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"Callado el loro"

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Sofía, la hija de mamita Michelle, quería tener una mascota y no encontraron nada mejor que regalarle un verde y plebeyo lorito, al cual  le puso el revolucionario nombre de Camilo –no sé si por Camilo Torres, el cura guerrillero colombiano, o Camilo Cienfuegos, compañero de lucha de Fidel Castro -. El lorito Camilo había sido un poco rogelio cuando era un ave vagabunda y clandestina pero, con el tiempo, terminó siendo domesticado y aprendió a ser cariñoso con la dueña de casa y repetía : “Michelle, te amo, soy el único pájaro leal, nunca te abandonaré”. Un día, al lorito lo picó un bicho, casi inexistente en Chile, llamado “sinceridad”; como este pájaro es un poco obsesivo, le dio por sincerar todo, incluso las candidaturas presidenciales; nada peor que este afán de decir lo que se pasa por la cabeza en un país de pavos reales, llenos de falsos plumajes. ¿Por qué no actúa como el conde Gabriel Valdés, o el príncipe José Antonio Viera-Gallo, y cambia sus verde y proletarias plumas por las coloridas que visten a nuestros nobles personajes? Es que no hay caso: el que nace proleta, muere proleta.

La ama Michelle, asustada por los cacos, compró un pastor alemán, gordo, pelado y aterrante; el lorito le hacía la pata repitiendo, majaderamente, “presidente, presidente”, para que no lo mordiera. El halcón, Pablo Longueira, aprovechándose de las deudas de la Presidenta con sus electores, quiere rematarle su casa, La Moneda, apenas cinco meses de ser habitada. Michelle comprendió que tenía que hacerse amiga de los empresarios, para poder continuar siendo propietaria de la Casa de gobierno, como le había insistido, anteriormente, el profesor Lagos: “olvídate del gobierno ciudadano y dale contentillo a ‘los únicos personajes importantes en Chile’, los empresarios; los pobretes son pacientes y sabrán entender tu patriótico sacrificio”. Pero el loro repetía sin cesar “chupasangres, chupasangres, vampiros, vampiros”, dejando pésimo a la dueña de Casa, ante sus invitados. Como Michelle es buena y tierna, jamás se le ocurriría vender al loro, por lo demás nadie lo querría comprar; mejor sería contratar a un domesticador, como Lagos Weber, que enseñe al loro a repetir siempre “callado el loro, callado el loro…”

Por si los lectores no lo saben, este es el origen del famoso dicho chileno “callado el loro”, que podríamos transformar en “quédate callado, Camilito”.
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