[…]
Expondremos en tres grandes apartados:
1) La relación entre el trabajo asalariado y el capital, la esclavitud
del obrero, la dominación del capitalista.
2) La inevitable ruina, bajo el sistema actual, de las clases medias
burguesas y del llamado estamento campesino.
3) El sojuzgamiento y la explotación comercial de las clases burguesas
de las distintas naciones europeas por Inglaterra, el déspota del
mercado mundial.
Nos esforzaremos por conseguir que nuestra exposición sea lo más
sencilla y popular posible, sin dar por supuestas ni las nociones más
elementales de la Economía Política. Queremos que los obreros nos
entiendan. Además, en Alemania reinan una ignorancia y una confusión de
conceptos verdaderamente asombrosas acerca de las relaciones económicas
más simples, que van desde los defensores patentados del orden de cosas
existente hasta los taumaturgos socialistas y los genios políticos
incomprendidos, que en la desmembrada Alemania abundan todavía más que
los «padres de la Patria».
Pasemos, pues, al primer problema:
¿Qué es el salario? ¿Cómo se determina?
Si preguntamos a los obreros qué salario perciben, uno nos contestará:
«Mi burgués me paga un marco por la jornada de trabajo»; el otro: «Yo
recibo dos marcos», etc. Según las distintas ramas del trabajo a que
pertenezcan, nos indicarán las distintas cantidades de dinero que los
burgueses respectivos les pagan por la ejecución de una tarea
determinada, v.gr., por tejer una vara de lienzo o por componer un
pliego de imprenta. Pero, pese a la diferencia de datos, todos coinciden
en un punto: el salario es la cantidad de dinero que el capitalista
paga por un determinado tiempo de trabajo o por la ejecución de una
tarea determinada.
Por tanto, diríase que el capitalista les compra con dinero el trabajo
de los obreros. Estos le venden por dinero su trabajo. Pero esto no es
más que la apariencia. Lo que en realidad venden los obreros al
capitalista por dinero es su fuerza de trabajo. El capitalista compra
esta fuerza de trabajo por un día, una semana, un mes, etc. Y, una vez
comprada, la consume, haciendo que los obreros trabajen durante el
tiempo estipulado. Con el mismo dinero con que les compra su fuerza de
trabajo, por ejemplo, con los dos marcos, el capitalista podría comprar
dos libras de azúcar o una determinada cantidad de otra mercancía
cualquiera. Los dos marcos con los que compra dos libras de azúcar son
el precio de las dos libras de azúcar. Los dos marcos con los que compra
doce horas de uso de la fuerza de trabajo son el precio de un trabajo
de doce horas. La fuerza de trabajo es, pues, una mercancía, ni más ni
menos que el azúcar. Aquélla se mide con el reloj, ésta, con la balanza.
Los obreros cambian su mercancía, la fuerza de trabajo, por la mercancía
del capitalista, por el dinero y este cambio se realiza guardándose una
determinada proporción: tanto dinero por tantas horas de uso de la
fuerza de trabajo. Por tejer durante doce horas, dos marcos. Y estos dos
marcos, ¿no representan todas las demás mercancías que pueden
adquirirse por la misma cantidad de dinero? En realidad, el obrero ha
cambiado su mercancía, la fuerza de trabajo, por otras mercancías de
todo género, y siempre en una determinada proporción. Al entregar dos
marcos, el capitalista le entrega, a cambio de su jornada de trabajo, la
cantidad correspondiente de carne, de ropa, de leña, de luz, etc. Por
tanto, los dos marcos expresan la proporción en que la fuerza de trabajo
se cambia por otras mercancías, o sea el valor de cambio de la fuerza
de trabajo. Ahora bien, el valor de cambio de una mercancía, expresado
en dinero, es precisamente su precio. Por consiguiente, el salario no es
más que un nombre especial con que se designa el precio de la fuerza de
trabajo, o lo que suele llamarse precio del trabajo, el nombre especial
de esa peculiar mercancía que sólo toma cuerpo en la carne y la sangre
del hombre.
