Ana Becerra, la colegiala que sobrevivió los orígenes de la DINA
por Mauricio Weibel Barahona (Chile)
6 años atrás 16 min lectura
Quizá por esa precocidad política, Ana ingresó a militar a las Juventudes Comunistas en Séptimo Básico, en 1968, el año de la revuelta estudiantil en París, cuando los jóvenes creyeron que podían cabalgar hacia el futuro.Testigo y víctima de los crímenes de lesa humanidad, esta mujer fue llevada a los diecisiete años al campo de prisioneros de Tejas Verdes. Dos jeep artillados y un camión repleto de militares estuvieron a cargo de vigilar su traslado el 16 de septiembre de 1973.
«Me llamaron por bando el día del golpe de Estado y como no me presenté, dieron orden de fusilarme en el acto. Ya habían allanado mi casa y arrestado a mi padre. Ante la presión de mi familia, que temía que me mataran, y con la aprobación del MIR, me entregué el 16 de septiembre en la comisaría de San Antonio, con mi madre. Tenía diecisiete años», cuenta Ana Becerra, una de las diez colegialas que sobrevivió las torturas en el campo de prisioneros de Tejas Verdes, el enclave militar donde comenzó a gestarse la DINA.
En esos meses, fue testigo de los primeros lanzamientos de prisioneros al mar. De los meticulosos cursos sobre torturas que recibían los militares chilenos, mientras usaban su propio cuerpo como campo de pruebas. Un desborde del mal desde el inicio del régimen.
«El 17 de septiembre, hicieron un gran operativo para ir a buscarme a la comisaría. Llegaron dos jeepcon metralletas, un camión lleno de milicos y el vehículo donde me trasladaron. Cuando llegaron esos autos a Tejas Verdes, los presos pensaron que venía un diputado, un senador, alguien importante. Y bajé yo con zuecos, una falda plato y dos cachitos en el pelo. Estuve hasta febrero de 1974».
«LA PARVULARIA»
Ana asegura que de niña subía a bailar a los escenarios donde daba sus discursos Salvador Allende, cuando éste recorría la región de Valparaíso, en la lejana decada de 1960. Su padre socialista, «el compañero Hernán», como lo llamaban, viajaba con ella incluso a hacer campaña a las zonas rurales de la Quinta Región.
«Viví todo el proceso desde muy pequeña. Hasta el día de hoy me acuerdo de los detalles, de las reuniones, de las casas, de las camisas verde oliva del Partido Socialista», evoca en el comedor de su casa de madera, en San Antonio, al lado de una línea de ferrocarril.
El desamor, sin embargo, fue rápido en esa primera incursión política. Y, de la mano, del afecto familiar ingresó al colectivo que lideraba Miguel Enríquez. «Entré al MIR, como a los catorce años. Me llevó un primo, Alejandro Arce, que era de Concepción, de la generación del doctor Patricio Bustos», reseña.
Ana comenzó a participar activamente en la política de San Antonio y a recorrer periódicamente la carretera que conectaba el puerto con Santiago. «La Comisión Política del MIR me puso “la parvularia”, por lo chica. Me llevaban incluso a tomar bebidas», recuerda.
LA MAYTE
Era 1970 y la propuesta de un socialismo democrático intentaba avanzar en la historia chilena, apenas tres décadas después del primer triunfo del Frente Popular, la coalición, que liderada por Pedro Aguirre Cerda, unió por primera vez a socialistas, comunistas y radicales en el poder.
Ana, con catorce años, estaba en el colegio de monjas Santa Teresa, el favorito de la élite sanantonina. «No había mucha vida política allí. Incluso fui compañera de curso de la hija del “Mamo” Contreras, la Mayte. Por eso no voy nunca a las juntas de mi curso, porque a veces llega ella».
El entorno, sin embargo, estaba efervescente, según Ana. La guerra de Vietnam, la revolución floreada de los hippies, la gran crisis del petróleo y la revolución cubana eran el telón de fondo de un país que pugaba por cambiar su pacto social, con una izquierda ya dividida respecto a lo que sucedía en los socialismos reales del este europeo, marcados por el totalitarismo de Estado.
