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Crisis terminal

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La crisis que vive la Democracia Cristiana deja al desnudo la flaqueza del conjunto de nuestros referentes políticos, la forma en que éstos están posicionados por ambiciones personales, su trágica renuncia a interpretar los intereses del pueblo y servir al país. Toda una contienda que no sólo revela la falta de fraternidad entre los dirigentes sino la dramática ausencia de ideas, proyectos históricos y vocación de servicio público.

Donde lo único importante para los partidos y sus caudillos es el apronte electoral, el “cómo voy” en las próximas elecciones que, mediante el sistema binominal perpetuado, me asegure cuatro u ocho años más en el gobierno o el parlamento. Al senador Zaldívar y a todos los parlamentarios denominados “díscolos” siempre se les ha advertido que su  castigo será desalojarlos de las nóminas electorales, de la misma forma que a los que denuncian las irregularidades y escándalos de la administración pública se los condena a emigrar definitivamente de los servicios o empresas del Estado. Es decir, el gran botín de la repartija partidaria, del grosero cogobierno de los dirigentes oficialistas y de oposición auto reconocidos como integrantes de una misma “clase política”.
 
Se proclama que la economía nacional nunca ha estado mejor, pero a los trabajadores se les reajusta sus sueldos conforme a los mentirosos índices de inflación, cuando se sabe que en los productos esenciales de consumo popular las cifras son más elevadas que en los suntuarios que se importan para los más acomodados. Políticos de todas las denominaciones siguen sin cuestionarse la inhumanidad de un modelo de desarrollo que nos catapulta a los últimos lugares del mundo en inequidad. Claro, en manos de los “ingenieros electorales” y poseídos por las encuestas, los partidos no tienen tiempo para pensar a Chile e involucrar a nuestro país en el gran debate político continental que busca hacer más participativas nuestras febles democracias, consolidar estrategias de integración regionales como, también, hacer frente a la nueva colonización de nuestros territorios y recursos naturales que, por la desidia de los gobiernos militares y post militares, le han dado una oportunidad magnífica a España y otros países de volver “hacerse la América ”. Ahora en el control de la banca, las empresas energéticas, los recursos hídricos y, por supuesto, los medios de comunicación masivos necesarios para defender sus intereses.
           
No. Nuestros señores de la política discuten sobre “cupos”; viven en función del próximo candidato presidencial, antes que la actual mandataria cumpla siquiera dos años en La Moneda. Los mismos nombres de siempre, por supuesto, barajándose en la Alianza por Chile, la Concertación y los grupos y “sensibilidades” de la montonera extraparlamentaria. Todo esto cuando cerca de un setenta por ciento de los chilenos no siente identificación alguna con los partidos y mucho más de la mitad de los jóvenes desprecia inscribirse en los registros ciudadanos.
 
Gracias a los exabruptos cupulares, sin embargo, quedan a la intemperie otros turbios manejos en la administración del erario fiscal. Pasan los meses y el Transantiago sigue lacerando la dignidad de los capitalinos, así como las promesas incumplidas agotan la paciencia de los mineros subcontratados y los estudiantes. Más y más dinero reclaman para repartir a los fracasados operadores de un estúpido sistema de locomoción colectiva que, por supuesto, ya debiera estar estatizado y sus ejecutores respondiendo ante los tribunales. ¡Pues no!, en el país de las impunidades, los partidos oficialistas tributan aplausos y desagravios a los soberbios operadores de las obras concesionadas, al colmo que al mayor responsable de todo un proceso corrupto todavía es visualizado como el único que pudiera asegurarle un quinto gobierno al conglomerado. Tal como en la derecha, al abogado de Pinochet y operador de la represión se le unge con un puesto en el Tribunal Supremo de “Renovación” Nacional.
 
Si algo hay que aguardar de la crisis falangista es la posibilidad de que, por fin, se desbaraten las instituciones del pasado. Desacreditadas en tantos años de onanismo político y probadamente ineptas para afrontar los desafíos del acuciante presente y del porvenir.  Derrumbe que resulta fundamental para nuestra convivencia democrática y progreso. En un país que, ahora, hasta sus balances macroeconómicos se deterioran por la falta de imaginación, probidad y soberanía.
Viernes, 07 de diciembre de 2007

 *El autor es Premio Nacional de Periodismo 2005
* Fuente: 
El Clarín

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