¿Se está gestando una revolución cultural en Chile?
por Iván Vera-Pinto Soto (Iquique, Chile)
5 años atrás 9 min lectura
Han transcurrido cinco semanas desde que se produjo el estallido social protagonizado por millones de ciudadanos chilenos, los que han dicho basta a la tremenda desigualdad que existe en el reparto de las riquezas de nuestro país, y también a la indiferencia institucionalizada de una casta política que solo se ha dedicado a “maquillar” el modelo neoliberal impuesto en dictadura, sin escuchar las demandas y necesidades reales del pueblo, las cuales si fueran atendidas permitirían mejorar las condiciones de vida y el desarrollo integral de la mayoría. Léase: educación gratuita, salud de calidad, pensiones dignas, vivienda y cultura, entre otros.
El modelo neoliberal impuesto por Augusto Pinochet ha producido un creciente desarrollo transaccional y consumista, cuyo objetivo ha sido convertir a los ciudadanos en meros consumidores, sin alterar en nada la marginalidad crónica de una población mestiza que no se siente identificada con una cultura occidental reproducida por la oligarquía nacional desde comienzo de la República.
De algún modo, esta situación explicaría el comportamiento de la masa frente a la destrucción de la materialidad de aquella cultura que no la representa. Cabe precisar que este no es un fenómeno nuevo, ya que desde el siglo XIX en adelante se ha expresado en otras eclosiones sociales. En el fondo, simboliza una reacción trasgresora contra todos los signos y símbolos del consumismo y el capitalismo, que se manifiesta en robos, destrucción, incendios y saqueos de mercancías. Es decir, constituye un medio de sabotaje violento de los pobres y marginados hacia el sistema que los excluye, oprime, roba, estafa y manipula.
Sin embargo, debemos reconocer que esta masa indignada no tiene una experiencia ni una memoria histórica, tampoco cuenta con representantes intelectuales y políticos que le den confianza para solicitar su ayuda en esta coyuntura. Aun así, mantiene su militancia férrea, la que avanza deliberadamente por las calles, avenidas y plazas, susceptible a transformarse en una rebelión que puede alcanzar alturas inimaginables si se despliega y orienta políticamente.
Frente a este escenario, creemos que es necesario detenernos en algunas implicancias culturales que conlleva este despertar social, el que no solo incorpora aspectos reivindicativos básicos y urgentes, sino también a otros de alcance ideológico. En esa línea, el movimiento en sí tiene como desafío que la ciudadanía se empodere de los problemas que atañen a los más necesitados, provocando procesos de conocimiento y comunicación que permitan el acceso a la conciencia y a la praxis transformadora. Diariamente vemos que en el fragor de la lucha callejera se va construyendo una identidad colectiva e inclusiva que asocia lo personal con lo político. Este último factor (el político) tiende a humanizarse y lo personal a politizarse, de tal forma que la transformación política empieza por el mismo sujeto, puesto que su subjetividad se modifica socialmente.
Todo esto ha permitido la creación de un actor político, parido en la desigualdad y la exclusión social, que sustenta una nueva mirada del concepto de ciudadanía, y que asume nacientes derechos relacionados, por ejemplo, con problemáticas ambientales, patrimoniales, bienes públicos, migratorios, propiedad colectiva de los recursos naturales, derechos humanos, pluriculturales, valóricos y éticos, entre tantos otros. Suponemos que la energía social que está provocando esta masa movilizada, podría facilitar la construcción de un sujeto de derechos que se opone, derechamente, al paradigma de sociedad de carácter autoritario en lo político, cultural y organizado en torno al individualismo y el mercado en lo económico social, impuesto desde la institucionalización de la Constitución de 1980.
De acuerdo a lo argumentado, nuestro supuesto es que se estarían dando las condiciones para que se origine una “revolución cultural”; por supuesto, de ninguna manera como se ha plasmado en otras latitudes, pero sí con la presencia de algunas variables usuales propias de estos cambios radicales, y que apuntan, en general, a innovaciones y modificaciones en el sistema de creencias, valores, tradiciones y expresiones artísticas.
Citemos algunos datos para graficar nuestra hipótesis. Nos llama la atención que en todas las marchas flamean juntas la bandera chilena y mapuche, como símbolo del mestizaje nacional y la reivindicación de uno de los tantos pueblos originarios postergados por siglos. Del mismo modo, las letras de las canciones que acompañan a las protestas son en la totalidad de carácter rupturistas y cuestionadoras de un Estado ausente y opresor. Es indudable que la música históricamente ha estado vinculada al cuestionamiento social y, en algunos momentos, al activismo político. Lo cierto es que desde el 18 de octubre conocemos al menos una nueva composición por día sobre la crisis que vivimos, y expresada en diferentes formatos, que van desde raperos, pasando por el folklore, la música tropical, andina, hasta dj’s electrónicos. Sumemos, la participación de diversos artistas: actores, actrices, pintores, danzarines, humoristas gráficos, concertistas, documentalistas y distintos colectivos creativos que se han unido en esta contienda contra la desigualdad, en un movimiento espontáneo y transversal. Por lo demás, muchos espacios culturales se han utilizados como instancias para hacer cabildos ciudadanos, conversatorios y encuentros con los vecinos, con el fin de debatir sobre lo que está sucediendo y articular algunos discursos que permitan cambiar la Constitución. Otros artistas han realizado intervenciones creativas, a través de la visualidad y lo simbólico en las paredes y muros de lugares públicos.