«Después del colegio iba a reuniones, a marchas, a pintar. La vida era muy intensa. No sé cómo me alcanzaba el día. Era complicado, agitado. Vivía en dos mundos. Por el lado de mi madre, el mundo de la diplomacia. Por el de mi padre, la política, la calle».
En IV Medio, Ana se cambió al liceo de San Antonio, buscando más participación política, más libertad, quizá. Era 1973.
«LOS ARROJARON AL MAR EN OCTUBRE»
Después de entregarse, para evitar ser fusilada, Ana llegó al campo de prisioneros de Tejas Verdes cuando aún era un descampado, situado donde nacen los caminos que llevan al pueblo de Lo Gallardo y al balneario Rocas de Santo Domingo, a los pies de una estatua de Cristo, donde los militares instalaron metralletas de advertencia, apuntando contra los detenidos.
«Al inicio no había mucho. Sólo éramos dos mujeres, a las que nos alojaron en una mediagua. Y había un galpón donde estaban los compañeros. Nada más. Salvo unos containers soviéticos que los milicosusaron para delimitar el campo de prisioneros. No había baño».
El día sólo implicaba sobrevivir el tedio y las secuelas. Los hombres hacían una fogata y calentaban agua. Las mujeres inventaban jardines imaginarios y juguetaban con un pollo, el que nadie sabía como había llegado hasta allí, saltado los controles artillados.
«No hacíamos mucho, en esas horas. Te formaban y, si estaban de buen humor, te dejaban entrar comida. Siempre esperando que te fueran a buscar para los interrogatorios, que eran de noche».
El problema era la noche, interminable.
«El día era de espera, hasta que llegaban las listas con los que debían partir a los interrogatorios en el casino de oficiales del Regimiento de Ingenieros de Tejas Verdes. Una vez que se llevaban a alguien, nos poníamos a esperar, para ver cómo llegaba. Para cuidarlo y apapacharlo. Por lo general, volvían en la mañana».
Pero los que se quedaban tampoco podían gozar de tranquilidad. En las noches había simulacros de fusilamiento y las mujeres, cada vez más numerosas, vivían su propio infierno. «Entraban los milicos a toquetearte. Y tratábamos de defendernos entre todas. No era grata la noche».
«LO QUEBRARON ENTERO»
En octubre, empezaron a llegar más menores de edad, después de que las tropas hicieron redadas en los colegios. «Trajeron a la Mariela Bacciarini, que estaba en la cárcel. También a la Olga Letelier que cumplió los diecisiete años en Tejas Verdes».
Los veinte menores de edad que hubo en ese campo de prisioneros, liderado por el entonces teniente coronel Manuel Contreras, apoderado del curso de Ana en el colegio Santa Teresa, eran dirigentes estudiantiles, de centros de alumnos. Casi todos del liceo de San Antonio y en su mayoría miembros de MIR.
Hoy, esos menores son los últimos testigos de una historia que quebró la vida política del país, que forjó las luchas por los derechos humanos. Que dividió sus propias existencias.
«Lo que recuerdo bien son los primeros compañeros del MIR que sacaron del campo y arrojaron al mar en octubre, Ceferino Santis, Gustavo Farias y Florindo Vidal, los primeros».
Ana fuma, vicio que adquirió tras las torturas, y hace una pausa, larga. «Al otro que recuerdo bien es a Jorge Ojeda, lo quebraron entero. Antes de que desapareciera, los compañeros lo arroparon con una frazada y lo sacaron al sol. En esa época, también mataron al uruguayo Julio César Fernánez, después de que lo pillaron con un mapa del campo de prisioneros que le entregamos las mujeres», prosigue.
A partir de octubre de 1973, Tejas Verdes comenzó a ordenarse mejor, pero para facilitar la represión. «Después de que mataron a ellos en octubre, sacaron los containers y se cerró el campo de prisioneros con una empalizada. Se construyeron los baños, las mediaguas y llegó el teniente Zarevich. Ahí empezó a cambiar todo, armaron las casas de castigo».
