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Telescopio: La letra (de la ley) con sangre entra

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Esto no se lo cuenten a nadie, pero mi condición de exiliado me permitió un beneficio que por cierto nunca estuvo en mis cálculos cuando elegí mi camino profesional allá por los lejanos años finales de la década de los 60. 

Resulta que estudié filosofía y – por esas cosas de la vida – he tenido la oportunidad de trabajar como profesor aquí en Montreal desde 1980. Por supuesto tuve que incrementar mi currículo universitario con un grado de master (magíster como se llama en Chile) en una universidad de esta ciudad, lo que me ha permitido enseñar a nivel de lo que en Norteamérica se llama el “college” (la filosofía no se enseña a nivel secundario sino superior solamente, pero en muchos casos como asignatura obligatoria en los años preparatorios del estudiante universitario). Por cierto el sueldo nunca va  a ser el de otros profesionales que trabajan por su cuenta, pero es bastante decente y – lo más importante – toma en cuenta el trabajo profesional docente con mucha mayor consideración. En mi caso por ejemplo, soy profesor a tiempo completo con un total de 21 horas de trabajo a la semana (16 en sala de clases y las otras 5 para reuniones, perfeccionamiento, corrección de trabajos y atención a los alumnos, por cierto en mi propio tiempo debo preparar clases). Con una mezcla de choque e incredulidad, he escuchado que mis colegas en Chile trabajan 35 y algunos hasta 40 horas a la semana (sobre lo cual deben agregar las horas para corregir y preparar clases)… Esa sola diferencia marca como en este caso las dos sociedades, la canadiense y la chilena, miran a la profesión docente, por cierto la sociedad chilena sin el más mínimo respeto por sus maestros. Además la diferencia en el tratamiento a los educadores puede ser interpretada también como la diferencia que existe entre un país desarrollado y uno que no lo es, por más que se trate de empinar y aparecer como que está a las puertas del exclusivo club de los desarrollados.

Menciono todo esto porque veo con dolor lo que pasa a mis colegas profesores en Chile y no puedo menos que sentir indignación. En este caso por cierto me refiero a mis colegas de la educación secundaria que son los que están protestando en las calles estos días (aunque por lo que sé, mis colegas de nivel universitario en Chile tampoco están mucho mejor, al menos una gran parte de ellos convertidos en lo que se llamaba profesores taxis, yendo de una universidad – privada o pública – a otra, para hacerse un horario y un sueldo aceptable).

La llamada deuda histórica con el profesorado chileno se remonta al momento en que los establecimientos escolares fueron transferidos a las municipalidades, durante la dictadura. Una movida que le costó a ese gremio la pérdida de variadas ventajas salariales que contemplaba la legislación chilena hasta ese momento. Sobre si esta “deuda histórica” está o no reconocida por ley o por algún precedente con alguna fuerza legal es al final de poca relevancia, y aun en el caso que la ley no la contemplase el problema existe en la realidad como puede constatarse si se pudiera comparar lo que los maestros ganarían de haber estado vigente las normas pre-dictadura y lo que ganan ahora, cuando un sueldo máximo de un profesor anda en el equivalente aproximado a mil dólares mensuales, pero sólo una minoría gana tal salario, la mayoría estaría entre los 500 y los 800 dólares, por cierto un sueldo muy insuficiente. Sería de justicia entonces, que el actual gobierno buscara dar una solución al problema. Si no quiere llamarla “deuda histórica” pues llámela de otra manera, el nombre es lo de menos y no creo que los maestros se van a poner inflexibles sobre ese punto, lo importante es que se dé la compensación que ellos necesitan para vivir decentemente, en lugar de esgrimir contra ellos todo tipo de amenazas, o de mantener una actitud de total rigidez, como hace la actual ministra de educación doña Mónica Jiménez (la misma que se hizo merecedora de recibir un jarro de agua el año pasado, esta buena señora está haciendo méritos para que esta vez le vacíen encima el agua de una bañera…)

Por otra parte ciertos sectores han esgrimido y al parecer han hecho imponer un concepto que aquí en Norteamérica ha sido tradicionalmente rechazado, me refiero a una suerte de pago de acuerdo a desempeño o “pago por mérito”. Una idea sumamente retrógrada ya que la pregunta que ella inmediatamente suscita es ¿cómo va a determinarse ese desempeño? La manera más obvia es por los resultados que los estudiantes obtengan en pruebas estandarizadas, pero esto conlleva una injusticia intrínseca: los resultados de los estudiantes dependen sólo hasta cierto punto de lo que haga el profesor, hay muchos otros factores que escapan por completo al control del profesor: facilidades con que cuente el establecimiento escolar; condiciones sociales de los estudiantes, incluyendo las facilidades físicas y de tiempo que dispongan para estudiar, alimentación adecuada, dedicación exclusiva a los estudios u obligaciones laborales o de cuidado a hermanos menores que le quiten tiempo; condiciones psicológicas y emocionales de los estudiantes, por ejemplo sus relaciones con los padres; y por último, pero no menos importante, las diferencias en niveles de inteligencia y consecuente habilidad para aprender que los estudiantes tienen. Por todo esto medir el desempeño de los educadores por el rendimiento de sus alumnos es tan absurdo como pagarle a los médicos según si sus pacientes se mejoran o no…

Desde el punto de vista de la estrategia política, una de las cosas que más llama la atención es que dado el desafío que enfrenta la Concertación en las próximas elecciones presidenciales, con una Derecha agresivamente decidida a ganar, el gobierno no haya buscado apagar esta fogata que amenaza convertirse en voraz incendio: el paro del profesorado y las consecuencias que él trae para estudiantes y para los padres de niños pequeños. La actitud gubernamental, innecesariamente confrontacional, se ve aun más fuera de lugar cuando los dineros para dejar satisfechos a los profesores están disponibles, o por lo menos una cantidad que pudiera negociarse a satisfacción de los maestros. ¿Para qué arriesgar hacerse de más enemigos en un riesgoso año electoral? ¿O será verdad aquel dicho de que “los dioses ciegan a los que quieren perder”?

Sea como fuere, el magisterio chileno ciertamente se ha hecho acreedor a una compensación por el castigo que le inflingió una dictadura que por su propia naturaleza despreciaba el trabajo educativo, pero en tiempos de democracia la actitud debería haber cambiado y lo menos que pudiera esperarse es que los profesores fueran tratados como profesionales y no como simples guardianes de jóvenes. Sólo cuando ello ocurra se podrá empezar a hablar de que Chile esté en camino a un efectivo desarrollo, porque este no es sólo producir más cosas o consumir más per cápita, sino ser capaz también de pensar creativa y críticamente. Y para eso una buena educación es un elemento clave, la que a su vez no será posible sin profesores que reciban un trato digno de parte de la sociedad para la que trabajan.
martes, 03 de noviembre de 2009

– Publicado también en El Clarin

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