Naturalmente, al igual que en épocas anteriores, los vanguardistas son los jóvenes, quienes con su arrojo natural no sólo pretenden difundir y justificar la lucha social, sino alentar la disputa ideológica en oposición a la cultura y las tradiciones burguesas, en defensa de los nuevos modelos estéticos y a la búsqueda de un reformado sistema de valores. Para alcanzar tales propósitos, los líderes espontáneos han privilegiado los medios de comunicación que ellos dominan ampliamente: las redes sociales. Mediante estas la audiencia juvenil reflexiona, critica, hace uso del humor político sobre las causas y las consecuencias sociales, económicas, culturales y políticas que aquellos acontecimientos encarnan.
En fin, mediante el uso de estas plataformas virtuales los jóvenes y los ciudadanos en general denuncian, comunican, establecen contacto, organizan, interpelan e interpretan la realidad; como también reconstruyen el mundo de la manera en que ellos anhelan.
Podríamos afirmar que la mejor escuela política en estos días es la revisión de toda la información subida como noticia, comentario, memes, caricaturas, comics, eslogan, afiches y despachos en directo a través del uso de los medios audiovisuales. Está claro que todos los usuarios de internet experimentan una intensa actividad intelectual y política, sin descontar otras nuevas modalidades de comunicación que desempeñan el papel de difusoras de teorías y discursos políticos que les consienten edificar su mundo.
Por otro lado, las paredes, como en los viejos tiempos, son utilizadas como pizarras para cuestionar y reseñar algunas consignas que ilustran y animan a la gente a tomar una postura partidaria frente al conflicto social.
Como observamos, ya no es necesario recurrir exclusivamente al libro, al ensayo científico y a la crónica periodística; ahora la imagen, la ficción y el registro de los acontecimientos facultan modular los discursos y negar con argumentos toda la información que la prensa oficial presenta como la verdad de los hechos; y, por otra parte, difundir una estética rupturista, con contenidos abiertamente revolucionarios, contestatarios y contraculturales.
Así entonces, si algo está caracterizando a este movimiento ciudadano es precisamente que toca dos temas que a la larga están íntimamente ligados: la cultura y la política. En efecto, la cultura y la política vuelven en los jóvenes chilenos a ser muy importante. Hecho que parecía impensable hace pocas semanas atrás, donde muchos creíamos que la sociedad chilena estaba muerta en la pasividad social y que había perdido su fuerza crítica y transformadora. Por suerte, los hechos nos demuestran que estábamos muy equivocados.
Existen otros dos factores que podríamos añadir a este análisis. El primero está asociado con el derribo de monumentos que representan a héroes y a símbolos coloniales. Para algunos historiadores, estas acciones significan “desmonumentalizar” a figuras icónicas que en la memoria histórica han sido violentas y que tienen consigo las acciones de conquista y colonialismo establecido desde el siglo XVI. En términos históricos, en su mayoría estos monumentos corresponden a conquistadores y militares, que llevan el nombre de las calles. Dichos monumentos encarnan el genocidio de los pueblos indígenas, como también la validación del patriarcado en la memoria histórica oficial.
Otra señal sustantiva es la acción de refundar los nombres de los espacios públicos. Tal es el caso de la antigua Plaza Italia, un habitual lugar de encuentro para celebrar triunfos deportivos, la cual, desde que comenzó el estallido social, se convirtió en el eje central de las convocatorias ciudadanas. Este hemiciclo ha sido testigo de la marcha más grande de la historia de Chile, la que pedía «dignidad» para los nacionales. Precisamente, esa palabra resume el nuevo nombre del lugar: Plaza de la Dignidad.
Nadie puede negar que el descontento aflora, estalla y se adueña del espacio público que representa a un modelo de urbe donde la ciudadanía vivía pasiva y sometida a las lógicas de consumo, y su reemplazo por el ejercicio de una ciudadanía movilizada, crítica y transformadora.
Este es un proceso que recién se está desarrollando, por ende, no nos atrevemos a pronosticar sus efectos y repercusiones, pues todavía nos parece incierto si el héroe callejero va ser capaz de sustituir a aquellos prohombres que nos han impuesto desde hace siglos, mediante la educación formal, la “historia oficial” y los medios de comunicación de masas. Pero lo que no cabe duda es que se trata de una “revolución cultural”, que se hace en nombre de los nuevos principios: dignidad, equidad, tolerancia y la no-discriminación.
Estamos hablando no sólo de un cambio político, es también un cambio de forma de vida y de modelo cultural. Es una transformación más profunda que no habíamos imaginado antes, pero que ya había dado sus primeros pasos con la llamada “revolución pingüina” y que busca, de uno u otro modo, producir un giro en la mentalidad y en los comportamientos de los chilenos.
–El autor, Iván Vera-Pinto Soto, es cientista social, pedagogo y escritor
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