Los Trabajadores y la Historia (Homenaje a los mineros de San José)
por Manuel Acuña Asenjo (Estocolmo, Suecia)
14 años atrás 13 min lectura
En los libros figuran sólo nombres de reyes.
¿Acaso arrastraron ellos los bloques de piedra?”
Bertold Brecht
Presentación
No cabe la menor duda que bastante se ha escrito a propósito del drama
de los treinta y tres obreros atrapados al interior de la mina de San
José, y mucho respecto de la lección de supervivencia y organización que
nos han entregado. Es seguro que más volverá a escribirse una vez
realizado el rescate de todos ellos como feliz desenlace del suceso. No
será sin justa razón. El drama que hoy allí se representa, y que día a
día continúa haciéndolo, con un suspenso cada vez mayor, sobrepasa la
fantasía, desborda cualquier imaginación. Y es que la realidad es más
rica en acontecimientos y situaciones de lo que normalmente se supone;
supera a la ficción, aunque intente ésta suplantarla en no pocas
oportunidades, invocando la calidad exótica de un fenómeno o de un
suceso.
“Extraño, pero cierto, pues la verdad es siempre extraña; más extraña aún que la imaginación”,
nos recuerda Lord Byron.
Porque puede parecerle extraño a alguien que, luego de casi tres semanas
de estar sepultados en las entrañas de una mina, hayan podido esos
mineros brindar a la comunidad tan completa lección de sobrevivencia y
entereza. Sin embargo, ello no es extraño, aunque pueda parecerlo: es la
realidad, una verdad que sobrepasa la imaginación para quien no la
conozca.
No hay en ese suceso, tampoco, ‘milagro’ alguno que no sea la suerte de
los mineros de haber evitado recibir, en forma directa, sobre sus
cuerpos, el desplome entero de la galería. Lo demás… es organización
social, forma de autodefensa propia de los estamentos dominados,
reflejos de lo que podría ser la estructura de una nueva sociedad.
Se les ha llamado ‘héroes’, y esa es una calificación que merecen.
Aunque constituya un apelativo efímero, pues será una palabra que se va a
repetir, sí, una y otra vez, pero hasta agotarse. Porque la admiración
por ellos desaparecerá muy pronto en la cultura de las clases
dominantes. Como ha desaparecido en el recuerdo y en la conciencia de
las mismas la figura de esa jovencita que, en el archipiélago de Juan
Fernández, con desprecio de su propia vida, corriese hacia el gong para
hacerlo sonar, y alertar, de esa manera, a la población local acerca de
la inminencia del tsunami de 27 de febrero pasado. Como ese
extraordinario paramédico quien, luego de perder a toda su familia, en
el tsunami que arrasara Constitución en esa misma fecha, encontrase
consuelo en servir a los demás, en brindar ayuda a los más desvalidos y a
aquellos más necesitados. Como la cultura de las clases dominantes es
la cultura de las clases dominadas, también desaparecerá su recuerdo de
la mente de gran parte de la población nacional. Algunos dirán que ‘ese
es el pago de Chile’. Y eso será todo. La historia no será escrita, una
vez más, por quienes la han construido, sino por los que ocupan los más
altos escalones de la jerarquía estatal. Aunque jamás hayan bajado a una
mina ni conozcan los avatares de una operación de salvamento. Porque la
historia sí que tiene extraños designios. Para poder entenderla
necesitamos examinar sus inciertos senderos.
