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Honestidad radical

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El último domingo del año pasado, ya habiendo trazado alguna hipótesis sobre la vinculación entre austeridad, honestidad y acción política (y de estas variables con el complejo fenómeno político-narcisístico del personalismo) me detuve a desarrollar la cuestión específica de la austeridad. Mi propósito hoy es abordar el más complejo asunto de la honestidad y su particular despliegue oriental (NdR: se refiera a la República Oriental del Uruguay). Así como en el plano de la austeridad, la cultura uruguaya se presenta renuente a las modas suntuosas y en general acorazada respecto a la nefasta influencia cultural de sus vecinos, también sucede algo proporcional en el orden de la honradez en general, que el gobierno de Mujica insinúa radicalizar (haciendo de ello una verdadera política pública y mereciendo por tanto atención y entusiasta apoyo). El problema no involucra exclusivamente a la gestión específica de estado, sino además a su vinculación con la fuerza política, su capacidad de monitoreo, control y orientación programática.

En Uruguay los índices de corrupción resultan prácticamente insignificantes comparados con los escándalos fronteras afuera y su impunidad posdevelación. Sin embargo la honestidad no es una variable tan fácilmente cuantificable, justamente porque la corrupción se intenta ocultar, a diferencia de la ostentación dispendiosa que caractericé como antonimia de la austeridad. Tampoco es sencilla la distinción entre la corrupción pública (la de las autoridades y funcionarios políticos) y la privada, aunque suelen realimentarse mutuamente. Por esta razón, la honestidad no está incluida en los indicadores estadísticos económico-sociales que relevan las instituciones oficiales encargadas de construirlos (el INE en Uruguay, por ejemplo) y sólo se pueden obtener referencias difusas, basadas en encuestas asistemáticas, de débil rigor metodológico aunque útiles como señalamiento de tendencias y percepciones, tal como las que publica anualmente la ONG “Transparency International”. Un ejemplo baladí, aunque significativo en materia de percepción de la opinión pública se difundió recientemente por la masiva televisión de aire rioplatense. El programa argentino CQC, de dudoso buen gusto y menor transparencia aún, realizó una cámara oculta con reparadores de aire acondicionado a los que se les tendía una trampa con el desperfecto del equipo. Quienes se iban sucediendo en la visita aprovechaban para abultar  el presupuesto mediante la falsificación del diagnóstico. Hasta que un técnico uruguayo lo reveló y cobró sólo su visita. Idéntica trampa en esta orilla, arrojó que el primero, de idéntica nacionalidad, se comportó con la esperada honestidad al igual que el último en Buenos Aires. Los videos están disponibles en youtube (NdR: véalos más abajo)

Al tratar la esfera de la austeridad, sugerí que no era la pobreza o el tamaño del país, la causa del encomiable resultado oriental sino la cultura cívica y republicana. Esta misma cultura, pero particularmente en lo que a la separación efectiva de poderes respecta, es la que ayuda a evitar el ocultamiento de la deshonestidad, acotando los casos a niveles de transgresión puntualmente individuales o conteniendo la generalización estructural de esta corrupción. Tanto en los países limítrofes, como más ampliamente en nuestro sur, la prensa ha jugado un rol develador de la corrupción, mucho más que la justicia. Con elementales reformas republicanas pendientes o inconclusas, la democratización y transparencia dependen mucho más de luchas contrahegemónicas en sentido gramsciano, que del funcionamiento institucional.  No casualmente, el Uruguay es el país latinoamericano con mayor desarrollo de la institucionalidad burguesa y sus formas laicas y republicanas.

Por eso resulta tan importante que sean las izquierdas de cada país las que puedan avanzar con las conquistas democráticas inconclusas, formalizarlas e institucionalizarlas y establecer la verdadera línea divisoria entre la honestidad y la corrupción, entre la burocracia y el enredo, entre la transparencia y la democratización. Por eso, además, es tan importante el rol de vanguardia experimental que pueda jugar Uruguay en general y el gobierno de Mujica en particular en esta coyuntura.

En los países limítrofes el problema adquiere magnitudes inusitadas y la emergencia de gobiernos progresistas (si es que puede incluirse entre ellos al kirchnerista) no logró modificar sustancialmente la continuidad de la corrupción. Al gobierno de Lula las balas acusatorias le silbaron bien cerca, incluyendo no sólo a su entorno político sino también familiar. En Argentina, la clase política con el matrimonio Kirchner a la cabeza es una verdadera usina de corrupción impune. El propio peronismo lo es en general como encarnación del personalismo más extremo y de la burocratización autonomizada de los sindicatos, o los movimientos barriales con sus punteros y su mecánica clientelista. Es ontológicamente una estructura aquiescente con la deshonestidad, el travestismo ideológico y el provecho personal de la vida política. No es una excepción coyuntural, sino un aspecto raigal de la dinámica política argentina.

