El laicismo: oxígeno para la Democracia
por Marta Lamas (México)
14 años atrás 11 min lectura
La dignidad humana exige que se respeten por igual la
conciencia y la libertad de todo ser humano. Eso significa, llanamente, que
nadie puede decidir por otra persona ni imponerle sus convicciones.
Para que la libertad pueda ser ejercida, es necesario el
respeto por la libertad ajena, que no haya dominio improcedente (o sea, que ni
el Estado, ni la sociedad, ni las Iglesias se inmiscuyan en las decisiones de
la ciudadanía) y que la ley sea soberana.
Por eso casi todas las Constituciones consagran la igualdad
ante la ley, la libertad de conciencia,
de asociación, de expresión y de creencias, así como el derecho a la privacidad
o a la intimidad.
Estas aspiraciones éticas representan modelos de relación
humana, y es indispensable que el Estado las respete y no admita imposición
alguna.
En una democracia todas las personas tienen igual derecho a
conducir sus vidas como decidan, respetando el derecho de las demás a hacer lo
mismo, siempre y cuando se cumpla la ley.
La separación entre el Estado y las Iglesias es sana, pues
permite que las personas crean en lo que quieran creer, y que se reúnan
libremente con otras que creen lo mismo, sin pretender imponer a toda la
sociedad esas creencias. Por eso, una verdadera convivencia pacífica dentro del
pluralismo requiere contar con un Estado laico, que garantice un régimen de
tolerancia, y el imperio tanto de la ley como de la razón. En América latina
este objetivo no es sencillo: las presiones y amenazas de la Iglesia Católica
se manifiestan en el espacio público desde su postura de detentadora de "la Verdad", la única y
verdadera.
En la región, defender la laicidad del Estado es enfrentar
el poder simbólico de la
Iglesia Católica. El Papa, desde su supuesta infalibilidad, y
los prelados y funcionarios católicos que lo secundan, se valen del peso
simbólico que el catolicismo tiene en la cultura para expresar sus opiniones y
reglas y desestimar las demás posiciones por falsas o equivocadas. Fernando
Savater (1993) cuestiona esta actitud constante. Por ejemplo, se repiten las
declaraciones del Papa y sus obispos sobre el aborto (crimen, para ellos,
propio del terrorismo o nazismo), en las que se ubica a la mayoría de las
personas partidarias de la despenalización a la misma altura moral que los más
viles asesinos. Savater observa atinadamente que, cuando la alta jerarquía de la Iglesia Católica
expresa estas ideas, nadie los acusa de "antilaicismo", de intolerantes o de
"herir las convicciones ajenas".
Pero no es sólo eso. "Los creyentes, incluso los menos
intolerantes, consideran a los ateos mutilados espirituales, en el mejor caso
dignos de compasión y, en el peor, moralmente indignos de confianza. Pero no
hay reciprocidad en tal aceptación: si el ateo señala las conexiones de la
creencia religiosa con los mecanismos compensatorios de la ilusión o con varias
formas de claro infantilismo metafísico, queda de inmediato descalificado como
materialista ‘grosero’ y como intolerante falto de respeto hacia la
sensibilidad ajena."
Savater da otro ejemplo meridiano: "Si un candidato a
gobernante en cualquier país democrático hace una alusión a la divinidad,
ningún ateo entre sus votantes ha de sentirse discriminado por tal invocación,
ni menos ofendido: es una costumbre simpática, como celebrar la Navidad. Pero si se
atreve a hacer algún comentario que descarta inequívocamente la creencia en
potencias celestiales, quedará como un patán que agrede sin miramientos la fe
de los demás y se ganará una campaña en contra que mermará seriamente sus
posibilidades electorales".
La forma particular de poder simbólico que tiene la Iglesia explica la
sumisión estatal que consigue. Pierre Bourdieu (1997), quien desentraña la
función, la estructura y la génesis de las producciones simbólicas, dirige su
atención a los productores del mensaje religioso, a los intereses específicos
que los impulsan y a las estrategias que emplean en sus luchas, como la
excomunión. La Iglesia
ha contado con poder para imponer como legítimos los principios de elaboración
de la realidad social más favorables a su ser social, y ha acumulado un capital
simbólico de reconocimiento al término de una prolongada labor de construcción
simbólica, entretejida en la cultura y en las mentes de los seres humanos. Se
ha impuesto la representación oficial de la Iglesia como sede de la universalidad y del
servicio del interés general (Bourdieu, 1997, pág. 107).
