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Tirúa: La última ola

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En medio del cataclismo que recorrió a  medio Chile poco se ha escuchado de la olvidada Tirúa, la última caleta de la costa sur de la VIII Región. Pueblo chico, pero original a su manera, desde el cual en días despejados se puede ver la Isla Mocha como una eminencia  sombría recortada en la lejanía del Pacífico. Un peñón que era considerado por los mapuches como la residencia final de los muertos, llevados hacia allá por unas ancianas ballenas, que cumplían funciones mitológicas parecidas a las del barquero Caronte de los griegos.

Tirúa  es la primera comuna que en la historia de Chile eligió un alcalde mapuche y es una de las pocas en que los evangélicos superan en número a los católicos. Para un observador imparcial en materia de religiones, ese último dato ya es en sí un índice de la pobreza del lugar. Pero si le merece dudas la observación, se podría agregar que según una encuesta elaborada por el gobierno (CASEN), la mitad justa de la población tiruana es considerada pobre o indigente. Una de las cifras más alta del país.
 
Rumbo a Tirúa 
Mientras trataba de llegar al pueblo, haciendo dedo a la salida de Cañete, lo evángelico que es Tirúa se me vino a la memoria. Estaba junto a otros dos pobladores de la zona, estirando nuestros pulgares con la fingida alegría del necesitado, cuando pasó un caballero en un lindo auto. Bajó ex profeso la velocidad, mirándonos a los que tratábamos de conseguir transporte en medio de ese camino sin buses. Aminoraba la marcha, me pareció, como para alcanzar a degustar con mayor alevosía la satisfacción  de negarnos el favor. “A ese ñato ñato lo conozco y estoy que lo llevo cuando lo vuelva a ver”,dijo uno de mis acompañantes. “Es pastor evangélico en Tirúa”, acotó. “Shusha”, respondí yo, haciéndome el sorprendido y remarcando las ese-haches para mayor desaprobación. “En todo caso, esos pastores son todos unos sinvergüenzas”, remató sonriente el desconocido, comentario que selló de inmediato una pasajera amistad de carretera.

“Me llamo Baltasar Giacomozzi”, dijo el hombre, aunque los prejuiciosos nunca lo hubieran catalogado como un descendiente de italianos. Baltasar era un vecino de Quidico, caleta y balneario playero de la zona, ubicado a apenas una decena de kilómetros antes de llegar a Tirúa por el norte.

Yo le contaba a Giacomozzi que en hasta donde sabía la ola había sido grande por allá. Pero él me contestó con una carcajada incrédula. “Con suerte el mar se llevó a mi señora y al diablo de mi hermano, jajaja”. Pero estaba preocupado el hombre. Por algo trataba de llegar a su casa como fuera… Después, para suerte de Baltasar, comprobamos que en Quidico solo murieron dos campistas que estaban en la playa, y que, debido a las extrañas carambolas de la marejada sísmica, la larga y ancha playa había absorbido la ola sin que hubiese hecho demasiado daño tras el alto terraplén de la carretera, que separa a las casas de la ribera mejor que cualquier malecón.
 
Una provincia devastada
La noche anterior, los bomberos de la agrietada Cañete –luego de caminar durante una hora por las calles oscuras y desiertas de la ciudad-  me dieron alojamiento y me dejaron dormir en la camilla que usan en sus rescates. La camilla estaba limpia, aunque tenía un par de manchas coloradas que se negaron a obedecer al detergente y la escobilla. Pero -más importante- la camilla tenía ruedas, por lo que bastaba con quedarse quieto para percibir que realmente todo el tiempo el suelo de Arauco se estaba moviendo.

Los bomberos me dijeron; en Tirúa hubo un desastre y nadie en Chile sabe de eso. La ola también asoló todas las localidades costeras de la provincia, que hasta donde se puede percibir está completamente abandonada a su suerte y a lo que pueda hacerse con los escasos recursos de la zona. Debido a los caminos cuarteados por profundas trizaduras y desniveles, además de la atención acaparada entre Constitución y Concepción, el desabastecimiento, dependiendo del producto, es total o inminente. Pareciera que el país solo volverá los ojos a esta sufrida zona si es que los habitantes locales toman el camino del saqueo.

Los voluntarios de las compañías de Cañete viven en permanente vigilia desde el terremoto. Y aunque echan la talla y se levantan de sus colchonetas como impulsados por un resorte ante cualquier solicitud, se les nota ojerosos y cansados. Porque sus funciones incluyen corretear a merodeadores que se internan, por ejemplo, en el liceo cañetino, a hacer cosecha de la desgracia.

En la destruida Lebu, informan, la situación también es preocupante, pues el agua parece preparar una repasada desde los cerros, arrasando lo que el mar dejó en pie. El río local apenas lleva un hilo de agua, señal inequívoca de que fue taponeado en algún recodo en lo alto de la cordillera de Nahuelbuta. Entonces se espera un aluvión, para cuando la represa natural sea colapsada por el agua y los mismos remesones sísmicos que la edificaron.

En la parte trasera una camioneta, viajando entre el cruce a Contulmo y Tranaquepe, Baltasar Giacomozzi me dice: “Mire, si hubo señales. El martes pasado el mar estaba tan calmado en Quidico, como una tasa de leche. Y Quidico es pura ola. Olas todo el rato, le digo señor. Yo nunca había visto el mar así. Entonces en broma dijimos: ‘o viene un maremoto o aquí llueve un diluvio’. Aparte vimos a todas las gaviotas volando hacia tierra y unos manchones negros en el mar. La cosa estaba como rara”, sentenció, sin sorprenderse en nada de lo que él mismo decía.

