Túnez: Crónica del último día de un dictador (y del primero de un pueblo)
por Alma Allende (Rebelión)
15 años atrás 7 min lectura
"Lo hemos hecho temblar, pero no caer", decía ayer por la
mañana un amigo tunecino, director de cine y profesor, convencido de que la
estrategia de Ben Alí había dado sus frutos. Estábamos delante del ministerio
del Interior, en la calle Bourguiba, rodeados de una multitud que se había ido
reuniendo desde las 9 de la mañana, en una jornada de huelga general convocada
por la UGTT,
pero que ningún partido ni organización secundaba o dirigía. El propio
sindicato parecía haber abandonado a la gente a su suerte, ocupado más en
negociar con palacio que en atender las demandas de sus afiliados. Ni
comunicados ni instrucciones ni discursos. Gente, sólo gente de toda condición,
dispuesta a desmentir las previsiones de mi amigo a fuerza de insistencia. El
día anterior, tras las nuevas promesas del dictador, mientras coches de
alquiler escenificaban a bocinazos un inverosímil apoyo a las medidas, los
blogueros en Internet resumían un sentimiento común: "66 muertos son un precio
muy alto para tener sólo youtube". No era eso lo que querían y para demostrarlo
habían acudido a la avenida principal de la capital tunecina, donde se
encuentra el Hotel Africa, símbolo del Túnez turístico y barnizado, y el infame
ministerio del Interior, símbolo de la dictadura: "Ministerio del Interior,
ministerio del terror", gritaban subiéndose a las rejas de la planta baja
mientras desde arriba esbirros de la policía grababan a la muchedumbre.
Se miraba mucho a las terrazas, temiendo a los
francotiradores que el jueves habían causado dos víctimas mortales en el barrio
de Lafayette, pero se tenía al mismo tiempo la tranquilidad de que la
intervención de la policía era más improbable que nunca: el discurso del
presidente y la presencia de periodistas extranjeros excluía, al menos de
entrada, una matanza. Había muchos jóvenes -estudiantes, empleados y parados-
pero también profesores, intelectuales, administrativos, informáticos, hombres
y mujeres, y también niños y ancianos. Un hombre maduro de aspecto muy formal,
envuelto en un abrigo de contable, discutía con dos chicas sobre la
conveniencia de que Ben Alí dejara inmediatamente el poder, convencido de que
no había ningún recambio que impidiese el caos. Detrás, un setentón tocado con
una chachia y vestido con burnus, con manos de hierro de trabajador, con mucha
menos cultura que su interlocutor, le corta sin embargo con autoridad: "No
estamos en la escuela", dice, "que se vaya y nosotros decidiremos". Eso es, en
efecto, lo que piden a gritos acompasados los manifestantes, mediante consignas
repetidas una y otra vez entre un ondear de manos. Han perdido el miedo y no
están dispuestos a recular: "Pan y agua, Ben Alí no" (hubz wa me, Ben Ali le),
"Túnez libre, Ben Alí fuera" (Tunis khurra khurra, Ben Ali barra barra), "Ben
Alí asesino", "Trabelsi, ladrones del estado", "No pararemos hasta derrocar al
dictador". Las consignas se interrumpen a menudo para dar paso al himno
nacional, reciclado o recuperado como canto subversivo: "moriremos moriremos
para que la patria viva". Ninguna consigna religiosa ni bandera partidista. Y
cuando un barbudo invoca una vez el nombre de Alá, es sepultado bajo un alud de
silbidos y abucheos.
