour y otros muchos salían del país: hasta un millón de jóvenes tunecinos
-sobre una población de 10 millones- viven fuera, sobre todo en Francia, Italia
y Alemania. Mientras una minoría dejaba el francés por el inglés y despreciaba,
por supuesto, el dialecto tunecino, la estructura educativa heredada del
régimen anterior, relativamente solvente, se degradaba de tal modo que el
último informe PISA relegaba a Túnez a uno de los últimos diez lugares de la
lista de la OCDE.
Mientras veinte familias disfrutaban del ocio en los Alpes o
en París, el paro aumentaba hasta alcanzar el 18%, el 36% entre los más
jóvenes: entre los diplomados y licenciados pasaba de un 0,7% en 1984 a un 4% en 1997 para
dispararse a un 20% en 2010. En el espejo del Carrefour -en medio de la
publicidad atmosférica que invitaba a un consumo inaccesible-, los jóvenes de
la banlieue de la capital y de las regiones del centro y sur del país parecían
conformarse con poder disfrutar de ese reflejo.

¿Quién se beneficiaba de este crecimiento bendecido por el
FMI y por las instituciones europeas? Básicamente una sola familia, extensa y
tentacular, a la que los despachos de la embajada estadounidenses filtrados por
wikileaks describen como un "clan mafioso". Se trata de la familia de Leyla
Trabelsi, la segunda esposa del dictador, hasta tal punto dueña del país que
muchos se referían a Túnez (la
Tunisie) como La Trabelsie. Ben Alí y su familia política se
habían apoderado, mediante privatizaciones opacas, de toda la actividad
económica de la nación, convirtiendo el Estado en el instrumento de un
capitalismo mafioso y primitivo o, mejor, de un feudalismo parasitario del
capitalismo internacional. La lista de sectores saqueados por el clan resulta
apenas creíble: la banca, la industria, la distribución de automóviles, los
medios de comunicación, la telefonía móvil, los transportes, las compañías
aéreas, la construcción, las cadenas de supermercados, la enseñanza privada, la
pesca, las bebidas alcohólicas y hasta el mercado de ropa usada. No puede
extrañar que, durante las revueltas de estos días, se hayan asaltado tantos
comercios, empresas y bancos; se ha hablado de "vandalismo", pero se trataba
también de un vandalismo certero o, en cualquier caso, de un vandalismo que,
incluso cuando se desencadenaba al azar, inevitablemente acertaba: golpease
donde golpease, golpeaba sin duda una propiedad de los Trabelsi.

En este cuadro de represión y apropiación, había que tender
el oído para escuchar el ruido de la marea ascendente. Pocos lo hicieron, ni
siquiera cuando en enero de 2008, en Redeyef, cerca de Gafsa, en las minas de
fosfatos, otro incidente menor -una protesta por un acto de nepotismo- puso en
pie de guerra a toda la población. Durante meses se prolongaron las huelgas,
hubo cuatro muertos, doscientos detenidos, juicios sumarísimos con penas
escalofriantes. Mientras Redeyef permaneció sitiado por la policía, sólo
periodistas y sindicalistas tunecinos trataron de romper el bloqueo policial e
informativo. En Europa, la
Trabelsia seguía siendo bella, tranquila, segura para los
negocios y la geopolítica. Tan solo un periodista italiano, Gabriele del
Grande, se atrevió a entrar clandestinamente en el corazón de las protestas y
sacar información antes de ser detenido por la policía y expulsado del país. Su
reportaje comienza así: "Sindicalistas detenidos y torturados. Manifestantes
asesinados por la policía. Periodistas encarcelados y una potente máquina de
censura para evitar que la protesta se extienda. No es una clase de historia
sobre el fascismo, sino la crónica de los últimos diez meses en Túnez. Una
crónica que no deja lugar a dudas sobre la naturaleza del régimen de Zayn al
Abidin Ben Ali -en el gobierno desde 1987-. Una crónica que revela el lado
oscuro de un país que recibe millones de turistas todos los años y del que
escapan miles de emigrantes también todos los años". En un libro posterior, Il
mare di mezzo, del Grande describe en detalle la maquinaria del terror
tunecino, con las cárceles secretas en las que desaparecían no sólo los
opositores nacionales sino también los emigrantes argelinos, secuestrados en el
mar por las patrulleras locales -policías de Europa- para ser arrojados luego
en el abismo. Nadie dijo nada. Era mucho más importante sostener al dictador;
Ben Ali y las potencias occidentales compartían no sólo intereses económicos y
políticos sino también el mismo desprecio radical por el pueblo tunecino y sus
padecimientos.

Pero el 17 de diciembre una chispa iluminó de pronto el
monstruo y revelo asimismo, como explica el sociólogo Sadri Khiari, que "no hay
servidumbre voluntaria sino sólo la espera paciente del momento de la
eclosión". El gesto de desesperación de Mohamed Bouazizi, joven informático
reducido a vendedor ambulante, puso en marcha un pueblo del que nadie esperaba
nada, que los otros árabes despreciaban y que Europa consideraba dócil, cobarde
y adormecido por el fútbol y el Carrefour. Un ciclo lunar después, el 14 de
enero pasado, tras cien muertos y decenas de metástasis rebeldes en todo el
territorio, la ola rompió en el centro de Túnez y alcanzó su objetivo. Ya no se
trataba ni de pan ni de trabajo ni de youtube: "Ben Ali asesino", "Ben Alí
fuera". La última carga policial, desmintiendo las promesas que había hecho el
día anterior el dictador, provocaron aún numerosos muertos y heridos. Pero era
muy hermoso, muy hermoso ver a esos jóvenes de los que un mes antes nadie
esperaba nada volverse en la calle y retener a la gente que huía para animarla
a regresar a la batalla con las estrofas vibrantes del himno nacional: "namutu
namutu wa yahi el-watan" (moriremos moriremos para que viva la patria). A
última hora de la tarde, apoyado hasta el final por Francia, el dictador huía a
Arabia Saudí, dejando a sus espaldas milicias armadas con instrucciones para
sembrar el caos.

El peligro no ha pasado, la lucha continúa. Pero ahora hay
un pueblo que libra las batallas. "El 14 de enero es nuestro 14 de julio",
repiten los tunecinos. Quizás el de todo el mundo árabe. Jamás el pueblo había
derrocado un dictador; y este pueblo inesperado, intruso en la lógica de las
revoluciones, este Túnez de jazmines y luz de miel, ahora de dignidad y
combate, es el espejo en el que se miran los vecinos, de Marruecos al Yemen, de
Argelia a Egipto, hermanos de frustración, infelicidad e ira. No hay que
encontrar las causas, siempre dadas, sino el minuto. Y ese minuto es ahora.

Gara, 17 de enero de 2011

– Santiago Alba Rico es ensayista y filósofo madrileño

*Fuente: Sin Permiso

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