Para diciembre de 1973, el campo de prisioneros rebosaba de detenidos chilenos y extranjeros. «Estábamos casi rematados, sólo servíamos para sus experimentos de tortura».
«UNO ES UN ANIMAL»
El Estadio Nacional, Pisagua,Tejas Verdes y el Estadio Chile —hoy Victor Jara— se forjaron esos meses como arquetipo de la represión, la que dejó al menos treinta mil torturados en el país. Ana, con sus diecisiete años, estuvo allí, sobrevivió.
«Nunca vi arrepentimiento en ellos. Podían ser más o menos brutales, pero arrepentimiento, no, no tuvieron. Ellos estaban convencidos de lo que hacían. Les gustaba hacerte sufrir, aunque no tuvieran la orden, porque se deleitaban. No me vengan con que ellos sólo recibieron órdenes, no fue así. Les gustaba hacerte sufrir, se sentían superiores».
Para Ana, las preguntas sobre esos abismos suelen impulsar respuestas que apuntan a la peor faceta de la Humanidad.
«¿Qué le podían preguntar a alguien de quince años? No lo sé. Creo que les importaba un cuesco lo que dijeras sobre el centro de alumnos del liceo. Los interrogatorios se convirtieron más en un momento para probar los métodos para hacerte hablar. No había nada tan importante que un escolar pudiera decir. Te tenían de conejillo de indias, para entrenar a los futuros agentes de la DINA. Ahí estaba también el médico, Vittorio Orvieto, que autorizaba a seguir o no con las torturas que te aplicaban».
Ana habla pausado y ríe, con humor negro a ratos. Nada en ella delata abatimiento. Impacta su fortaleza. ¿Qué le permitió sobrevivir mentalmente?
«Yo creo que fue muy importante tener una familia, apoyo. Una vez mi padre dijo que cuando se derrumba todo y tú tienes amor, te mantiene el amor. Uno siempre podía pensar en algo mejor».
«Uno —prosigue— es un animal de costumbre, y en algún momento ese horror se convirtió en mi mundo».
«SUPE QUE NO TENÍA SALVACIÓN»
Acusada de ser una terrorista, Ana fue condenada a los diecisiete años a cien días de presidio por un Consejo de Guerra, donde su abogado fue otro militar. Como tenía el tiempo cumplido, la dejaron partir.
«Con mi familia, nos fuimos a Peñaflor. Mi papá todavía estaba preso».
Sin embargo, sólo fueron doce meses de libertad. «Me detuvieron otra vez el 9 de marzo de 1975, un día antes de mi cumpleaños».
Nuevamente fue subida a un camión militar y trasladada a un centro de torturas. «En las Rocas de Santo Domingo, los milicos tenían a «Joel», la chapa de Emilio Irribaren. Él nos entregó a todos, incluso a los que no estuvieron presos en 1973».
«El primer día que llegué a Rocas de Santo Domingo supe que no tenía salvación. Conocían toda mi historia».
De hecho, el primer militar que le habló fue el mayor Mario Jara Seguel, lugarteniente de Manuel Contreras en ese centro de flagelos y exterminio. Molesto, apenas Ana arribó a Rocas de Santo Domingo, este oficial le enrostró que no le hubiera confesado toda su vida, cuando ambos coincidieron en las sesiones de tortura de Tejas Verdes. «Me mentiste», le enrostró.
«Yo era la única mujer. Estuve siempre vendada y amarrada de pies y manos. Me tenían así, y con un milico todo el día de guardia, porque unos días antes se les había arrancado Isabel Romero. Sólo logré captar algunas voces que conocía».
Ana arrojada al lado de un inodoro, sin ningún otro detenido cerca que la acompañara, pensó que moriría. «A esa altura me importaba poco lo que pudiera pasar, estaba entregada».
