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EE.UU., el silencio de los corderos: ¿Dónde están los intelectuales?

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Cinco años después de los atentados terroristas a Nueva York y Washington, la manera de estar y observar el mundo es otra. El recorte de libertades es una de sus consecuencias indiscutibles. La cultura ha sido uno de los ámbitos más afectados por una ola neoconservadora que ve como enemigos a quienes son y piensan distinto.

¿Por qué han consentido los liberales estadounidenses la catastrófica política exterior del presidente Bush? ¿Por qué tienen tan poco que decir acerca de Irak, Líbano, o las noticias sobre los planes de atacar Irán? ¿Por qué la intelectualidad liberal del país ha mantenido la cabeza bien parapetada? No siempre ha sido así.

El 26 de octubre de 1988, The New York Times publicaba un anuncio a toda página del liberalismo. Con el titular Una reafirmación de principios, reprendía al entonces presidente Ronald Reagan por mofarse de la “temible palabra que empieza por l”, y por usar “liberales” y “liberalismo” como términos de oprobio. Los principios liberales, según afirmaba el texto, son “intemporales. Los extremistas de la derecha y de la izquierda han atacado durante mucho tiempo al liberalismo como si fuera su mayor enemigo. En nuestra época, las democracias liberales han sido aplastadas por esos extremistas. Nos sentimos obligados a expresar nuestra postura contra cualquier fomento de esta tendencia en nuestro país, ya sea intencionado o no”.

El anuncio iba firmado por 63 destacados intelectuales como Daniel Bell, John Kenneth Galbraith, Felix Rohatyn, Arthur Schlesinger Jr., Irving Howe y Eudora Welty.

Estos y otros signatarios, el economista Kenneth Arrow o el poeta Robert Penn Warren, constituían el núcleo intelectual crítico, el centro moral estable de la vida pública estadounidense. Pero ¿quién firmaría hoy semejante protesta? El liberalismo en el eeuu actual es la política que no se atreve a pronunciar su nombre; y aquellos que se llaman a sí mismos “intelectuales liberales” están comprometidos con otras cosas. Ahora su lugar está ocupado y su papel en parte subsumido por una admirable cohorte de periodistas de investigación (especialmente Seymour Hersh, Michael Massing y Mark Danner, que escriben para The New Yorker y The New York Review of Books) como corresponde a la nueva época Dorada.

El derrumbamiento de la confianza en sí mismos de los liberales en el eeuu contemporáneo puede explicarse de varias formas. Es una secuela de las ilusiones perdidas de la generación de los 60 (los firmantes del anuncio de
The New York Times, todos ellos hombres y mujeres mayores, estaban hechos de una pasta más dura) y un subproducto de la delicuescencia del Partido Demócrata. En asuntos exteriores, los liberales eeuu solían creer en el derecho internacional, la negociación y la importancia del ejemplo moral. Hoy, un extendido consenso sobre que eeuu es lo primero ha sustituido al sano debate público. Al igual que sus homólogos políticos, la intelectualidad crítica otrora tan prominente en la vida cultural de eeuu ha enmudecido.

Este proceso ya estaba en marcha antes del 11/s. Pero, desde entonces, las arterias morales e intelectuales del cuerpo político eeuu se han endurecido más. Las revistas y los periódicos del centro liberal tradicional (The New Yorker, The New Republic, The Washington Post y el propio The New York Times) se desvivieron en su prisa por alinear su postura editorial con la de un presidente republicano empecinado en una guerra ejemplar. Y los intelectuales liberales por fin encontraron una nueva causa.

O, más bien, una vieja causa con una nueva apariencia, ya que lo que distingue la visión del mundo de los seguidores liberales de Bush de la de sus aliados neoconservadores es que no ven la “guerra contra el terrorismo”, la guerra en Irak o en Líbano, y con el tiempo en Irán, como meros ejercicios por entregas del restablecimiento de una dominación marcial eeuu. Las ven más bien como escaramuzas en un nuevo enfrentamiento global: una Lucha Buena, tranquilizadoramente comparable a la guerra de sus abuelos contra el fascismo y la postura de sus padres liberales contra el comunismo internacional en la guerra fría. Una vez más, afirman, las cosas están claras.

