El príncipe Guillermo, Duque de Cambridge, segundo en la línea de sucesión al trono del Reino Unido, ha visitado Israel esta semana.
Parece una persona agradable. Tiene el aspecto que deben tener los príncipes y ha hecho y dicho todo lo que debía. Incluso se ha comido una sandía en la playa con el alcalde de Tel Aviv.
Si los británicos no se hubieran marchado de Palestina hace 70 años, hoy en día Guillermo sería mi príncipe. Recuerdo que en el colegio nos dieron un día de vacaciones con motivo del cumpleaños de su bisabuelo, Jorge VI.
Por entonces los británicos habían obtenido de la Liga de Naciones un “mandato” sobre Palestina con la excusa de erigirse en paladines del sionismo, merced a la famosa Declaración Balfour. Pero lo cierto es que no les gustábamos demasiado. Los pintorescos árabes, generosos anfitriones por naturaleza, les resultaban mucho más atractivos.
Mi propia relación con la corona británica siempre fue algo complicada.
De la oscuridad surgió una voz que me hizo la pregunta: “¿Odias a los árabes?”
A los 14 años, la situación económica de mi familia me forzó a buscar trabajo. Encontré un empleo en un bufete de abogados. Mi jefe había estudiado en Oxford, así que la actividad del despacho se hacía en inglés, idioma que tuve que aprender deprisa y corriendo y que desde entonces siempre he amado. Algunos de los clientes pertenecían a la administración británica.
Pocos meses después, los británicos ahorcaron a un joven judío que había lanzado una bomba contra un autobús árabe. Decidí cubrir su puesto y me puse en contacto con el Irgun, una organización clandestina. Se me ordenó presentarme en una escuela a cierta hora.
Cuando llegué, el edificio parecía desierto excepto por una pareja que se besaba en la puerta. Me condujeron a oscuras y me metieron en una habitación, donde me indicaron que me sentara frente a la intensa luz de una lámpara. Notaba que había gente a mi alrededor, pero no podía verlos.
De la oscuridad surgió una voz que me hizo varias preguntas, la última de las cuales fue: “¿Odias a los árabes?”
“No”, contesté sincero. En los tribunales había conocido a bastantes árabes y me parecían buena gente.
Detrás del proyector hubo un momento de asombro. Entonces la voz de una joven me preguntó: “¿Odias a los británicos?”
Yo contesté con toda sinceridad como un bobo: “No. La verdad es que me caen bien”.
Detrás del proyector se hizo el silencio. Entonces la voz femenina preguntó de nuevo: “Si no odias a los británicos, ¿Para qué quieres unirte al Irgun?”.
“Porque quiero que se vayan a Inglaterra y nos dejen en paz”, respondí.
De alguna forma mis palabras los complacieron, así que pocas semanas después me aceptaron en la organización.
¿Por qué se marcharon los británicos de Palestina? Hay varias respuestas posibles a esta pregunta.
Los antiguos miembros del Irgun y de su organización hermana, los Luchadores de la Libertad (conocidos por los británicos como la Banda Stern), creen firmemente que la partida de los británicos se debió a sus intrépidos asesinatos y atentados, como la bomba en el Hotel Rey David de Jerusalén, que hacía las veces de cuartel general británico, el 22 de julio de 1946. Murieron 91 personas.
Por su parte, los líderes sionistas oficiales opinan que el motivo fue su inteligente campaña de presión política.
Yo personalmente pienso que la causa fue el cambio en la situación global. Tras la Segunda Guerra Mundial, el Imperio Británico estaba muy debilitado. Era incapaz de conservar India, la joya de la corona, y sin India el control del Canal de Suez no era un asunto tan relevante. La Palestina Británica era una fortaleza para la defensa del Canal y perdió su importancia sin él. Había tanta violencia en el país que los británicos llegaron a la conclusión de que no merecía la pena quedarse.
A veces, antes de establecerse el Estado, el autobús que nos conducía a mis camaradas del ejército judío y a mí a nuestras primeras batallas se cruzaba con un autobús de soldados británicos de camino al puerto de Haifa. Se producía el habitual intercambio de obscenidades y ahí quedaba la cosa.