«JOEL»
«¿Cómo supe que estaba «Joel»? Porque cuando me tenían prisionera, sentí una mano que me puso un cigarro y era su olor. Él pasaba en nuestra casa y yo lo conocía muy bien. El me formó en el MIR. Él estaba en los interrogatorios».
«Joel», alias de Emilio Irribaren, fue junto a Osvaldo Romo, uno de los dos más grandes delatores del MIR. Miembro del Comité Central de esa organización de izquierda, fue apresado en enero de 1975 y sometido a torturas, aparentemente con su hija.
Comenzó a delatar a antiguos camaradas y luego a participar en sus detenciones y sesiones de tortura, hasta que abandonó ese mundo represivo y cimentó una larga carrera como ejecutivo bancario, llegando a ser economista del AIG Bank, en Nueva York, antes de morir de cáncer.
Para Ana fueron cincuenta y cinco días de abismo, hasta que decidieron trasladarla de recinto, ocasión en que «Joel» pidió permiso para hablar con ella, a solas.
«Me pasaron a una pieza y me sacaron la venda. Yo creo que esa fue la peor experiencia que tuve en Rocas de Santo Domingo. Me hizo perder la memoria por lo que vi. Fue tremendo, un shock. Primero, él no era la persona que yo conocía, era un andrajo humano. Era horrible. El me pidió que por favor no me metiera en nada más, que ya todo había terminado».
Pero ¿cómo se mira a un hombre que te educó, que vivió en tu csa y que luego colabora con los militares que te flagelan?
«Fue complicado verlo, eran sentimientos encontrados. Fue demasiado duro, la gota de agua que rebasó el vaso. El había estado en mis interrogatorios».
Para muchos sobreviventes, «Joel» fue un monstruo, como el «guatón» Romo, con quien llegó a hacer operativos conjuntos. Para Ana, es un diálogo que quedó inconcluso, tras su muerte.
«Puedo decir que en mi caso él guardó cosas que sabía, no así con otras personas. Incluso hubo un momento en que se la jugó por mí, durante un interrogatorio. Le dijo al mayor Jara que no me siguieran pregutando, que yo no sabía. Y era falso, claro que yo sabía».
LAURA ALLENDE
Ana, ya con 19 años, fue trasladada a Villa Grimaldi y Cuatro Alamos, adonde llegó a los pocos días en shock, sin recordar siquiera su nombre, como le contaron las otras mujeres apresadas en ese recinto.
Una larga jornada de sueño, le permitió volver en sí, tras el diálogo con «Joel» en Rocas de Santo Domingo.
Día a día, las demás detenidas de su celda en Cuatro Álamos fueron liberadas, hasta que Ana quedó sola, pero con una misión. «Antes de irse me dijeron que cuando de la celda de al lado me golpearan, yo tenía que cantar, para apoyar a la compañera que estaba encerrada allí, muy mal».
Esa otra prisionera, por cierto, era la diputada Laura Allende, hermana del presidente Salvador Allende.
Al tiempo, la Cruz Roja llegó hasta la celda de la parlamentaria y ella les dijoque pidieran abrir la celda contigua. «Allí hay una niña muy joven, yo lo sé por su voz», les advirtió.
Así fue como los organismos humanitarios encontraron a Ana, quien entonces fue enviada a Tres Alamos, su última reclusión.
«Salí en julio de 1975, a través de un acuerdo con la Cruz Roja que me consiguió una visa transitoria para salir a Argentina, donde estaba mi familia, en Mendoza».
UN ERROR INTERNACIONAL
El exilio, sin embargo, abrió nuevos problemas, debido a la burocracia de la ayuda humanitaria internacional, la que obtuvo salvaconductos y asilo para la familia, sin pensar en la undad del clan Becerra.
«Tuve que partir a Suecia sola, mi caso y el de mi padre eran expedientes distintos para la Cruz Roja. Por eso, nuestra familia nunca se pudo reunificar, éramos causas diferentes para ellos. Mi padres fueron enviados a Suiza un año después».
Con 19 años, y sin hablar el idioma, Ana aterrizó en Estocolmo, donde fue conducida a un campamento para refugiados latinos, donde residían uruguayos, brasileños y, por cierto, chilenos.
