La historia del Brasil, vista desde la óptica del gobierno, podría ser caracterizada por la alternancia entre momentos de euforia y de desaliento. Así sucedió durante la dictadura militar, cuando el "Hacia el frente, Brasil" henchía de vanagloria a los heraldos de los maquillados índices económicos delfinianos, vanagloriándose de obras como el puente Rio-Niterói y la carretera Transamazónica, mientras que en las entrañas del régimen se manchaban las paredes con sangre de los torturados y asesinados.
Todos los gobiernos posdictadura -Sarney, Collor, Itamar y Cardoso- exaltaron sus "milagros" económicos, imponiendo a la nación planes ridículos que nunca reducían la miseria ni preservaban la soberanía nacional.
Lula evita el dar un tratamiento de choque a la economía, pero multiplica la riqueza de los niveles superiores, asfixia a la clase media con el peso de impuestos exorbitantes y hace como que suaviza la miseria de los beneficiarios del proyecto Bolsa Familiar, incapaces de emanciparse de la ayuda oficial y de producir sus propios ingresos.
Nuestros gobiernos no tienen estrategias; tienen programas de euforia cíclica para mero efecto electoral. No miran la historia, miran la próxima contienda. Ahora la euforia cíclica comenzó con el proyecto Hambre Cero, pasó por la Campaña Nacional de Alfabetización, alardeó del lanzamiento del PAC, proclamó el fin de la crisis de la energía, conmemoró la autosuficiencia petrolera (aunque ni siquiera redujo el precio de la gasolina) y hoy aclama a Dios como brasileño ante el descubrimiento del inagotable manantial de petróleo en la bahía de Santos.
¿Será verdad que Dios es brasileño? En lo tocante a nuestras condiciones ambientales, estoy convencido de que Él, aunque no fuera brasileño, sin duda privilegió a nuestro país: tenemos dimensiones continentales y ninguna catástrofe natural, como terremotos, huracanes, ciclones, tornados, tifones, volcanes, desiertos, glaciares. La Amazonía ocupa los 2/3 de nuestro país y almacena el 12% del agua potable disponible en el planeta, sin contar el vasto potencial del acuífero Guaraní, aun inexplorado, en el centro-sur del país. Producimos todo tipo de alimentos y tenemos un área cultivable de 600 millones de hectáreas.
Si el Brasil no es el Edén la culpa no es de Dios, sino de los políticos que elegimos y de nuestra inercia ante el estrago que causan, actuando a favor, no del pueblo, sino de sus intereses corporativos. Nuestra abundante riqueza está injustamente distribuida. La salud aquí es un privilegio de quien dispone de seguro privado; la educación pública está desquiciada; nunca hemos conocido la reforma agraria; nuestras ciudades se llenan de favelas; la desigualdad social es escandalosa; la violencia urbana provoca más víctimas al año que la guerra de los Estados Unidos en Iraq.
No se puede culpar a Dios de todo ello. La culpa es de los gobiernos que prometen cambios y, una vez instalados, lo dejan todo como antes, limitándose a implementar políticas públicas electoreras, incapaces de atacar las causas que promueven semejantes desniveles sociales. Se cambian gobiernos, pero permanecen las estructuras injustas.
Dios no tiene nacionalidad ni religión, pero tiene rostro. Está en el capítulo 25 del evangelio de Mateo, versículos 31 al 46: "Tuve hambre y ustedes me dieron de comer…" Quien ve al hambriento, al desamparado, al enfermo, al migrante, en fin al excluido, ve a Dios. Es en ellos donde Dios quiere ser visto, servido y adorado.
En ese sentido, Dios puede ser visto y servido en cualquier lugar del Brasil, pues toda la tierra está llena de gente con hambre, desamparada, enferma, etc. Dios no es brasileño, pero ese contingente enorme de excluidos -unos 12 millones de personas- es la más perfecta imagen y semejanza de Dios, y en ellos Él quiere ser amado.
Queda por saber si estamos dispuestos a reconocer la presencia de Dios, no sólo en los beneficios naturales, como los pozos de petróleo, sino especialmente en el rostro de aquellos que, en este país, no escogieron nacer ni vivir como pobres y miserables, desprovistos de condiciones mínimas de acceso a los bienes que aseguran al ser humano dignidad y felicidad. En la lotería biológica a ellos les tocó la suerte de engrosar los 2/3 de la humanidad que, según la ONU, viven por debajo de la línea de la pobreza o, en términos financieros, con un ingreso mensual inferior a US$ 60.
Si ninguno de nosotros escogió la familia ni la clase social en que nació, la lotería biológica es injusta, y pesa sobre los premiados una deuda social. Nos queda el asumirla para que Dios sea de hecho brasileño: cuando todos, finalmente, tengan derecho al "pan nuestro" y así proclamemos sin mentir que Él es también "Padre/Madre nuestro".
[Junto con Leonardo Boff, Frei Betto es autor de "Mística y Espiritualidad", entre otros libros. Traducción de J.L.Burguet]
* Fuente Adital
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