Pero en una circunscripción más amplia, a Evo en Bolivia también le está costando muchísimo evitar la corrupción en su propio entorno, aunque no son despreciables sus intentos por acotarla y punirla, y Lugo apenas puede con el enquistamiento de todas las variantes venales del coloradismo secular de Paraguay. Sólo la Concertación chilena consiguió trazar la frontera en este plano con la derecha, ya que allí la polarización tenía al propio Pinochet como gerente de la putrefacción moral generalizada y el aprovechamiento personal. Sin embargo, el panorama próximo lo encuentra cerca a Piñera, nada menos que un Berlusconi trasandino con el oficio de la desvergüenza bien aprendido. Triste paradoja la de un gobierno progresista que logra reducir los niveles de corrupción pero no logra impedir el ascenso de la derecha por sus propias divisiones, ternuras y ambigüedades.

Volviendo entonces al indispensable laboratorio uruguayo, será útil rescatar la posición del Frente Amplio, con el particular énfasis que Mujica le otorga al problema. No sólo el papel específico de la austeridad, ya tratado, sino su etapa superior, la de la superación de la doble moral que a falta de mejor nombre llamaré honradez radical. El primer aserto del slogan político principal de la fórmula (“un gobierno honrado”) fue también una desembocadura de expresas intervenciones de Mujica. Pero el punto más significativo es la diferenciación entre la honestidad del gobierno como política y la del candidato o dirigente.

Recordará  el lector uruguayo cuando en la campaña electoral el partido blanco trajo a colación los casos puntuales de corrupción en el gobierno del Frente, jugando con el imaginario de que son todos iguales o que corrupción va a haber siempre. Allí la respuesta fue inmediata y la citaré textualmente para el resto de los lectores de otras latitudes. “Los que estén haciendo la suya, que debe haberlos, están ocultos sabiendo que serán tratados como lo que son: traidores. Si los descubren, no sólo tienen que enfrentar a la justicia, sino el repudio público de toda nuestra fuerza política. Y no andamos con medias tintas: el que se haga el vivo está afuera y bailando en menos de lo que canta un gallo. Y si son acomodos chicos, tanto peor. A nada le tememos más que a la corrupción hormiga. Podremos pedir tolerancia o piedad para cualquier error que nuestra gente cometa en el gobierno, pero no para las prácticas oscuras de usar el Estado en beneficio propio (…)

En resumen: este ha sido un gobierno honesto porque no ha tolerado la corrupción”. El texto proviene de la página “Pepe tal cual es” con fecha 3/09/09. Deberé decir no obstante, que hubiera sido también más “honesto” con el propósito de esa página que el webmaster respondiera las solicitudes de información que le fueran formuladas (tal como fue mi caso siguiendo el link “contacto” y luego remitiéndome automáticamente a la dirección pepetalcuales@pepemujica.com.uy) al igual que hasta hoy se sigue proponiendo.

Mujica ataca un problema central como es el de la personalización de la política, que remarca el personaje y disuelve el colectivo y hasta el propio régimen. Aún inclusive contando con el atajo fácil de la devolución estadística, ya que el gobierno de Lacalle batió records de corrupción. Esta personalización de la política es la que imposibilita la pretensión contrahegemónica de desentrañar las razones estructurales de los comportamientos políticos condenables, las debilidades colectivas de control y organización y la anemia de los mecanismos jurídicos, éticos y propagandísticos de condena. Es el primer tramo del tobogán de la aquiescencia cuyo arenero final es la impunidad.

El propósito de la propaganda blanca fue producir en el imaginario la ilusión de que cuando los políticos profesionales desarrollan conductas desleales o abusos de poder o corrupción son responsabilidad exclusiva de las personas que los protagonizan. Como los Peirano, por caso. Su estrategia es desarrollar un pensamiento confiadamente ingenuo y consecuentemente esterilizante de la reproducción cívica y de la transformación política y social. El proyecto hegemónico blanquicolorado es el del raquitismo cívico y la indiferencia que a los sumo apela al sustrato de honestidad de la sociedad y de los cuadros del gobiernos. Es el de un gobierno deshonesto con muchos funcionarios honrados. El del FA un gobierno honrado con algún potencial corrupto agazapado.

El 29 de noviembre del año pasado, la sociedad uruguaya no sólo ungió a un tipo austero y honesto, sino que exigió un cuerpo de normas y un colectivo humano de honestidad radical. Y toda radicalización exige la invención de reglas institucionales que la arraigue y consolide.

– El autor es profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.
  Contacto: cafassi@mail.fsoc.uba.ar

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