EL SENTIDO DE LA HISTORIA
Empecemos, pues, señalando que, raras veces, el relato de los hechos
pasados considera la existencia de aquello que Fernand Braudel
denominara ‘long durée’ o, como se le conoce, en castellano, ‘ciclos
largos’, basamentos de la ‘histoire structurale’. Por el contrario, los
ciclos medianos y cortos (episódicos y coyunturales) anegan el
territorio de la historia dando nacimiento tan sólo a la ‘histoire
évenementielle’ o episódica, e ‘histoire conjonctural’ o coyuntural. Por
eso, la historia de los pueblos originarios pocas veces ocupa un lugar
destacado en los textos de estudio o de consulta; con mayor razón,
tratándose de agrupaciones humanas conquistadas por la fuerza. Tomo en
mis manos uno de los tantos textos de historia que colman los estantes
de las bibliotecas locales: hay treinta o cuarenta páginas dedicadas a
la historia de los aborígenes de la nación respectiva; el resto, las 300
páginas siguientes, está dedicado a la historia de los conquistadores,
que se enlaza con la de los criollos; jamás con la de los vencidos. Los
cien mil años de historia de las naciones americanas, que son ciclos
largos sin lugar a dudas, aparecen mezquinamente resumidos para dar
cabida a los ciclos cortos (episódicos y coyunturales) y hacer creer que
la historia sólo comienza con la llegada de los invasores; hacia atrás,
nada: los aborígenes son pueblos sin historia. Mal podrían dar los
gobernantes satisfacción a sus demandas, por justas que ellas sean.
La relación de la historia se hace, además, generalmente, en forma
retrospectiva: la narración de los sucesos es realizada desde
perspectivas temporales y situacionales interesadas. El criterio de
análisis no es otro que el imperante dentro de la sociedad donde se
lleva a cabo. Es una constante juzgar al pasado con los criterios del
presente; como si aquel fuese el espejo de nuestras propias acciones.
Entonces, la historia se hace funcional a los deseos y necesidades de
quien la escribe. Como ciertos metales, que se tornan dúctiles y
maleables en manos de su manipulador, también lo hace la historia cuando
se la examina retrospectivamente. Recuerdo, al respecto, cierta
conversación que tuve con una persona a propósito de los juicios morales
en la historia y, en especial, sobre las costumbres que imperaron
durante largo tiempo en algunas sociedades antiguas occidentales. La
pederastia (o pedofilia) no fue inmoral ni mucho menos considerada
delito por los pueblos europeos de la antigüedad; por el contrario, era
practicada corrientemente entre la alta oficialidad de los ejércitos
griegos como, también, la homosexualidad. Leamos, a manera de ejemplo,
un pasaje del ‘Anábasis’, de Jenofonte.
“Al octavo día Jenofonte entregó a Quirísofo al jefe que había de
guiarles, dejando en la aldea a todos los de su casa, a excepción de su
hijo, que apenas había entrado en la pubertad… Plístenes se enamoró del
muchacho, se lo llevó a su país y encontró en él un servidor de
confianza” [1]
El repudio de hoy hacia ciertas conductas no implica que ellas hayan
sido rechazadas del mismo modo en el pasado. Por eso, las culturas han
de examinarse en tiempo y lugar específicos, y jamás juzgarse con las
normas de otras épocas o localidades.
Sin embargo, el pecado más grande de la historia no es solamente haber
sido orientada en el sentido indicado más arriba. Producto de una
sociedad vertical que adopta la forma de pirámide, en cuya cúspide se
asienta la plenitud del poder, sólo los estamentos de dominación
aparecen en el indiscutido carácter de constructores del pasado. No por
algo la historia es un relato militar, de conquistas, guerras, batallas,
entronizaciones y desentronizaciones, instalación de gobernantes y
golpes de estado.
Así, pues, la historia aparece invertida, escrita como si fuese obra de
quienes dominan la sociedad. La verdad toma el lugar de la mentira para
que ésta se presente como auténtica verdad. No lo hace de modo diferente
a como sucede en la rotación del capital, en donde la realidad se hace
fantasía mientras ésta se troca en realidad.