El mundo está ideológicamente dividido; y, como antes, debemos adoptar nuestra postura sobre la cuestión de la época. Los intelectuales liberales de hoy, que hace tiempo que sienten nostalgia por las reconfortantes verdades de unos tiempos más sencillos, ahora tienen una causa propia: están en guerra con el “islamo-fascismo”.

Por ello, Paul Berman, un frecuente colaborador de numerosas publicaciones liberales y hasta ahora más conocido como analista de temas culturales eeuu, se ha reciclado en experto en fascismo islámico (un término artístico recién acuñado), y ha publicado un libro sobre el tema (Terror & Liberalism ), justo a tiempo para la guerra de Irak. Este año, Peter Beinart, ex director de The New Republic, seguía su estela con The Good Fight: Why Liberals -and only Liberals- Can Win the War on Terror and Make America Great Again (la lucha buena: por qué los liberales –y sólo los liberales- pueden ganar la guerra contra el terrorismo y hacer que eeuu vuelva a ser grande), donde esboza con cierto detenimiento el parecido entre la guerra contra el terrorismo y el principio de la guerra fría. Hasta la fecha, ninguno de los dos autores había dado muestras de tener ningún conocimiento sobre Oriente Próximo, y mucho menos sobre las tradiciones wahabista y sufí respecto a las que se pronuncian con tanta convicción.

 Pero, como Christopher Hitchens y otros ex entendidos liberales de izquierdas que ahora son expertos en “islamo-fascismo”, Beinart y Berman están familiarizados –y se sienten cómodos- con una división binaria del mundo siguiendo líneas ideológicas, una división que reduce la complejidad exótica a simplificaciones conocidas: democracia contra totalitarismo, libertad contra fascismo.

A buen seguro, los partidarios liberales de Bush se han sentido decepcionados por sus campañas. Todos los periódicos que he enumerado y muchos más han publicado editoriales que criticaban la política de Bush sobre el encarcelamiento y la tortura y, en especial, sobre la completa ineptitud de la guerra del presidente. Pero en este sentido, la guerra fría también ofrece una analogía reveladora. Al igual que, tras las revelaciones de Jruschov, los admiradores occidentales de Stalin se sintieron molestos con el dictador soviético, no tanto por sus crímenes como por haber desacreditado su marxismo, los partidarios intelectuales de la guerra de Irak –entre ellos Michael Ignatieff, Leon Wieseltier y otros importantes personajes de la clase liberal eeuu- no han centrado sus lamentaciones en la catastrófica invasión en sí, sino en su incompetente ejecución. Están irritados con Bush por dar mala fama a la “guerra preventiva”.

De manera similar, esas voces centristas que clamaban sangre de lo más insistentemente en el preludio a la guerra de Irak –los lectores tal vez recuerden al columnista de The New York Times Thomas Friedman exigiendo que Francia fuese expulsada “de la isla” (es decir, del Consejo de Seguridad de la onu) por su osadía al oponerse a la ofensiva bélica de eeuu- hoy son los que reivindican con más confianza su monopolio en la reflexión sobre cuestiones internacionales. Así, Friedman desprecia a “los activistas contrarios a la guerra que no han pensado lo más mínimo en la gran lucha en la que estamos sumidos”. Sin duda, las banalidades de Friedman siempre se someten a un cuidadoso
rodaje para una aceptabilidad política de nivel intelectual medio. Pero precisamente por eso dan una buena idea del talante de la intelectualidad dominante en eeuu.

Friedman es secundado por Beinart, que reconoce que “no se dio cuenta” de lo perjudiciales que serían las acciones eeuu para “la lucha”, pero aun así insiste en que quien no haga frente a la “yihad global” no es un defensor coherente de los valores liberales. Incluso Jacob Weisberg acusa en The Financial Times a los detractores demócratas de la guerra de Irak de no “tomarse nada en serio la gran batalla global contra el fanatismo islámico”. Al parecer, las únicas personas cualificadas para hablar sobre esta cuestión son las que al principio no la entendieron. Esa despreocupación a pesar de –o en realidad, debido a- los juicios erróneos de uno en el pasado recuerda a un comentario que hizo el ex estalinista francés Pierre Courtade a un detractor justificado por los acontecimientos: “Tú y los de tu clase estabais equivocados al tener razón; nosotros teníamos razón al estar equivocados”.