Un dirigente poblacional de Cañete, que nos acercó en una Van, agregó que en Tirúa los peces habían comenzado a saltar a la playa antes del terremoto, como huyendo de algo, y que los pescadores fueron quienes advirtieron a los incautos de que dejaran de recogerlos y corrieran a los cerros. La historia, contrastada después en terreno, resultó ser solo otro de los muchos rumores falsos que recorren estas tierras.
 
Tirúa
“¿Me querís decir, en qué mierda voy a trabajar ahora?”. Esas fueron las primeras palabras que escuché al entrar a Tirúa. Las decía un pescador joven, pero rojo y curtido como pancora, que caminaba por la calle junto a un camarada. Iban pasando junto al casco de la lancha Eitel, que (como otras) estaba varada  muy lejos del agua, en el antejardín de una casa ubicada a unos 300 metros de la ribera del río local. “No sólo los botes, huevón; las redes, los motores…  todo se perdió”, dijo, mordiendo las palabras con rabia. Sus pasos se perdían rumbo a la parte más empinada del pueblo.

Cerrando un ojo en la mitad de Tirúa, y conservando la mirada sobre el sencillo barrio que se encarama sobre lomas, todo parecía falsamente normal. Ahí permanecen alineadas las antisísmicas casuchas de maderas, que en su fragilidad parecen ser despreciadas por el todopoderoso sismo. Esas viviendas cubiertas por una película de latex desteñido se veían inmutables, dispuestas en concordancia con la monocromía del cielo eternamente encapotado.

Pero en la parte plana del pueblo la cosa no puede ser más distinta. Una de esas mismas casitas de madera puede verse hoy en medio del río, a aproximadamente un kilómetro de su ubicación original. El maremoto, única palabra que describe lo que ocurrió aquí, la arrastró desde una vega ubicada frente al sindicato de pescadores, llevándola sobre un puente (que la casa sorteó sin desbaratarse) hasta depositarla en las afueras del pueblo.

Una franja de dos a tres cuadras desapareció a lo largo de todo el borde del río, por donde entró el mar, dejando sus huiros y su olor adheridos en lo que quedó.
La municipalidad es solo una ruma amontonada contra los restos de otras casas. De su frontis solo quedan tres mástiles para banderas. Bajo ellos, los funcionarios municipales entregan su informe. Dos muertos en Quidico, uno en Tirúa y otro en la Isla Mocha, donde hay  tres desaparecidos.

Mientras me alejaba comenzó una reunión de trabajo de estos funcionarios. “Hay que echar a andar la municipalidad…”, dijo uno.  “Necesitamos un teléfono, entonces”, alcancé a escuchar por respuesta.

El sargento Mendoza paleaba la entrada del dormitorio del teniente a cargo de los carabineros del pueblo. Dice que dicen que en Tirúa no murió nadie, pero con
la señora Mirta, trabajadora del internado del pueblo (que se encontraba rescatando frazadas del barro para cubrir a los estudiantes el lejano día en que se reabra el establecimiento), comenta que la baja cifra de muertos se debe a que, tras un fuerte temblor sentido en la zona el 2004, se hizo una campaña de educación urgiendo a la gente a que huyera a los cerros apenas pasara el terremoto. Así que, por decirlo de alguna manera, Tirúa tiene la suerte de haber sobrevivido y aquí todos parecen saber que la baja cantidad de eso que los medios llaman víctimas fatales, aleja la esperanza de que llegue alguna ayuda.

Isla Mocha
Junto al puente estaban reunidos algunos pescadores sobrevivientes de Isla Mocha. Trataban de descifrar un hecho extraño. Según ellos la ola golpeó la isla muchos minutos antes que a Tirúa, fenómeno que no se podían explicar.

Uno de ellos, Carlos Cruz, fue alcanzado por la ola junto a un colega, que todos en el grupo dan por muerto. “El Carlos está todo rasmillado bajo la ropa, si lo agarró la ola”, confirma un colega. Cruz asiente, entre sorprendido de estar vivo e impotente por la muerte del compañero. “Si alcanzamos a estar agarrados de un brazo un rato, pero él se fue”.
En este grupo se ven rostros traumatizados por la experiencia. “Toda la parte plana de la isla fue arrasada. No quedó nada de nada”. ¿Y hay manera de ir? “Si no hay un bote bueno en todo Tirúa. Hay que esperar que una avioneta vaya cuando se abra el cielo”, dicen entre todos, completándose las palabras unos a otros. “En Mocha solamente quedaron seis viejos arriba del cerro”, acota Cruz. 

Los pescadores están todos de acuerdo en que la ola de Isla Mocha alcanzó proporciones monstruosas. 20 a 30 metros, afirman sin dudar un instante. Un cálculo que puede ser exacto o no, pero que da una idea de las proporciones bíblicas del desastre en este olvidado rincón de costa. En Tirúa el viento y mar rugen siempre. Estos pescadores, de puro acostumbrados, nunca se han dejado impresionar por mares bravas, simples ola grandes. Grande es una palabra chica para este caso.

– Agradecemos el envío de esta artículo a piensaChile a Luis Aguilar

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