EL ROL DEL TRABAJADOR EN LA HISTORIA
Las sociedades funcionan, así, como obras de teatro, con personajes que
aparecen y desaparecen tras las bambalinas, con actores visibles e
invisibles. En la comedia de la vida, personaje visible es, por
supuesto, el dominador, que por lo mismo se hace nuestro personaje
ineludible. Nada hace, nada fabrica y, no obstante, como un Dios, está
en todas partes y en todo lugar. El actor invisible, paradojalmente, el
que todo hace y siempre crea, no está en lugar alguno. No tiene
presencia relevante. Nunca la tuvo en el pasado; se le llamó un tiempo
‘esclavo’, luego, ‘siervo’ para, finalmente, derivar a ‘obrero’. Es el
ser humano que entra en contacto directo con la naturaleza, quien trata
la materia, la toma entre sus manos y transforma. El mismo que clava el
arado en la tierra y abre los surcos que han de recibir la semilla; el
que espera la eclosión de las verduras o el trigo en la época precisa;
el que transforma ese trigo en harina, el que recibe la harina para
hacerla pan. El obrero. El mismo que hunde la pala en la tierra para
extraer de ella los metales que necesita. El que tala el abeto y fabrica
los listones o tablas para otro que va a construir los muebles de
nuestras moradas. El que trepa los andamios mientras construye puentes y
edificios, el que limpia los vidrios de las oficinas establecidas en
los pisos superiores de los grandes rascacielos. Obreras son quienes
desmenuzan el salmón para envasarlo en tarros o cajas de exportación,
obreras las que cuidan a los ancianos y atienden en los supermercados.
El trabajador (obrero, productor directo, productor de plusvalor)
construye la nación. Nada de lo que haya sido producido por el ser
humano deja de tener incorporado en su esencia la energía corporal de
quien lo hizo posible. Las máquinas, de las que tan orgullosos nos
sentimos, no son sino trabajo humano materializado en múltiples actos
hasta concluir en dicho producto.
Así, pues, todo lo que empleamos en calidad de alimento o usamos para
nuestro bienestar ha sido obra de lo que se conoce como ‘la mano del
hombre’.
Pero precisemos, no obstante, ciertos supuestos: no hay ‘mano del
hombre’ abstracta alguna en el proceso productivo, sino la invisible y
laboriosa mano de hombre, mujer o niño explotado, mano real, mano
verdadera, que produjo el instrumento empleado, el alimento ingerido, la
morada que habitamos, los muebles que la adornan, el vehículo sobre el
cual se viaja, el camino por donde éste transita.
No vaya a suponerse que todo ese trabajo se realiza con alegría. En el
sistema capitalista todo se compra y todo se vende; es la apoteosis del
mercado. Y el trabajo, la fuerza de trabajo, es una mercancía más que se
vende; su precio se denomina ‘salario’. Los seres humanos trabajan de
esa manera, vendidos al patrón o arrendados por horas, lo mismo da; como
se hace con los vehículos, muebles o instrumentos, como se hace con los
animales, porque no hay alternativa posible hacerlo de otro modo. Para
la economía somos ‘recursos’ humanos, no seres humanos. Y eso no hay que
olvidarlo. Jamás.
LA GESTA DE LOS MINEROS
Lo que se llama ‘mano del hombre’, entonces, no es la mano de un varón,
sino la de un ser humano cualquiera, obrero, obrera o niño obrero, no la
de su patrón o empresario que jamás conoce los socavones ni el sol
asfixiante del medio día bajo el cual se trabaja, ni el calor de las
fábricas o la altura de los edificios. Jamás el empresario ha estado
laborando frente al telar ni ha perdido la mano al colocar mal una carga
de explosivos en la mina; tampoco ha caído en rápido vuelo desde algún
edificio de gran altura ni de la plataforma de un puente en
construcción. Jamás ha ensamblado las maderas para unirlas y producir un
mueble ni ha participado de la molienda del trigo o del sacrificio de
una res. La ‘mano del hombre’ puede así ser masculina o femenina e,
incluso la de un niño obrero explotado, mano laboriosa, creadora,
diligente, mano bendita presente en toda obra humana. Así, pues, el
drama de los mineros, su gesta heroica, nos recuerda, una vez más, la
deuda inmensa que hemos contraído con quienes trabajan para la
comunidad, que son los que producen, los que incorporan sus energías a
la obra que, más adelante, va a permitir a los políticos hablar de los
‘retornos’ de los ‘royalties’, de las ‘acciones’, de los ‘convertibles’,
de los ‘performance’ y otras especulaciones parasitarias que los
enriquecen, en tanto sus creadores empobrecen día a día.
