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No hay que ser pobre amigo, es peligroso ser pobre amigo

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Es peligroso ser pobre, amigo
Es peligroso ser pobre, amigo
Es peligroso hablar, amigo
Es peligroso hablar, amigo
Es peligroso
 
[…]
 
Es peligroso ser pobre, amiga
Es peligroso ser pobre, amiga
Es peligroso llorar, amiga
Es peligroso llorar, amiga
Es peligroso
 
[…]
 
Es peligroso ser pobre, hijito
Es peligroso ser pobre, hijito
Es peligroso nacer, hijito
Es peligroso nacer, hijito
Es peligroso

Estas palabras pertenecen a la Cantata Santa María de Iquique y pueden ser perfectamente aplicadas a la actualidad. Los resultados de la Prueba SIMCE no varían año a año: cuando no avanzamos, retrocedemos. Es cierto que esta Prueba es puramente cualitativa y no da cuenta de los procesos  de enseñanza-aprendizaje. La pedagogía de mercado sólo se basa en encuestas e indicadores, como si la educación fuera un bien transable en la Bolsa de Comercio. El SIMCE es casi como una autopsia del cadáver de la educación chilena; los colegios de ricos ocupan los primeros lugares: casi siempre son La Giruette, el Villa María, el Colegio de los Sagrados Corazones, y otros; entre los municipales, sólo se salvan el Instituto Nacional, el José Victorino Lastarria, el Carmela Carvajal de Prat, el Javiera Carrrera y unos contadísimos más.

Quién se puede extrañar de que un 50% de los alumnos de colegios pobres logren un nivel mínimo de compresión lectora, que el 60% de sus padres haya pasado por la cárcel, que el 90% pertenezca a hogares mal constituidos y monoparentales, que un buen porcentaje sea víctima de la drogadicción, que los profesores sean desnudados y amenazados con cuchilla, tanto por los alumnos, como por sus padres; la mayoría de estos alumnos nunca ha tenido contacto con un libro, a lo más, ven la televisión, que denigra a sus barrios y comunas, en programas de dudosa catadura moral. Al fin y al cabo, la pobreza sirva para enriquecer aún más a magnates como Ricardo Claro y Sebastián Piñera. Es seguro que el SIMCE del Bicentenario será igual al de 2008, y no muy distinto del año del Primer Centenario que, si bien no existían cifras, ni indicadores, si había críticos que se atrevían a denunciar.

¿Podría esperarse otro resultado del SIMCE? 

• Me atrevo a dudarlo: ninguno de los factores que conducen al pésimo rendimiento en educación ha sido enfrentado convenientemente.
• La educación sigue siendo un mercado, que se basa en la desigualdad entre ricos y pobres: un perfecto darwinismo social; no puede recibir la misma calidad de aprendizaje un alumno que tiene una subvención de $300.000 mensuales, que la cubren los padres, contra otra de $35.000, que da el Estado como subvención por alumno.
• No puede dar los mismos resultados un maestro coreano que gana 70.000 dólares anuales, al terminar su carrera, frente a un profesor chileno que devenga un salario de 13.000 dólares al año.
• No es lo mismo aprender en un aula de 20 alumnos, que en una de 40 ó 50 discípulos. ¿Qué educación personalizada puede haber en el segundo caso?
• Las escuelas de pedagogía – donde se forman los profesores – desarrollan mas bien cualidades de nemotecnia, que aquellas verdaderamente importantes, como la indagación, la experimentación, la comparación, la capacidad de análisis y de síntesis, la asociación, y otros- ¿Cómo puede enseñar historia, por ejemplo, si no está inmerso cotidianamente en la investigación de la realidad nacional, y si no sabe comparar el pasado con el presente?
• Los profesores de Educación General Básica, muchos de ellos formados a la rápida, en cursos especiales, no tienen una visión mediatamente decente de cualquiera de las ramas de la ciencia, por consiguiente, es incapaz de proponer contenidos a sus alumnos y menos dar respuesta a sus inquietudes.
• Incluso, los profesores de Educación Media muchas veces están desactualizados en los contenidos de sus asignaturas, por lo tanto, ¿cómo podrán transmitirlos?
• ¿Para qué sirve evaluar a los profesores si no se emplea una evaluación formativa, y no condenatoria, como le gusta a la derecha política? No se trata de evaluar a los profesores para dejarlos sin trabajo, sino que de apoyarlos por medio de perfeccionamiento y tutorías.
• Mientras no exista una carrera docente, en la cual el maestro sea respetado por su saber – en el cual se funda su autoridad – y sea valorado por la sociedad igual los demás profesionales universitarios, dándoles el estatus que le corresponde como la principal profesión para la formación integral de la persona y desarrollo del país.
• El grupo de profesores debe tener el tiempo necesario para planificar, organizar y preparar sus clases, además de actualizarse en las ciencias que cultiva. El profesor no debe ser un mero repetidor, sino un indagador permanentemente inquieto.
• La pedagogía activa no debe solamente dedicarse al trabajo en grupo, que muchas veces es una manera de acortar el largo y aburrido tiempo de aula, sino que lo fundamental debiera ser motivar o organizar la actividad escolar del alumno.
• Es simplemente una hipocresía la preocupación por la educación por parte de los líderes políticos, si no se hace un esfuerzo serio con miras a una revolución educacional, que termine con la municipalización y el lucro y pueda construir un Estado docente descentralizado. Mientras no entendamos que la inversión en educación es el pilar para construir un Chile más justo y no convirtamos esta tarea en un compromiso nacional, seguiremos en el marasmo actual.
 