Tomemos un obrero cualquiera, un tejedor, por ejemplo. El capitalista le
suministra el telar y el hilo. El tejedor se pone a trabajar y el hilo
se convierte en lienzo. El capitalista se adueña del lienzo y lo vende
en veinte marcos, por ejemplo. ¿Acaso el salario del tejedor representa
una parte del lienzo, de los veinte marcos, del producto de su trabajo?
Nada de eso. El tejedor recibe su salario mucho antes de venderse el
lienzo, tal vez mucho antes de que haya acabado el tejido. Por tanto, el
capitalista no paga este salario con el dinero que ha de obtener del
lienzo, sino de un fondo de dinero que tiene en reserva. Las mercancías
entregadas al tejedor a cambio de la suya, de la fuerza de trabajo, no
son productos de su trabajo, del mismo modo que no lo son el telar y el
hilo que el burgués le ha suministrado. Podría ocurrir que el burgués no
encontrase ningún comprador para su lienzo. Podría ocurrir también que
no se reembolsase con el producto de su venta ni el salario pagado. Y
puede ocurrir también que lo venda muy ventajosamente, en comparación
con el salario del tejedor. Al tejedor todo esto le tiene sin cuidado.
El capitalista, con una parte de la fortuna de que dispone, de su
capital, compra la fuerza de trabajo del tejedor, exactamente lo mismo
que con otra parte de la fortuna ha comprado las materias primas —el
hilo— y el instrumento de trabajo —el telar—. Una vez hechas estas
compras, entre las que figura la de la fuerza de trabajo necesaria para
elaborar el lienzo, el capitalista produce ya con materias primas e
instrumentos de trabajo de su exclusiva pertenencia. Entre los
instrumentos de trabajo va incluido también, naturalmente, nuestro buen
tejedor, que participa en el producto o en el precio del producto en la
misma medida que el telar; es decir, absolutamente en nada.
Por tanto, el salario no es la parte del obrero en la mercancía por él
producida. El salario es la parte de la mercancía ya existente, con la
que el capitalista compra una determinada cantidad de fuerza de trabajo
productiva.
La fuerza de trabajo es, pues, una mercancía que su propietario, el
obrero asalariado, vende al capital. ¿Para qué la vende? Para vivir.
Ahora bien, la fuerza de trabajo en acción, el trabajo mismo, es la
propia actividad vital del obrero, la manifestación misma de su vida. Y
esta actividad vital la vende a otro para asegurarse los medios de vida
necesarios. Es decir, su actividad vital no es para él más que un medio
para poder existir. Trabaja para vivir. El obrero ni siquiera considera
el trabajo parte de su vida; para él es más bien un sacrificio de su
vida. Es una mercancía que ha adjudicado a un tercero. Por eso el
producto de su actividad no es tampoco el fin de esta actividad. Lo que
el obrero produce para sí no es la seda que teje ni el oro que extrae de
la mina, ni el palacio que edifica. Lo que produce para sí mismo es el
salario; y la seda, el oro y el palacio se reducen para él a una
determinada cantidad de medios de vida, si acaso a una chaqueta de
algodón, unas monedas de cobre y un cuarto en un sótano. Y para el
obrero que teje, hila, taladra, tornea, construye, cava, machaca
piedras, carga, etc., por espacio de doce horas al día, ¿son estas doce
horas de tejer, hilar, taladrar, tornear, construir, cavar y machacar
piedras la manifestación de su vida, su vida misma? Al contrario. Para
él, la vida comienza allí donde terminan estas actividades, en la mesa
de su casa, en el banco de la taberna, en la cama. Las doce horas de
trabajo no tienen para él sentido alguno en cuanto a tejer, hilar,
taladrar, etc., sino solamente como medio para ganar el dinero que le
permite sentarse a la mesa o en el banco de la taberna y meterse en la
cama. Si el gusano de seda hilase para ganarse el sustento como oruga,
sería un auténtico obrero asalariado. La fuerza de trabajo no ha sido
siempre una mercancía. El trabajo no ha sido siempre trabajo asalariado,
es decir, trabajo libre. El esclavo no vendía su fuerza de trabajo al
esclavista, del mismo modo que el buey no vende su trabajo al labrador.
