Caminaba una ciudadana por Santiago el sábado pos terremoto y se encuentra con alguien que con toda calma y cuidado lavaba su auto con abundante agua. Con la información de que habían sectores de la propia capital sin el “vital elemento” (como se dice en idioma periodistés), nuestra amiga le comentó con cortesía a aquel amante de su vehículo acerca de las muchas personas sin suministro de agua. La respuesta de ese shileno fue: “¡Pero yo sí tengo poh!”.
El mismo sábado supo el país y el mundo de la ola de saqueos que se desencadenó… ¡a los pocos minutos de finalizado el sismo! A lo cual se suman las escenas de personas de ciudades no “tan” afectadas, repletando los supermercados para comprar cuanto pudieran; la escandalosa subida de precios de productos básicos que ni siquiera escasean y de los arriendos de viviendas; o la constatación de que algunas constructoras e inmobiliarias levantaron y vendieron respectivamente edificios a sabiendas de su mala calidad (y las municipalidades autorizaron varios de ellos). Estas joyitas se dieron en todo el espectro social. No obstante, afortunadamente, muchísimas personas se han movilizado para ayudar de una u otra forma a los damnificados y en un programa televisivo se logró reunir una gran cantidad de dinero para aquellos.
Ambos tipos de acciones se dan en el mismo país y es probable que quienes actuaron vergonzosamente hayan también donado dinero o bienes. Después de la rabia y la vergüenza (sobre todo por los saqueos), Chile respira tranquilo y se solaza con la autocomplacencia de ser el país solidario por excelencia. ¿No son acaso una irrefutable prueba de ello las teletones o las reacciones masivas de ayuda tras las diversas catástrofes naturales que nos afectan?
Mas, es importante preguntarse sobre la estructura moral y los patrones conductuales dominantes en el país. En otras palabras, no hacer una mala inducción y cegarse ante eventos específicos para sacar conclusiones generales.
Los hechos particulares, en este caso las teletones, son sucesos ocasionales. No son parte de una cultura que se materializa día a día con sus incentivos y desincentivos (morales, legales, materiales, ideológicos, etc.). Tal como un carnaval anual no es ni de lejos testimonio de que una comunidad cometa excesos cada día del año, una instancia solidaria cada cierto período no implica una cultura solidaria cotidiana.
O sea, lo importante no es lo que se hace en algún tipo de ceremonia que se lleva a efecto cada tantos años. Lo relevante es qué valores asumimos como sociedad para guiar nuestra conducta y cuál es nuestro comportamiento real o el que tenemos la mayor parte del tiempo. El tema de fondo es una cuestión cultural.
En este punto debemos considerar el tipo de cultura en que vivimos en Chile. Y aunque frecuentemente se olvida o no se toma en cuenta, hay que recordar que la dominante es una economicista. Se ha organizado la sociedad en torno a la búsqueda competitiva, individual y egoísta, del máximo lucro; y se ha legitimado moral y legalmente dicha forma y objetivo.
Sin embargo, al hablar de sistema económico —más aún en países tan neoliberales como el nuestro— se debe remarcar que en realidad se trata de un sistema socioeconómico. Esa búsqueda de ganancias no es sólo una cuestión de comerciantes y en contextos comerciales. Se ha organizado toda la sociedad de tal modo que todos seamos comerciantes la mayor parte del tiempo y en la mayoría de las relaciones sociales. Se ha cumplido en parte lo señalado por Adam Smith en cuanto a que el ser humano es un comerciante y la sociedad conformada por tales seres es por lógica una de tipo comercial. Pero decimos en parte porque nunca Smith hubiera aceptado igualar el vicio con la virtud: no es lo mismo cuidar de sí mismo que perjudicar a los demás en ese intento. Su individualismo lucrativo valoraba altamente la virtud y tenía fines benéficos para la sociedad (por mucho que no compartamos su estructura moral ni sus fines).
Si comparamos el proyecto liberal original con su desarrollo y puesta en práctica neoliberal se verán las diferencias. Por ejemplo, en su afiebrado sueño neoconservador, Margaret Thatcher afirmó que la sociedad no existe: es una farsa socialista eso de gente viviendo junta y compartiendo formas de vivir y objetivos. La sociedad es una especie de arena de circo romano, donde cada cual vela por sí mismo y además en oposición a los demás. Nuestro brillante almirante Merino traducía esa idea al aseverar que la vida económica —es decir Chile— era una “selva de animales salvajes, donde el que pueda matar al del lado, lo mata”… Lo irónico es que Smith exponía que hasta en una sociedad de ladrones, es necesario no robarse entre sí para sobrevivir como grupo.
Al considerar cuál fue el proyecto socioeconómico de la Dictadura, continuado fielmente por la Concertación, podemos volver a nuestro problema. Pareciera que las conductas negativas pos terremoto no son puntuales y aisladas expresiones antisociales. Por cierto nos chocan los saqueos y el momento en que se dieron; pero no por ello son menos parte de una cultura de fondo. A pesar de su naturaleza extrema, son manifestaciones de una forma de vida —con sus ideas, valores y conductas— hoy legítima (en el caso de los estratos bajos esto se ve agravado y potenciado por la imposibilidad estructural de cumplir las promesas de consumo y bienestar hechas desde el sistema).
¿No será bueno hacer memoria de nuestra cotidianidad pre terremoto? Basta recordar algunas conductas antisociales de gente “decente”: prácticas antisindicales, colusión farmacéutica, corrupción pública y privada, lobbystas empeñados en vender el país por una comisión, regalo del cobre y de otros recursos naturales, uso de información privilegiada, usura de los bancos y las multitiendas, exigencia de cheques en garantía en las clínicas y hospitales, etc. Todos tipos de saqueos lejos de las posibilidades de la ciudadanía “de a pie”. Pero todas cuestiones que se hicieron y que todo indica se seguirán haciendo. En la lucha por el lucro individual (casi) todo es válido; y mejor aún si la ley lo ampara permitiéndolo o (casi) no castigándolo.
Al hablar de cotidianidad volvamos con nuestra amiga de la historia con la cual empezamos esta columna. Ella confesó que dudó en hablarle a quien lavaba su auto en plena emergencia. Se sabe que en Chile —desde el barrio más pobre al más opulento— se puede recibir un insulto o hasta una agresión física por hacer ese tipo de observaciones. Por mucho que sean de sentido común, dichas en un suave tono y con respetuosas palabras. Hay que pensarlo dos veces antes de arriesgarse a señalarle a un pasajero del transporte público que ceda el asiento reservado a embarazadas o personas mayores, a un transeúnte que no bote basura en la calle o a un automovilista que no se detenga sobre el paso de cebra… Estas y otras conductas individualistas que no consideran a los demás se daban cotidianamente antes del terremoto y en personas que es probable cooperen con las teletones u otras “jornadas solidarias” por el estilo.
Ojalá me equivoque. Pero la historia ha demostrado que el mero cambio individual no sirve de mucho si el sistema y su cultura no cambian.
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