En el siglo recién pasado, el poeta Carlos Pezoa Véliz, aquel del famoso poema, “La tarde en el hospital”, pintaba con rasgos amargos el retrato del profesor de su época: parafraseando El Lector Americano, de José Abelardo Núñez, se preguntaba: “¿los maestros son nuestros segundos padres? No, son unos infelices que ganan $50 mensuales por enseñar a los pobres la resignación, la esclavitud y la mentira” (Vial, 1981:218).

En 1910, Luís Emilio Recabarren se preguntaba: ¿Dónde está mi patria y dónde mi libertad? ¿La hube tenido en mi infancia cuando en vez de ir a la escuela hube de entrar al taller a vender al capitalista insaciable mis encasas fuerzas de niño?” Es triste constatar que, después de un siglo, un niño pueda repetir las frases de Recabnarren. Es cierto que hay menos analfabetos – aunque los hay muchos funcionales que, por ejemplo, no comprenden lo que leen, sea de la realidad o de los libros – es posible que se haya reducido la deserción escolar – que en el Centenario ascendía a un 60% ó 70%- pero los escolares hoy van a la escuela sin saber para qué, ni por qué; la jornada completa no sirve para reforzar ningún conocimiento – y mucho menos saberes- ese tiempo lo emplean para pasar materias o para estudiar la reproducción de las amebas, pero todos estos cursos sin ninguna planificación, sin ninguna intención pedagógica, ni metas.

Alejandro Venegas (Valdés Canje),  en su obra Sinceridad, Chile íntimo 1910 reclamaba, con razón, que los directores de escuela no fueran pedagogos, sino palanqueados por personajes del poder, fundamentalmente radicales; hoy muchos directores y sostenedores carecen de las mínimas competencias pedagógicas y de gestión –si hasta gásfiter y dueños de restaurant eran sostenedores que nombraban, a su amaño, a sus directores y profesores -. Hay ingenuos que creen que las Corporaciones de “giro único”, la supervisión por parte de la Superintendencia de Educación y una Agencia calificadora podrán terminar con la insaciable búsqueda de lucro de los mercaderes privados de la educación. Es simplemente torpe creer que en el capitalismo el lucro se puede limitar cuando la esencia de este sistema es el enriquecimiento ilimitado y sin barreras  morales. 

Chile siempre quiso imitar ejemplos extranjeros: a comienzos del siglo pasado era Alemania, que había triunfado sobre Francia gracias a la excelencia de su educación primaria – el maestro prusiano era nuestro modelo – inspiró al Estado educador de la nacionalidad, propuesto por Valentín Letelier, Diego Barros Arana, Abelardo Núñez y Claudio Matte; después vino la crítica educacional del Centenario: Alejandro Venegas y Enrique Molina; posteriormente, la educación económica, de corte anglosajón, de Francisco Encina y Luís Galdames; por último, se quiso imitar La Escuela Nueva y la Educación para la democracia norteamericana. Hoy los modelos son Nueva Zelanda, Finlandia y Corea.

La verdad es que tenemos poco que ver con estos actuales modelos: en Nueva Zelanda, en Finlandia y Corea la educación es completamente gratuita; en China es gratuita para los pobres y pagada para los ricos, siendo de mucho mejor calidad la que da el Estado. En Chile, la educación es completamente darvinista: sólo se salvan aquellos que tienen mayores posibilidades económicas, sociales y culturales. A los deprivados se les envía a las escuelas municipales, que son una verdadera huesera educacional. En Chile, el Estado, heredado del tirano Pinochet, es subsidiario, por consiguiente, no tiene nada que hacer con la educación que, según  los “iluminados” derechistas, es un asunto de la familia, que debe elegir la educación de su hijos, como si tuvieran las mismas oportunidades en el mercado educacional los pobres y los ricos

Los “pingüinos” de 2008 tienen aún más razones que aquellos de 2006 para rebelarse. Después de las famosas tomas y paros de los jóvenes, en el primer año de Michelle Bachelet, se formó una inmensa y pluralista Comisión, que después de miles de horas de discusión y otros tantos e-mails, entregó a la Presidenta un amplio informe, que luego se convirtió en una serie de proyectos de ley; el primero fue la famosa Ley General de Educación, que parecía bastante progresista, pues limitaba seriamente el lucro. La derecha armó un escándalo de proporciones a través de sus monopólicos medios de Prensa: “el lucro no tiene nada que ver con la calidad de la educación”, decían, transformando este principio en una especie de sentido común, que siempre favorece a los mercaderes.