El esclavo es vendido de una vez y para siempre, con su fuerza de
trabajo, a su dueño. Es una mercancía que puede pasar de manos de un
dueño a manos de otro. El es una mercancía, pero su fuerza de trabajo no
es una mercancía suya. El siervo de la gleba sólo vende una parte de su
fuerza de trabajo. No es él quien obtiene un salario del propietario
del suelo; por el contrario, es éste, el propietario del suelo, quien
percibe de él un tributo.
El siervo de la gleba es un atributo del suelo y rinde frutos al dueño
de éste. En cambio, el obrero libre se vende él mismo y además, se vende
en partes. Subasta 8, 10, 12, 15 horas de su vida, día tras día,
entregándolas al mejor postor, al propietario de las materias primas,
instrumentos de trabajo y medios de vida; es decir, al capitalista. El
obrero no pertenece a ningún propietario ni está adscrito al suelo, pero
las 8, 10, 12, 15 horas de su vida cotidiana pertenecen a quien se las
compra. El obrero, en cuanto quiera, puede dejar al capitalista a quien
se ha alquilado, y el capitalista le despide cuando se le antoja, cuando
ya no le saca provecho alguno o no le saca el provecho que había
calculado. Pero el obrero, cuya única fuente de ingresos es la venta de
su fuerza de trabajo, no puede desprenderse de toda la clase de los
compradores, es decir, de la clase de los capitalistas, sin renunciar a
su existencia. No pertenece a tal o cual capitalista, sino a la clase
capitalista en conjunto, y es incumbencia suya encontrar un patrono, es
decir, encontrar dentro de esta clase capitalista un comprador.
Antes de pasar a examinar más de cerca la relación entre el capital y el
trabajo asalariado, expondremos brevemente los factores más generales
que intervienen en la determinación del salario.
El salario es, como hemos visto, el precio de una determinada mercancía,
de la fuerza de trabajo. Por tanto, el salario se halla determinado por
las mismas leyes que determinan el precio de cualquier otra mercancía.
Ahora bien, nos preguntamos: ¿Cómo se determina el precio de una
mercancía?
¿Qué es lo que determina el precio de una mercancía?
Es la competencia entre compradores y vendedores, la relación entre la
demanda y la oferta, entre la apetencia y la oferta. La competencia que
determina el precio de una mercancía tiene tres aspectos.
La misma mercancía es ofrecida por diversos vendedores. Quien venda
mercancías de igual calidad a precio más barato, puede estar seguro de
que eliminará del campo de batalla a los demás vendedores y se asegurará
mayor venta. Por tanto, los vendedores se disputan mutuamente la venta,
el mercado. Todos quieren vender, vender lo más que puedan, y, si es
posible, vender ellos solos, eliminando a los demás. Por eso unos venden
más barato que otros. Tenemos, pues, una competencia entre vendedores,
que abarata el precio de las mercancías puestas a la venta.
Pero hay también una competencia entre compradores, que a su vez, hace
subir el precio de las mercancías puestas a la venta.
Y, finalmente, hay la competencia entre compradores y vendedores; unos
quieren comprar lo más barato posible, otros vender lo más caro que
puedan. El resultado de esta competencia entre compradores y vendedores
dependerá de la relación existente entre los dos aspectos de la
competencia mencionada más arriba; es decir, de que predomine la
competencia entre las huestes de los compradores o entre las huestes de
los vendedores. La industria lanza al campo de batalla a dos ejércitos
contendientes, en las filas de cada uno de los cuales se libra además
una batalla intestina. El ejército cuyas tropas se pegan menos entre sí
es el que triunfa sobre el otro.