Pero, para Bourdieu, la Iglesia es una empresa de dimensión económica,
capaz de asegurar su propia perpetuación sirviéndose de diferentes tipos de
recursos, y, aunque cultiva una imagen de desinterés y de humildad, no tiene su
poder simbólico por la predicación y la salvación de almas, sino por el tipo de
transacción que se instaura entre las Iglesias y los fieles. Rara vez se habla
de ese aspecto de la Iglesia,
al contrario, se oculta activa o pasivamente su verdad económica. Por eso, para
Bourdieu, la dinámica propia del campo religioso reconfigura dos lógicas: la
lógica simbólica y la lógica fáctica del mercado.
Bourdieu sostiene que el poder simbólico se ejerce con la
colaboración de quienes lo padecen porque contribuyen a establecerlo como tal
(1999, pág. 225). Esta "complicidad" de las personas dominadas no se concede
mediante un acto consciente y deliberado, sino por la adhesión involuntaria que
otorgan al pensar con instrumentos de conocimiento impuestos por el propio
poder simbólico, los cuales presentan como "natural" la estructura de la
relación de dominación. Por eso, las luchas por el conocimiento científico se
vuelven imprescindibles para enfrentar la imposición de la representación
religiosa de la realidad.
La "naturalización" de mitos es un mecanismo común del
pensamiento religioso. Un ejemplo muy difundido es la creencia de que los seres
humanos descendemos de Adán y Eva. Cuando Darwin planteó la evolución de las
especies y señaló que procedemos de los monos, el Vaticano lo condenó por
hereje. Recién en 1994 el Vaticano reconoció que la teoría de Darwin era
cierta, y que Adán y Eva eran una metáfora. Probablemente dentro de varios años
reconozca otros planteamientos científicos que hoy rechaza. Savater lo dice muy
bien: "Los sistemas religiosos son vastas y complejas metáforas de nuestro
habitar sobre la Tierra,
con sus miserias y anhelos. En tanto conservan el correspondiente nivel
retórico de su fuerza metafórica, pueden brindar adecuados instrumentos
simbólicos para la mejor comprensión del fenómeno humano. Pero si la metáfora
se literaliza en dogma y padece la administración de los detentadores oficiales
de la fe, recae en los peores obstáculos supersticiosos al cumplimiento de la
modernidad ilustrada y democrática, en buena medida aún pendiente de
realización" (Savater, 1993).
Para construir una perspectiva tolerante de convivencia no
sólo hay que apoyarse en la razón y en el conocimiento, también es
imprescindible distinguir entre la verdadera tolerancia, que es respeto, y esa
forma de "tolerancia" cotidiana, a la que Marcuse calificó como "represiva":
una actitud hecha de superioridad moral y desdén. Esta tolerancia represiva,
que funciona como concesión, acepta a regañadientes ("tolera") un mal
inevitable (la existencia de "otros", diferentes, no católicos), pero no
establece como un valor democrático el respeto a la diferencia. Así, fomenta el
error original: "Yo estoy bien, tú estás mal, pero te aguanto". Versiones de
este tipo de tolerancia represiva sirven para recubrir actitudes profundamente
negativas.
En ciertos países, la falta de vigencia de libertades
fundamentales hace que, ante las intransigencias, vejaciones y violaciones a
sus derechos, muchas personas valoren esta "tolerancia represiva" como caridad
mal entendida. Mejor recibir compasión que insultos, o piedras o linchamientos.
Hay que distinguir entre formas nefastas de tolerancia, y formas sanas de
intolerancia. Otra forma inaceptable de tolerancia que debe ser denunciada es
la tolerancia con los intolerantes. Las instituciones más intolerantes en el
mundo son las Iglesias, que se consideran en posesión de la Verdad. El problema de
tolerar a los intolerantes es complejo y tiene costos altísimos en el conjunto
del cuerpo social.
En América latina las expresiones fundamentalistas de la Iglesia Católica
son contrarias a las libertades civiles en una sociedad democrática. El dilema
democrático reside en ser respetuosos y tolerantes con las creencias
religiosas, sin permitir, sin tolerar, como bien dice Savater, "que los
representantes profesionales de determinadas creencias inverificables dicten a
la pluralidad del conjunto social sus prohibiciones, la obediencia a sus
normas, que pretendan castigar las ‘blasfemias’ que les desagradan o que
intenten recabar derechos diferentes a los de la democracia laica como
privilegios especiales para sus instituciones y feligreses".