Mientras el príncipe británico recorría el país y decía las frases adecuadas sobre eso de la “paz justa”, otro príncipe de ultramar, Jared Kushner, el yerno judío del presidente Trump, hacía lo propio. Jason Greenblatt, otro emisario judío de Trump, lo acompañaba. Se supone que esta santa pareja, que en ningún momento se molesta en ocultar su desprecio por los palestinos, debe firmar la paz.
¿Cómo conseguirán tener éxito allí donde tantos otros han fracasado? ¿Por qué iban a tener más posibilidades que las docenas que les precedieron?
Bueno, es que ellos tienen un Gran Plan. Un Plan tan grande que no se puede rechazar. Un Plan Secreto.
¿Secreto para quién? Para los palestinos, por supuesto. Binyamin Netanyahu ha participado en el diseño. Si es que no es directamente su autor.
Hace años vivía en Israel un famoso crítico teatral. En cierta ocasión, durante el estreno de una nueva obra, se puso en pie diez minutos después de que se alzara el telón y se dirigió a la salida.
“¿Cómo puede escribir una crítica sin ver la obra entera?”, preguntó un actor.
“Para saber que una manzana está podrida no es necesario comérsela entera”, respondió.
Pues con el Gran Plan pasa igual. Basta con los detalles que se han filtrado.
No se trata de un plan diseñado para que lo acepten las dos partes. Es un plan para imponérselo a una de ellas. A la parte palestina.
Cuando los británicos se marcharon en el 48, la ONU puso en marcha un plan.
Consistía en dividir Palestina en dos Estados, uno judío y otro palestino, con Jerusalén como unidad neutral. Las partes formarían una especie de confederación económica.
Los palestinos lo rechazaron. Consideraban que el país era su patria y esperaban recuperarla con la ayuda de los ejércitos árabes.
Por su parte, los judíos lo aceptaron sin vacilar. Todos los que vivíamos en el país en aquella época recordamos el júbilo en las calles. Sin embargo, David Ben Gurion no pensaba darse por satisfecho. Sabía muy bien que estallaría la guerra y esperaba que nuestro bando aumentaría su territorio considerablemente.
El Plan de Partición murió el día después del fin de la guerra de 1948. Había nacido una nueva realidad. La guerra había partido Palestina en tres unidades: Israel propiamente dicho, Cisjordania, que pertenecía al reino de Jordania, y La Franja de Gaza, bajo administración egipcia.
Varias guerras después (¿quién las cuenta ya?), Israel controla de distintas formas toda la Palestina histórica. La paz parece muy muy lejana.
En teoría ¿cuáles son las alternativas?
Justo después de la Guerra de 1948, a principios de 1949, un pequeño grupo de jóvenes que incluía a un musulmán árabe, a un druso árabe y a mí (curiosamente, los tres acabaríamos ocupando un escaño en la Knesset) diseñamos un plan con una solución: la así llamada Solución de los Dos Estados. Un país con dos Estados, Israel y Palestina, con Jerusalén como capital conjunta, fronteras abiertas y economía común.
El plan no contentó a nadie. Todo el mundo se puso en contra: el gobierno de Israel, los países árabes, los Estados Unidos de América, la Unión Soviética (hasta 1969), Europa y el mundo islámico.
Hace ya 70 años de aquello. Y sin embargo, oh milagro, hoy en día todo el mundo está de acuerdo con él.
Estas son las opciones: o un país con dos Estados o un Estado colonial judío en todo el país. No hay tercera alternativa.
Quizá Jared Kushner sea un genio como su suegro. Pero ni siquiera su brillante cerebro judío encontrará otra solución. Y todo el poder de Estados Unidos no bastará para someter eternamente a los palestinos. El Gran Plan no es más que otra receta para la guerra perpetua.
Ojalá Europa, incluyendo al Reino Unido post-brexit, estuviera dispuesta a prevenir esta catástrofe. Si hubiera estado con el príncipe en la playa de Tel Aviv, eso es lo que habría dicho.
Traducción del inglés: Jacinto Pariente
© Uri Avnery | Publicado en Gush Shalom | 30 Junio 2017
*Fuente: M’sur
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