Supongamos que en el mercado hay 100 balas (**) de algodón y que existen
compradores para 1.000 balas. En este caso, la demanda es, como vemos,
diez veces mayor que la oferta. La competencia entre los compradores
será, por tanto, muy grande; todos querrán conseguir una bala, y si es
posible las cien. Este ejemplo no es ninguna suposición arbitraria. En
la historia del comercio hemos asistido a períodos de mala cosecha
algodonera, en que unos cuantos capitalistas coligados pugnaban por
comprar, no ya cien balas, sino todas las reservas de algodón de la
tierra. En el caso que citamos, cada comprador procurará, por tanto,
desalojar al otro, ofreciendo un precio relativamente mayor por cada
bala de algodón. Los vendedores, que ven a las fuerzas del ejército
enemigo empeñadas en una rabiosa lucha intestina y que tienen segura la
venta de todas sus cien balas, se guardarán mucho de irse a las manos
para hacer bajar los precios del algodón, en un momento en que sus
enemigos se desviven por hacerlos subir. Se hace, pues, a escape, la paz
entre las huestes de los vendedores. Estos se enfrentan como un solo
hombre con los compradores, se cruzan olímpicamente de brazos. Y sus
exigencias no tendrían límite si no lo tuvieran, y muy concreto, hasta
las ofertas de los compradores más insistentes.
Por tanto, cuando la oferta de una mercancía es inferior a su demanda,
la competencia entre los vendedores queda anulada o muy debilitada. Y en
la medida en que se atenúa esta competencia, crece la competencia
entablada entre los compradores. Resultado: alza más o menos
considerable de los precios de las mercancías.
Con mayor frecuencia se da, como es sabido, el caso inverso, y con
inversos resultados: exceso considerable de la oferta sobre la demanda;
competencia desesperada entre los vendedores; falta de compradores;
lanzamiento de las mercancías al malbarato.
Pero, ¿qué significa eso del alza y la baja de los precios? ¿Qué quiere
decir precios altos y precios bajos? Un grano de arena es alto si se le
mira al microscopio, y, comparada con una montaña, una torre resulta
baja. Si el precio está determinado por la relación entre la oferta y la
demanda, ¿qué es lo que determina esta relación entre la oferta y la
demanda?
Preguntemos al primer burgués que nos salga al paso. No se parará a
meditar ni un instante, sino que, cual nuevo Alejandro Magno, cortará
este nudo metafísico [1] con la tabla de multiplicar. Nos dirá: si el
fabricar la mercancía que vendo me ha costado cien marcos y la vendo por
110 —pasado un año, se entiende—, esta ganancia es una ganancia
moderada, honesta y decente. Si obtengo, a cambio de esta mercancía,
120, 130 marcos, será ya una ganancia alta; y si consigo hasta 200
marcos, la ganancia será extraordinaria, enorme. ¿Qué es lo que le sirve
a nuestro burgués de criterio para medir la ganancia? El coste de
producción de su mercancía. Si a cambio de esta mercancía obtiene una
cantidad de otras mercancías cuya producción ha costado menos, pierde.
Si a cambio de su mercancía obtiene una cantidad de otras mercancías
cuya producción ha costado más, gana. Y calcula la baja o el alza de su
ganancia por los grados que el valor de cambio de su mercancía acusa por
debajo o por encima de cero, por debajo o por encima del coste de
producción.
Hemos visto que la relación variable entre la oferta y la demanda lleva
aparejada tan pronto el alza como la baja de los precios determina tan
pronto precios altos como precios bajos. Si el precio de una mercancía
sube considerablemente, porque la oferta baje o porque crezca
desproporcionadamente la demanda, con ello necesariamente bajará en
proporción el precio de cualquier otra mercancía, pues el precio de una
mercancía no hace más que expresar en dinero la proporción en que otras
mercancías se entregan a cambio de ella. Si, por ejemplo, el precio de
una vara de seda sube de cinco marcos a seis, bajará el precio de la
plata en relación con la seda, y asimismo disminuirá, en proporción con
ella, el precio de todas las demás mercancías que sigan costando igual
que antes. Para obtener la misma cantidad de seda ahora habrá que dar a
cambio una cantidad mayor de aquellas otras mercancías. ¿Qué ocurrirá al
subir el precio de una mercancía? Una masa de capitales afluirá a la
rama industrial floreciente, y esta afluencia de capitales al campo de
la industria favorecida durará hasta que arroje las ganancias normales; o
más exactamente, hasta que el precio de sus productos descienda,
empujado por la superproducción, por debajo del coste de producción.
