El ciudadano Villanueva frente a los poderes fácticos
por Gustavo Ruz Zañartu (Chile)
14 años atrás 5 min lectura
La repentina pretensión de culpar a Sergio Apablaza y Enrique Villanueva
como “autores” del crimen de Jaime Guzmán, ocurrido hace 19 años, es
una clara expresión del predominio de los poderes fácticos en la
política chilena. Prescindiendo absolutamente de la presunción de
inocencia, el Presidente de la República, el duopolio MERCURIO-TERCERA y
una legión de parlamentarios retoños del régimen dictatorial reclamaron
-en Santiago, Buenos Aires y Ginebra- la extradición de Apablaza y el
encarcelamiento de Enrique Villanueva sin que ninguno de éstos haya sido
imputado durante el proceso que tuvo lugar entre 1991 y 1997, a cargo
del Ministro Hugo Dolmech.
La acusación es enteramente política y carece, en absoluto, de
fundamento jurídico. Pero sirve para montar una campaña propagandística,
por la sencilla razón de que en Chile el Poder Judicial carece de
verdadera independencia en relación al Gobierno y al parlamento que
tienen en sus manos, en definitiva, los ascensos a los peldaños
superiores de la magistratura.
Hasta septiembre de 2010, Enrique Villanueva, junto a su familia, actuó
como cualquier ciudadano, con total transparencia, ejerció su profesión y
pagó sus impuestos, recorrió el país y viajó al extranjero sin que
jamás fuera interceptado en los controles fronterizos, sin ser requerido
por los tribunales ni interpelado por los servicios de inteligencia de
las Fuerzas Armadas y Carabineros de Chile. Y no es porque aquellos sean
unos ineptos que no hayan desplegado toda su capacidad para ubicar a
los responsables de los hechos, como podría deducirse del razonamiento
de la UDI y cómplices concertacionistas. La razón es muy simple: Todo el
aparato de seguridad nacional y el Ministro instructor del citado
proceso sabían, y saben a ciencia cierta, que Villanueva no tuvo
injerencia en el crimen de Guzmán.
Sólo hay una excepción que confirma la regla: En 1997 los poderes
fácticos publicaron – con gran cobertura en el diario LA TERCERA – una
“investigación periodística” que pretendía denigrar a Enrique Villanueva
con el fácil expediente de sindicarlo como “informante” de los
servicios de seguridad del gobierno de Patricio Aylwin. El reportaje
contenía fotos personales, de su lugar de trabajo, etc. Pese al
escándalo, ninguna autoridad del Estado ni siquiera se tomó la molestia
de telefonear a Enrique Villanueva, quien de todas maneras decidió salir
legalmente de Chile para proteger a su familia que recibió varias
amenazas de muerte. Consultó en las agrupaciones de Derechos Humanos
quienes, sabiéndolo inocente, le recomendaron abandonar el país porque
no había forma eficaz de protegerlo ante un capricho de los poderes
fácticos.
Salió a Venezuela y, desde allá, voluntariamente envió una declaración
–como testigo- al ministro instructor, quien procedió, a continuación,
al cierre del proceso.
Hizo un doctorado en economía y regresó a Santiago el año 2005, donde
nuevamente verificó y confirmó ante los tribunales que no había ningún
cargo en su contra, por lo que retomó sus actividades profesionales en
una universidad estatal, sin que los “sabuesos” de la UDI le
interpelaran jamás. ¿Es que estaban desinformados? ¿Es la mediocridad de
los servicios de inteligencia militar que no “detectaron” las movidas
de un “peligroso terrorista”?
Entonces cabe preguntarse: ¿qué acontecimiento tan significativo ocurrió
en estos días, qué nuevos antecedentes fueron presentados para
justificar la detención de Villanueva el día 27 de septiembre? La
verdad es del porte de una montaña. No hubo antecedentes jurídicamente
válidos. Villanueva fue arrestado como respuesta política del Gobierno
de Chile ante la negativa del Gobierno Argentino a otorgar la
extradición de Sergio Apablaza. Es una simple y vulgar represalia. Está
en calidad de rehén. El infundio, proveniente de una cárcel brasileña
por el autor confeso del crimen de Guzmán, desde el punto de vista
jurídico, no lo salpica.
Los lectores tendrán presente que la República Argentina encarceló a los
generales golpistas por el delito de derrocar al gobierno
constitucional de Isabel Perón. La República de Chile, en cambio,
sepultó con honores de Estado al general Pinochet y conservó la esencia
de la constitución impuesta por la dictadura a punta de bayonetas.
Ayer eran “los martes de Merino” en que el Almirante, con toda
impudicia, vomitaba cualquier basura con la certeza que nadie tenía
fuerza para contestarle. Hoy, los dirigentes UDI pretenden aparecer como
víctimas y dictar cátedra sobre Derechos Humanos, en virtud de su
poder sobre los medios de comunicación de Chile.. La arbitraria
detención de Villanueva y el montaje comunicacional en su contra otorgan
plena validez a los fundamentos esgrimidos por las autoridades
argentinas para no conceder la extradición de Sergio Apablaza, a quien
la prensa y autoridades chilenas ya habían crucificado antes de
someterlo a juicio. Con este montaje los dirigentes UDI han recuperado
parcialmente la iniciativa política en Chile y han logrado, además,
abrir espacios de conflicto con un gobierno argentino, cuyas
realizaciones políticas y sociales están en las antípodas del modelo
económico y político imperante en nuestro país.
Resulta indesmentible que Sergio Apablaza y Enrique Villanueva, junto a
la mayoría de los militantes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez,
desestimaron absolutamente las acciones militares y buscaron una
estrategia de movilización social y política en el nuevo escenario que
se abrió en 1990, pese a la precariedad del espacio democrático
instalado entonces a la medida de los poderes fácticos y del gobierno de
los Estados Unidos.
Habrá que remecer la decencia, que por fortuna existe aún en amplios
sectores ciudadanos, civiles y militares, sociales, políticos y
culturales, para que la recta aplicación de justicia prevalezca y
Enrique Villanueva recupere su libertad. Así se abrirá paso,
progresivamente, la verdad, la razón y la ética de los que luchamos ayer
por emancipar a nuestro pueblo de la peor tiranía de su historia, y
que hoy tenemos el imperativo político y moral de desenmascarar a los
poderes fácticos maquillados como demócratas y amparados en una
institucionalidad que ofende a quienes encendieron la luz de la
República en la alborada de 1810.
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