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Francia: conflicto sin salida

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Entre la conflictualidad permanente de los italianos y la irritante pasividad de los ingleses, el comportamiento político de la sociedad francesa representa una especie de “tercera vía”. Tras dormitar durante largos períodos, Francia se despierta cada cinco o diez años con una determinación y una furia que provocan estupor en los demás europeos. Nada se parece a una huelga o movilización general francesa, a la radicalidad con que millones de personas deciden en la calle pararle el carro al poder.

Esta vez son los jóvenes, categoría sociológica que se ha venido definiendo en los manuales tan sólo en las últimas décadas y que abarca a cada vez más gente, digamos a todo aquel comprendido entre los quince y los cuarenta años de edad. Franja crucial de la población que configura el presente y el futuro de cualquier sociedad, y que hoy día afronta la situación más precaria que se haya conocido nunca en la historia moderna de los países europeos. La rebelión contra la ley que consagra la inestabilidad laboral de los jóvenes es, en efecto, la reacción contra una situación de hecho ya vigente más allá de los marcos definidos por el actual proyecto legislativo, y que afecta a la totalidad del mercado del trabajo en todo el continente.

Hubo una época reciente, que hoy parece remota, en que los asalariados y la clase media europeas contaban con una fuerte representación en las instituciones parlamentarias, de modo que el crecimiento económico y la distribución del ingreso eran el producto de una continua negociación política que funcionaba como estímulo para el conjunto de los actores en el escenario del conflicto. Para algunos era la lucha de clases, para otros la concertación, pero subsistía la plataforma básica de la legitimidad del conflicto como elemento propulsivo y productivo de la reproducción social. Se puede afirmar que la economía y la sociedad crecían gracias a la presión ejercida por el conflicto y a la permanente apertura de alternativas y nuevas posibilidades que éste generaba.  

La evolución actual muestra una simetría completamente diferente. Aunque con distintas variantes que corresponden a tradiciones políticas y culturales específicas, el conflicto social sigue presionando constantemente a la esfera política (no podría concebirse una sociedad sin conflicto), pero no encuentra en ella interlocutores que representen coherentemente los intereses organizados de la mayoría de la población. En ausencia de una mediación, el choque tiende entonces necesariamente a configurar posiciones radicales. Y con ello, el crecer de sentimientos de desprecio hacia las figuras institucionales. Creo que sería difícil encontrar en el pasado ejemplos comparables a las expresiones de verdadero odio hacia personajes como Chirac, Berlusconi o Blair de parte de sectores tan amplios de la sociedad europea, especialmente entre los jóvenes. Sentimientos que tienden a expanderse olísticamente hacia la mayoría de la llamada clase política.

¿Quiénes representan en el parlamento, en el ejecutivo, en las municipalidades, en los gobiernos y asambleas regionales a los millones de personas obligadas a aceptar puestos de trabajo precarios y mal pagados incluso después de haber terminado la universidad, a los millones de trabajadores que están cayendo en la pobreza porque sus salarios se congelan desde hace décadas, a los inmigrantes marginados, a los ancianos con pensiones cada vez más reducidas? Desgraciadamente la respuesta es muy sencilla: ya no existe en Europa una representación organizada de tales intereses, y esto es lo que explica el estallido de intermitentes rebeliones como la que en estas semanas estamos viendo en Francia.

El problema real no es que se verifiquen estos estallidos, sino cuál es su destino a corto plazo. Es muy posible que la movilización generalizada de la sociedad francesa consiga incluso que el gobierno retire el odiado proyecto que permite a las empresas contratar a jóvenes para despedirlos en cualquier momento, pero ello no modificaría en nada la situación de precariedad de hecho que se impone casi sin trabas ni oposición política, convirtiendo a la fuerza de trabajo europea en una variable dependiente de los caprichos del capitalismo salvaje. Todo lo cual favorece la idea de sociedad que algunos tienen en la mente para el futuro: que nadie represente a nadie.
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