Y viceversa. Si el precio de una mercancía desciende por debajo de su
coste de producción, los capitales se retraerán de la producción de esta
mercancía. Exceptuando el caso en que una rama industrial no
corresponda ya a la época, y, por tanto, tenga que desaparecer, esta
huida de los capitales irá reduciendo la producción de aquella
mercancía, es decir, su oferta, hasta que corresponda a la demanda, y,
por tanto, hasta que su precio vuelva a levantarse al nivel de su coste
de producción, o, mejor dicho, hasta que la oferta sea inferior a la
demanda; es decir, hasta que su precio rebase nuevamente su coste de
producción, pues el precio corriente de una mercancía es siempre
inferior o superior a su coste de producción.
Vemos que los capitales huyen o afluyen constantemente del campo de una
industria al de otra. Los precios altos determinan una afluencia
excesiva, y los precios bajos, una huida exagerada.
Podríamos demostrar también, desde otro punto de vista, cómo el coste de
producción determina, no sólo la oferta, sino también la demanda. Pero
esto nos desviaría demasiado de nuestro objetivo.
Acabamos de ver cómo las oscilaciones de la oferta y la demanda vuelven a
reducir siempre el precio de una mercancía a su coste de producción. Es
cierto que el precio real de una mercancía es siempre superior o
inferior al coste de producción, pero el alza y la baja se compensan
mutuamente, de tal modo que, dentro de un determinado período de tiempo,
englobando en el cálculo el flujo y el reflujo de la industria, puede
afirmarse que las mercancías se cambian unas por otras con arreglo a su
coste de producción, y su precio se determina, consiguientemente, por
aquél.
Esta determinación del precio por el coste de producción no debe
entenderse en el sentido en que la entienden los economistas. Los
economistas dicen que el precio medio de las mercancías equivale al
coste de producción; que esto es la ley. Ellos consideran como obra del
azar el movimiento anárquico en que el alza se nivela con la baja y ésta
con el alza. Con el mismo derecho podría considerarse, como lo hacen en
efecto otros economistas, que estas oscilaciones son la ley, y la
determinación del precio por el coste de producción, fruto del azar. En
realidad, si se las examina de cerca, se ve que estas oscilaciones
acarrean las más espantosas desolaciones y son como terremotos que hacen
estremecerse los fundamentos de la sociedad burguesa, son las únicas
que en su curso determinan el precio por el coste de producción. El
movimiento conjunto de este desorden es su orden. En el transcurso de
esta anarquía industrial, en este movimiento cíclico, la concurrencia se
encarga de compensar, como si dijésemos, una extravagancia con otra.
Vemos, pues, que el precio de una mercancía se determina por su coste de
producción, de modo que las épocas en que el precio de esta mercancía
rebasa el coste de producción se compensan con aquellas en que queda por
debajo de este coste de producción, y viceversa. Claro está que esta
norma no rige para un producto industrial concreto, sino solamente para
la rama industrial entera. No rige tampoco, por tanto, para un solo
industrial, sino únicamente para la clase entera de los industriales.
La determinación del precio por el coste de producción equivale a la
determinación del precio por el tiempo de trabajo necesario para la
producción de una mercancía, pues el coste de producción está formado:
1) por las materias primas y el desgaste de los instrumentos, es decir,
por productos industriales cuya fabricación ha costado una determinada
cantidad de jornadas de trabajo y que representan, por tanto, una
determinada cantidad de tiempo de trabajo. y
2) por el trabajo directo; cuya medida es también el tiempo.
Las mismas leyes generales que regulan el precio de las mercancías en
general regulan también, naturalmente, el salario, el precio del
trabajo.
La remuneración del trabajo subirá o bajará según la relación entre la
demanda y la oferta, según el cariz que presente la competencia entre
los compradores de la fuerza de trabajo, los capitalistas, y los
vendedores de la fuerza de trabajo, los obreros. A las oscilaciones de
los precios de las mercancías en general les corresponden las
oscilaciones del salario. Pero, dentro de estas oscilaciones, el precio
del trabajo se hallará determinado por el coste de producción, por el
tiempo de trabajo necesario para producir esta mercancía, que es la
fuerza de trabajo.
