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El silbato de la perversión

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(APE).- Ellos no quieren robar, necesitan trabajar.
Y ahí están haciendo pie en la cornisa, en el último eslabón que los separa de la economía antes de desbarrancarse a la sobrevivencia como sea.

Son cartoneros. Trabajan con la basura de los otros.

La pelean todos los días y hasta tienen antecedentes de dignidad enormes, como los vagones repletos de alimentos para los chicos hambrientos de Tucumán, aquel tren blanco que partió de José León Suárez cuando recién empezaba el milenio y la Argentina era una melancolía que flotaba sobre corralitos, gomas quemadas y puentes sitiados.

Son cirujas, los que no se resignan y todos las tardes buscan y revuelven a ver si encuentran un pedacito de futuro que alguien hace rato les robó.

Están en todas las provincias, en todas las ciudades, en todos los pueblos del granero del mundo. Ahora, granero privatizado del mundo.

En uno de los techos de la Argentina, en Salta, ellos hacen lo de siempre. Pelean y pelean por vivir. Hasta que la vida se va porque nadie los protege en su trabajo.

Daniel Arrieta tenía veinticinco años, nada más que un cuarto de siglo de deambular por esta cápsula espacial llamada planeta Tierra. Trabajaba como cartonero en el denominado vertedero basural San Javier, a las afueras de la capital salteña.
La noticia sostiene que un camión de la empresa “Agrotécnica Fueguina”, encargada de la licitación de la recolección de residuos, lo enganchó de alguna forma y Daniel terminó su existencia en el Hospital San Bernardo por shock séptico y falla multiorgánica, dijeron los partes de los profesionales de la medicina.

Fue una muerte anunciada.

Desde hacía tiempo que diferentes organizaciones venían advirtiendo que los camiones tiran la basura a los pozos y solamente les dan tres minutos a los cirujas para elegir lo que a ellos les conviene. Ruleta rusa rantifusa. Una trampa mortal en donde el ‘no va más’ parece ser el placer de un verdugo insensible y perverso.

En tres minutos, nada más, los cartoneros deben elegir entre la basura. Si no lo hacen, montañas de residuos caerán sobre ellos y los llevarán al fondo del pozo ciego.

La señal, en el colmo del cinismo, es un silbato que alguien toca. Como si fuera el guarda del subte que marca el fin del período para treparse al vagón. Pero aquí, del otro lado, están decenas de cartoneros que deben bucear entre la basura, elegir, recoger y salir del pozo en solamente noventa segundos. ¿Quién habrá estipulado semejante tiempo para medir el tamaño de la valentía de estos trabajadores? ¿Qué juez sostuvo que estaba bien esos tres minutos de espera? ¿Quiénes pierden con esperar más de noventa segundos? ¿Quién gana con la muerte de cartoneros como Daniel que no pudieron superar la prueba de velocidad?

La crónica no deja lugar a dudas: “Los cartoneros se retiran de la trinchera corriendo y entre ellos se cuentan para saber si falta alguno. La entidad Ceos Sol acusó a los concejales capitalinos de no haber hecho nada para evitar la muerte de un cartonero en el interior del Vertedero San Javier”, apunta el escrito periodístico.

Daniel estará recogiendo muestras de un paraíso robado en otro lugar del universo, mientras tanto, en su vertedero, decenas como él siguen jugándose la vida ante la monumental basura de la indiferencia.

Fuente de datos:  Agencia de Noticias Copenoa 14-06-07
* Fuente: Agencia de Noticias Pelota de Trapo 
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