La batalla cultural por la laicidad del Estado se nutre de
varias tendencias: por un lado, la secularización, que se expresa por la
multiplicación de personas ateas y agnósticas; por otro, por el pluralismo de
creencias, producto de una religiosidad que se vive fuera de marcos
institucionales, y finalmente, por la aspiración democrática de cada vez más
ciudadanos. El laicismo es "el artífice de la moderna sociedad civil de
ciudadanos, liberada de la pesada servidumbre de totalitarismos religiosos y
políticos, de dogmas inamovibles y poderes definitivos e inapelables" (Mayoral
Cortés, 1991). Por eso, el laicismo se vuelve el cimiento de un Estado
democrático en el que procura ofrecer igualdad a las personas, a partir del
principio de soberanía popular y de la libre determinación de los individuos.
Sólo el marco ético del laicismo puede articular la
convivencia en una sociedad plural sobre la base de la tolerancia y del respeto
a la diferencia. Sin pensamiento laico no se desarrollan ni la ciencia ni la
democracia moderna. Si bien la modernidad democrática ha significado el triunfo
del laicismo en la vida pública, en América latina lo público sigue teñido por
las posiciones atrasadas de la Iglesia Católica.
Es evidente que el Vaticano enfoca sus energías y recursos
hacia la familia y la sexualidad, ámbitos en los que trata de impedir que se
hable de cuestiones vitales para la población, como los derechos sexuales y
reproductivos. La
Iglesia Católica tiene serias dificultades para aceptar que
ciertas decisiones íntimas dependen más de la conciencia de cada persona, que
de los dictados de la jerarquía eclesiástica.
Gran parte, si no la mayoría, de las y los latinoamericanos
tiene actitudes más liberales respecto de la familia, la sexualidad y la
reproducción que las que promueve la Iglesia Católica:
se divorcian, usan anticonceptivos, interrumpen embarazos y tienen relaciones
homosexuales. Para frenar lo que consideran conductas condenables, no sólo los
obispos se entrometen en política, sino que, mediante asociaciones sociales o
caritativas, presionan a los gobiernos para que incluyan la agenda teológica en
sus políticas públicas. Además, la Iglesia Católica utiliza abiertamente su gran
poderío económico para influenciar la opinión pública y para censurar posturas
distintas a la suya. No le bastan las relaciones con importantes empresarios y
dueños de cadenas televisivas, periódicos y radiodifusoras, que le dan
generosos espacios en los medios, sino que paga inserciones en toda la prensa,
para llegar así a diversos sectores de la sociedad. Todo lo que no se ajuste a
su pensamiento da origen a campañas cuya difusión no queda circunscripta al
ámbito natural de la Iglesia,
los púlpitos y confesionarios, sino que es impulsada a través de los medios
masivos de comunicación.
Si se reconoce la distinción entre buena y mala
intolerancia, la buena intolerancia debe servir para negarse a aceptar como
interlocutora válida a una institución dogmática que no comparte los cánones
modernos de racionalidad, respeto a la pluralidad y espíritu democrático. El
pensamiento ilustrado moderno asume la tarea crítica de denunciar las
supersticiones y reafirma la importancia ética de asumir sin mistificaciones
las implicaciones de la finitud y de introducir elementos racionales en un
debate sobre la sexualidad y la reproducción. Si las Iglesias suelen "hacer
creer a la gente que algo que ha sido dicho en la tierra proviene del cielo"
(Savater, 1993), las y los ciudadanos reivindican que el contrato social, con
sus reglas y leyes, se establece entre personas terrenales.
La defensa de los derechos sexuales y reproductivos conduce
a algo central: estos derechos suponen libertad e igualdad; libertad para
decidir e igualdad de acceso a la información y a los servicios médicos. Por lo
tanto, esos derechos son intrínsecamente democráticos, pues parten de la
libertad y requieren el piso común de la igualdad de acceso.
En los derechos sexuales y reproductivos así
conceptualizados se encuentran vivos los principios políticos de una democracia
moderna pluralista. Y la lucha por esos derechos lleva a plantear la relación
entre las y los ciudadanos con el Estado y a defender la separación Estado/Iglesia. Pero, sobre todo, esta
defensa de la laicidad del Estado sirve para establecer un conjunto de valores
ético-políticos con los cuales enfrentar el avance del fundamentalismo
religioso y del fascismo. Para obtener comportamientos colectivos más libres y
solidarios, más democráticos y modernos es necesario formular un modo de
razonamiento social y político basado en el laicismo.
– La autora es etnóloga, con una maestría en Ciencias
Antropológicas. Candidata al doctorado en Antropología, Instituto de
Investigaciones Antropológicas de la UNAM. Profesora del departamento de Ciencia
Política del Instituto Tecnológico Autónomo de México. Directora de la revista
Debate feminista.
Fuente: www.despenalizacion.org.ar
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