«Fue empezar a construr de nuevo, pero lo que más me molestó fue no hablar el idioma, así que lo aprendí rápido. Quería entender los diarios, la televisión».
Después de esa experiencia, Ana comenzó a vivir sola en un departamento sin siquiera saber cocinar. Primero en Lund y luego en Malmö donde permanecíó por dos décadas y tuvo cinco hijos.
«Nunca me sentí mal allá, me dediqué a estudiar idiomas, distintas carreras, hasta ue me recibí de Asistente en Psiquiatría. No tengo nada contra Suecia, me siento en casa allá. Tengo parte de su cultura», admite.
Sin embargo, cuando acabó el siglo XX decidió dejar a sus hijos, a Suecia y regresar a Chile.
«Yo volví para contar esta historia, para buscar a los muertos. Pero al Estado chileno no le interesa la verdad, los juicios demoran años. Es difícil, pero sigo ahí», dice.
Y sobre la marcha cuenta que ya entregó a la Justicia antecedentes sobre un sitio donde habria restos de los rieles con que fueron arrojados los prisioneros al mar. «Y nadie hace nada», insiste
LO MÁS DIFÍCIL
Un auto blanco se estacia frente a la casa de Ana y un joven de unos veinte años asoma. Pinta y estudia medicina. Ana interrumpe la entrevista y coordina una actividad de derechos humanos con él. Será en la calle.
Luego, tras terminar su café, reflexiona sobre las mujeres sobrevivientes, hoy todas mayores de sesenta años.
«Hay compañeras que hasta el día de hoy, si te hablan de esto, lloran, que nunca se pudieron reconstruir bien. La reconstrucción es lo más difícil. Volver a creer en el ser humano, luego de ver a los individuos desnudos, sin caretas. Te cuesta empezar a confiar de nuevo», comenta.
Enciende el último cigarro, ofrece comer algo, y habla por primera vez de lo que quiere dejar para el futuro, en un país, donde ya no vive la gran parte de su familia «Esta historia no es para los viejos, es para las nuevas generaciones como el chiquillo que vino», cierra.
276
Ana y los demás menores que sobrevivieron Tejas Verdes no fueron los únicos perseguidos por la dictadura.
Durante el régimen militar, al menos doscientos setenta y seis menores de dieciocho años fueron ejecutados o hechos desaparecer, según informes del Programa de Derechos Humanos del Ministerio del Interior. De ellos, ciento quince figuran como escolares y el resto como lustrabotas, carpinteros o simplemente bebés, según sus descripciones.
La mayoría de esos niños fueron ultimados en los primeros años del régimen, cuando arreció la persecución contra los partidos de izquierda, encabezados por dirigentes como Carlos Lorca, Manuel Guerrero, Lumi Videla, Mario Zamorano, Bautista van Schouwen o Víctor Díaz, entre otros.
Otros setenta y cinco menores cayeron abatidos en los años ochenta, durante el período en que fue desplegada la municipalización de la educación pública.
En ese período, como muestran reportajes pubicados los años 2013 y 2015 en The Clinic, la CNI desplegó un espionaje masivo contra profesores de liceos, al tiempo que vigiló las conductas de los niños, según informes secretos de la policía secreta.
Listas de estudiantes, nóminas de detenidos o nombres de supuestos militantes de partidos opositores fueron compartidos por la CNI y los ministerios del Interior y de Educación. Colegios privados, católicos, municipalizados o públicos fueron escenario del soplonaje civil.
Docentes afines al gobierno informaron periódicamente de las movilizaciones contra el régimen, sobre todo a partir de las protestas de 1983, cuando el flujo de las delaciones se desbordó.
«Todo lo anterior lleva a pensar en la urgente necesidad de revisar los actuales sistemas de control (…) sobre los colegios», escribió preocupado ante la avalancha de manifestaciones y delaciones el general Gordon en un informe secreto del 1 de julio de 1983, dirigido al Ministerio de Educación.
*Fuente: TheClinic
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