Ahora bien, ¿cuál es el coste de producción de la fuerza de trabajo?
Es lo que cuesta sostener al obrero como tal obrero y educarlo para este
oficio.
Por tanto, cuanto menos tiempo de aprendizaje exija un trabajo, menor
será el coste de producción del obrero, más bajo el precio de su
trabajo, su salario. En las ramas industriales que no exigen apenas
tiempo de aprendizaje, bastando con la mera existencia corpórea del
obrero, el coste de producción de éste se reduce casi exclusivamente a
las mercancías necesarias para que aquél pueda vivir en condiciones de
trabajar. Por tanto, aquí el precio de su trabajo estará determinado por
el precio de los medios de vida indispensables.
Pero hay que tener presente, además, otra circunstancia.
El fabricante, al calcular su coste de producción, y con arreglo a él el
precio de los productos, incluye en el cálculo el desgaste de los
instrumentos de trabajo. Si una máquina le cuesta, por ejemplo, mil
marcos y se desgasta totalmente en diez años, agregará cien marcos cada
año al precio de las mercancías fabricadas, para, al cabo de los diez
años, poder sustituir la máquina ya agotada, por otra nueva. Del mismo
modo hay que incluir en el coste de producción de la fuerza de trabajo
simple el coste de procreación que permite a la clase obrera estar en
condiciones de multiplicarse y de reponer los obreros agotados por otros
nuevos. El desgaste del obrero entra, por tanto, en los cálculos, ni
más ni menos que el desgaste de las máquinas.
Por tanto, el coste de producción de la fuerza de trabajo simple se
cifra siempre en los gastos de existencia y reproducción del obrero. El
precio de este coste de existencia y reproducción es el que forma el
salario. El salario así determinado es lo que se llama el salario
mínimo. Al igual que la determinación del precio de las mercancías en
general por el coste de producción, este salario mínimo no rige para el
individuo, sino para la especie. Hay obreros, millones de obreros, que
no ganan lo necesario para poder vivir y procrear; pero el salario de la
clase obrera en conjunto se nivela, dentro de sus oscilaciones, sobre
la base de este mínimo.
Ahora, después de haber puesto en claro las leyes generales que regulan
el salario, al igual que el precio de cualquier otra mercancía, ya
podemos entrar de un modo más concreto en nuestro tema.
El capital está formado por materias primas, instrumentos de trabajo y
medios de vida de todo género que se emplean para producir nuevas
materias primas, nuevos instrumentos de trabajo y nuevos medios de vida.
Todas estas partes integrantes del capital son hijas del trabajo,
productos del trabajo, trabajo acumulado. El trabajo acumulado que sirve
de medio de nueva producción es el capital.
Así dicen los economistas.
[….]
Para ver el texto completo, este es el enlace < marxista.org>
Escrito por C. Marx; sobre la base de las conferencias pronunciadas en
la segunda quincena de diciembre de 1847.
Traducido del alemán.
Escrito: Texto de Marx, en 1849; Introducción de Engels, en 1891.
Primera Edición: "Neue Rheinische Zeitung. Organ der Demokratie" (Nueva
Gaceta del Rin. Organo de la Democracia), del 5, 6, 7, 8 y 11 de abril
de 1849 y en folleto aparte, bajo la redacción y con un prefacio de F.
Engels, en Berlín, en 1891.
Fuente: Biblioteca Virtual Espartaco.
Esta Edición: Marxists Internet Archive, 2000.
Notas:
[1] Alusión a la leyenda del complicado nudo con que Gordio, rey de
Frigia, unió el yugo al timón de su carro; según la predicción de un
oráculo, quien lo desanudase sería el soberano de Asia; Alejandro de
Macedonia, después de varias tentativas infructuosas, lo cortó con su
espada.
(**) Fardo apretado de mercaderías, y en especial de los que se
transportan embarcados.
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