Después vino el escandaloso Acuerdo entre la derecha y el gobierno, donde se tomaron de la mano Carlos Larraín y la ministra de entonces, Yasna Provoste, quien no captó el cuchillo de doble filo que portaba su cariñoso vecino; Bitar se abrazaba con Hernán Larraín y el subsecretario de Educación, Pedro Montt – que no le hace honor a su homónimo –lloraba de emoción al creer que tan torpe ceremonia iba a constituirse en un hecho histórico. Al final, como siempre, ganó la derecha: se mantuvo el lucro una Agencia privada de calificación, y el gobierno creía haber ganado con lo del “giro único” de los sostenedores y la Superintendencia de Educación.

El nuevo movimiento pingüino” ya no se lemita sólo a los estudiantes secundarios, sino que ha sido capaz de atraer a profesores y a federaciones universitarias. Ya no son tan ingenuos para tener confianza en el resultado de Comisiones, ni mucho menos en los espúrios acuerdos entre la Alianza y la Concertación: saben muy bien que hay que cambiar, radicalmente, el sistema educacional; la municipalización es un completo fracaso, tan grave como la “comuna autónoma”, de 1891; las municipalidades han demostrado, hasta la saciedad, ser pésimas gestoras de establecimientos educacionales. En una última encuesta, estos organismos comunales fueron calificados como los más corruptos de las instituciones chilenas – ya hay una serie de alcaldes en prisión o enjuiciados por distintos delitos. De una vez por todas, la educación debe ser responsabilidad de un Estado descentralizado, con amplia participación de la comunidad educativa.

La regionalización que realizó Pinochet es una verdadera broma: se basó mas bien en las guarniciones militares que en las realidades culturales, políticas, económicas y sociales de los distintos territorios nacionales. Precisamente por esta causa, el objetivo de descentralizar la educación ha resultado el más rotundo fracaso: En un país de volcanes, no contamos con vulcanólogos; en el norte minero no contamos con ingenieros de minas – como sí los había en la época de Domeyko- los programas educacionales y los textos son centralizados, muchas veces inadecuados para realidades geográficas y culturales distintas.

La mayoría de las universidades privadas son manejadas por Corporaciones sin fines de lucro, cuando lo único que hacen es lucrar a costa de los alumnos, ofreciéndoles carreras sin mercado ocupacional, muchas de ellas pagando salarios de miseria a sus profesores, la mayoría de ellos contratados con boleta y con empleos precarios – los pueden despedir cuando quiera -.Las universidades y carreras se compran y se venden, con alumnos incluidos; los dicentes hacen el papel de yanaconas en las “Encomiendas” de los dueños de estas instituciones.

El antiguo Consejo Superior de Educación regalaba las Acreditaciones, y solamente negó este beneficio a dos o tres universidades, cuyos peculados eran demasiado visibles. Poco le importaba al Consejo que en las universidades no se investigara nada, y las llamaban universidades docentes, que sólo se limitaban a repetir el saber adquirido – podríamos llamarlas universidades papagayo- , ni siquiera se les exige contar con una Revista indexada, menos solicitar a su grupo de docentes publicaciones permanentes y originales. 

El gobierno de estas universidades privadas es completamente monárquico: muchas veces lo dirige sus propios dueños y los rectores y vicerrectores son, muchas veces, tan vitalicios como los senadores y diputados. Este bendito país es uno de los más conservadores del mundo. ¡Y así queremos tener profesores críticos, audaces y cradores!. Como diría Vicente Huidobro, “este país sólo da para políticos mediocres”. Muy pocas universidades cuentan un senado académico o un órgano consultivo de los profesores; se les prohibe sindicalizarse y sólo deben limitarse a llegar a a hora y pasar la materia. Horas de atención a los alumnos: cero.

Chile, la Beocia de América Latina sólo tiene una universidad clasificada, en el opuesto 250, en el ranking mundial de universidades, la Universidad de Chile, y creo que estamos en los últimos lugares en las patentes registradas. Todas estas razones nos llevan a pensar que hay que aprovechar esta rebelión de los “pingüinos” para llevar a cabo una verdadera revolución educativa, a fin de que el Bicentenario no nos sorprenda en la miseria educativa de cien años atrás. Si al menos se produjera un libro amargo y crítico como Sinceridad, Chile íntimo 1910, podríamos sentir que algo se puede hacer para salir del marasmo.
6/5/2008

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