Errantes, generalmente solos, a veces con sus hijos y familias a
cuestas, sin un centavo en los bolsillos, recorren la larga geografía
del país, de pueblo en pueblo, buscando venderse, por lo que sea, con
tal de no morir de hambre, ni permitir que eso les ocurra a sus
familias.
No existe, por consiguiente, actitud más repugnante que enviar a la
miseria a quienes construyen la patria día a día; nada hay más
repugnante que discutir sobre ‘flexibilidad laboral’, disminuir salarios
o empeorar las condiciones de trabajo de los constructores de la
nación.
Por eso, desde el fondo del túnel, del interior de la tierra, sentimos
ese grito que resuena con fuerza a lo largo y ancho de Chile:
“¡Nosotros somos quienes, a diario, construimos este país! ¡Considérennos!”
El drama de nuestros treinta y tres compatriotas no es algo local; se
repite a diario, aunque en escala diferente, en todos los escenarios
laborales del mundo: en China, en Estados Unidos, en los países
latinoamericanos. En Suecia, la tragedia adquiere presencia en esos
trabajadores que, construyendo el puente más largo de Europa (el
‘Öresundsbro’), fueron arrancados por el viento, desde las plataformas
en que se encontraban, y trasladados lejos, hacia la inmensidad del mar
donde jamás sus cuerpos fueron encontrados.
Cuando debí salir de la formación social en que había nacido, Suecia me
acogió con generosidad y afecto. Respeto a esta nación por ello. Pero
más la respeto porque tiene conciencia de su origen. A diferencia de
otras que sufren amnesia, el país nórdico recuerda sus raíces obreras y
rinde homenaje al trabajador. En el Ayuntamiento (‘Stadshuset’) de la
ciudad, un bello edificio situado junto al lago Mälaren, donde se
realiza, año a año, la fiesta de gala de los Premios Nobel, no hay
estatuas que recuerden las hazañas de grandes guerreros o estadistas.
Por el contrario, en uno de sus corredores se levanta un monumento muy
sencillo y emotivo a la clase obrera, que fue la que construyó al país,
la que fue capaz de transformar a la Madre Suecia (‘Moder Svea’) en el
hogar del pueblo (‘Folkets hem’). Es un justo homenaje a quienes hacen
posible, diariamente, el bienestar social. Y es lo que nos recuerda, a
nosotros, el drama de nuestros treinta y tres compatriotas refugiados en
una burbuja, en un bolsón de aire, bajo la tierra, a 700 metros bajo su
superficie.
Si, como se ha dicho, en algunos meses más —no digamos cuántos—
finaliza, de manera exitosa, la operación de rescate de los mineros, y
todos ellos son recuperados ilesos y con vida de las entrañas de la
tierra, nos parecerá que han vuelto a nacer, esta vez no como niños sino
en calidad de adultos. Porque no saldrán de un lóbrego sepulcro, sino
del útero de la mina, que es casi como decir del útero de la Madre
Tierra, de Gaia, el planeta viviente, la diosa Tierra, en un parto
múltiple, uno por uno, asomando el rostro asombrado, como lo hacen los
bebés, ante una explosión de luz. Entonces, no se oirá el llanto de una
criatura que adquiere vida independiente, sino el de alegría de un
hombre adulto que renace entre los suyos, que vuelve a su mundo, a su
entorno familiar y a sus amistades. La ‘patria’ (heredad del ‘pater’ o
padre) se habrá, así, transmutado en ‘matria’ (entorno de la ‘mater’, de
la madre, unidad biológica primordial), para dar una nueva lección a la
comunidad.
Estocolmo, septiembre de 2010
Nota
1. Jenofonte: “Anábasis”, Edicomunicación S.A., Barcelona, 1994, pág. 136.
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