Por tanto, irónicamente, y a pesar de enorgullecerse de haber abandonado las ilusiones de la vieja izquierda, los nuevos intelectuales liberales “duros” de eeuu reproducen sus peores características. Hacen gala de la misma mezcla de confianza dogmática y provincialismo cultural que caracterizó a sus predecesores simpatizantes a lo largo de la división ideológica de la guerra fría. De hecho, ya fueron descritos por Lenin hace muchas décadas: son los “idiotas inútiles” de la guerra contra el terrorismo. Sinceramente, no están solos.

En Europa, Adam Michnik, el héroe de la resistencia intelectual polaca contra el comunismo, se ha convertido en un admirador declarado de la islamofóbica Oriana Falacci; Václav Havel se ha unido al Comittee on the Present Danger (una organización con sede en Washington dc reciclada de la época de la guerra fría y dedicada a combatir “la amenaza que suponen los movimientos terroristas globales de islamistas y fascistas radicales”); en París, André Glucksmann colabora con Le Figaro con agitados ensayos y arremete contra la “yihad universal”, la “sed de poder” iraní y la estrategia del islam radical de una “subversión verde”. Todos apoyaron con entusiasmo la invasión de Irak.

En el caso de Europa, esta tendencia es un desafortunado subproducto de las panaceas morales de los 80, especialmente en el antiguo Este comunista. El universalismo abstracto de los “derechos” –y las posturas éticas intransigentes adoptadas contra regímenes malignos en su nombre- pueden llevar con demasiada facilidad a una apreciación binaria de cualquier opción política. Vista así, la guerra de George Bush contra el terrorismo, el mal y el islamo-fascismo parece seductora e incluso familiar: los extranjeros que se engañan a sí mismos confunden con facilidad la rigidez miope del presidente de eeuu con su propia rectitud moral.

Pero, en EEUU, los intelectuales liberales se están convirtiendo rápidamente en una clase servicial, cuyas opiniones vienen determinadas por su lealtad y están calibradas para justificar un fin político. Jean Bethke Elshtain y Michael Walzer, dos grandes figuras de la clase filosófica del país, firmaron prodigiosos ensayos que pretendían demostrar lo justas que eran las guerras necesarias, Elshtain en apoyo a la guerra de Irak en 2003, y Walzer, hace tan sólo un mes, en una descarada defensa de los bombardeos israelíes contra civiles libaneses. En el Washington actual, los neos generan políticas brutales a las que los liberales aportan la hoja de parra ética. Realmente no hay diferencia alguna entre ellos.

En su nuevo libro [Five Germanys I have known, Nueva York, 2006], Fritz Stern –que también participó en el borrador del texto de 1988 que defendía el liberalismo- escribe sobre su preocupación acerca del estado actual del espíritu liberal en eeuu. Con la extinción de ese espíritu, observa, comienza la muerte de una república. Stern, un historiador y refugiado de la Alemania nazi, habla con autoridad sobre esta cuestión. Y, sin duda, está en lo cierto. La presteza con la que muchos de los liberales más destacados de eeuu han ofrecido cobertura moral a la guerra y sus crímenes –la reciente defensa sofista que hacía Leon Wieseltier en The New Republic del asesinato de niños árabes en Q’ana es un ejemplo particularmente deprimente- debe de ser una mala señal.

A los intelectuales liberales solían distinguirles precisamente sus esfuerzos por pensar por sí mismos más que en servicio de los demás. Los intelectuales no deberían teorizar con petulancia sobre una guerra sin fin, y mucho menos fomentarla. Deberían estar comprometidos con perturbar la paz, sobre todo la suya propia.

El autor es Director del Remarque Institute Univ- de Nueva York

Artículo distribuido por La Onda Digital (Uruguay)
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