A las dos de la tarde nadie se ha ido. Se busca un poco de
agua y cigarrillos y se vuelve a la multitud, que recupera dos elementos por
cada uno que pierde. Los mismos que por la mañana creían la partida perdida
ahora empiezan a recuperar la fe, cambio que coincide y se solapa con un
aumento de la tensión. La paciencia, el empecinamiento, la obstinación de los
gritones comienzan a poner nerviosos a los policías, que por primera vez forman
en escuadra en las calles adyacentes a la avenida Bourguiba, cerrando los
accesos. A través de los teléfonos móviles se reciben noticias desde otros
barrios de la ciudad y los rumores contagian una excitación nueva: la policía
reprime a los habitantes de la periferia que quieren acceder al centro, muertos
en Hay el-Khadra y Le Kram, asaltos a las casas de los Trabelsi en La Marsa. ¿Será cierto? Es la
policía quien nos lo confirma con su barbarie. Un minuto después de que el
cadáver de un joven asesinado el día anterior cerca de la Medina desfile por encima
de la multitud del boulevard, comienza el asalto. Detonan las bombas
lacrimógenas y en medio del humo blanco la multitud empuja hacia las estrechas
callejas adyacentes. Pero lo hace con una disciplina, con una prudencia, con una
buena educación que nadie habría sospechado tampoco hace tan solo veinte días:
wahda, wahda, shuaia, shuaia, imponen orden jóvenes passolinianos de una
belleza inesperada, tratando de evitar una avalancha. Consiguen incluso hacer
recular la primera estampida. El segundo asalto, en medio de las explosiones,
provoca la desbandada. Salimos ya un poco a ciegas, tosiendo y frotándonos los
ojos, entre dos cortinas de humo, delante y detrás, y algunos preferimos no
pararnos, cruzar la nube que nos cierra el camino y huir del centro del
avispero. Los desafortunados que no lo consiguen, los valientes que no quieren
ceder, se verán a partir de ese momento encerrados durante dos horas en medio
de una balacera.
Miles de personas corren por las calles alejándose de la
avenida Bourguiba. Son miles, son muchos más de los que había en la
concentración. ¿De dónde han salido? Las calles hasta entonces fantasmales, con
todas los cierres metálicos de las tiendas bajados, burbujean ahora de una vida
extraña, mitad excitada mitad amenazada, con una agudísima conciencia
colectiva. Es muy emocionante. De pronto dos, tres, cuatro jóvenes se paran, se
dan la vuelta y levantan las manos para detener a los fugitivos. "Hay que
volver y luchar", gritan. Y rompen a cantar de nuevo el himno nacional: namutu
namutu wa yahi al-watan, moriremos moriremos para que viva la patria. Seis de
cada diez vuelven sobre sus pasos para continuar la pelea a cuerpo desnudo. En
ese momento no lo sabemos, pero este gesto cobra retrospectivamente todo su sentido:
Ben Alí ha sido vencido por un pueblo que ha descubierto el valor de las
matemáticas. Diez es más que uno; cien es más que diez. Y el del relato: hay un
momento en el que es necesario marcar el climax, introducir un poco de
retórica, respetar las convenciones. Los jóvenes cantan, arengan y el pueblo se
gira, combate y vence.
A partir de las 16 h. los acontecimientos se precipitan. Un
vandalismo certero saquea y destruye en Gammarth las casas y muebles de la
familia Trabelsi, dueña del país; se incendian comisarías en la Goulette; se lucha en Le
Kram y en otros puntos de la ciudad. A media tarde se anuncia el estado de
excepción con un toque de queda a partir de las 18 h. El ejército ocupa el
aeropuerto y cierra el espacio aéreo. Miembros de la familia Trabelsi son
arrestados. El dictador Ben Alí abandona Túnez en un avión con destino
desconocido. A las 18.50 en el canal 7, el hasta entonces primer ministro,
Mohamed Ghanouchi, asume la presidencia interina del país comprometiéndose a
convocar elecciones. En algunas calles, soldados y ciudadanos se abrazan. El
primer acto, la derrota del dictador a manos de su pueblo, se ha consumado.
No es fácil saber qué pasará ahora. El nuevo gobierno es en
realidad el viejo decapitado y su presidente pertenece al mismo partido; y ni
siquiera tiene legitimidad constitucional para ocupar el cargo. EEUU y la UE han dirigido sin duda las
operaciones en la sombra. Y quedan rescoldos encendidos -una policía
refractaria y quizás saqueadora.- Pero ayer -cosa rarísima- hubo una victoria
del pueblo y la menos previsible. El pueblo en el que menos se confiaba -un
pueblo censado entre los vencidos y entregados- derrocó al dictador que más
seguro se sentía. Podemos describir la lógica de las cosas, y es bueno hacerlo;
pero jamás podremos saber en qué momento y por qué motivo suspende su dominio
sobre el mundo. Los mismos que se rebelaban dignamente contra la oferta de Ben
Alí, que quería venderles youtube a cambio de 66 muertos (finalmente más de
cien), celebran hoy la victoria, pero desconfían y vigilan. Es que la
conciencia de su dignidad, sus derechos y su fuerza es una felicidad siempre
despierta.
*Fuente: Rebelión
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