Globalización, nacionalismo, regionalismo
por Victorio Taccetti
8 años atrás 9 min lectura
05/01/2017
El paradigma dominante en el mundo en los últimos treinta años fue el de la globalización.
A través de herramientas como el fortalecimiento de la Organización Mundial de Comercio (OMC, WTO en inglés), sucesora y superadora del GATT (General Agreement on Trade and Tariffs) con sus distintas rondas, como la “ronda Uruguay” y la “ronda Doha”, la OMC intentó con bastante éxito reducir los aranceles que gravan el comercio internacional, suponiendo que el mercado de bienes y servicios se iba a manejar en forma competitiva y a escala mundial. A este esquema multilateral se agregaron convenios bilaterales o regionales de desgravación de aranceles aduaneros, como el NAFTA (North American Free Trade Association), en vigencia desde el 1 de enero de 1994 entre Estados Unidos, México y Canadá y muchos otros acuerdos de desgravación bilaterales (México/Chile, Chile/Estados Unidos, Perú/Estados Unidos, etc.)
A estos esquemas puramente comerciales que no prevén avanzar más allá de la creación de zonas de libre comercio, debemos agregar en nuestro análisis otros acuerdos de mayor profundidad, que además de desgravaciones arancelarias prevén la creación de mercados comunes, acordando entre los socios la coordinación productiva, normativa, institucional, impositiva, monetaria, etc. El ejemplo más acabado de estos esquemas es la Unión Europea, originada como Comunidad Económica Europea en los Tratados de Roma de 1957, y que alcanzó el grado máximo de cohesión con los acuerdos de Maastricht (creación de la moneda común, el Euro) y de Schengen (libre circulación de personas y bienes y eliminación de las fronteras interiores al espacio común). Si bien ninguno de estos dos acuerdos abarcó a la totalidad de los miembros de la Unión Europea, ambos alcanzaron una cobertura muy amplia. (la moneda común no fue adoptada por el Reino Unido, Suecia, Dinamarca, República Checa, Hungría, Rumania, Bulgaria, Letonia, Lituania, Polonia, Croacia. La libre circulación nunca incluyó al Reino Unido, Irlanda, Rumania y Bulgaria).
Este parecía, hace pocos años, un panorama rosa que sólo podía avanzar hacia su progresiva profundización y perfeccionamiento, pero algunos elementos atentaron contra el mismo: en especial, el crecimiento exponencial de las transacciones financieras, que alcanzaron un nivel de giro muy superior al de las transacciones de bienes y servicios.
Esto puso en el centro de la escena económica a grupos de poder ligados a los bancos y compañías financieras, puramente especulativas y poco ligadas a la gente común y sus necesidades.
A diferencia de los empresarios industriales o agrícolas, que necesitan del consumo para subsistir y crecer y, por lo tanto, están dispuestos, aunque más no sea por conveniencia, a pensar en los trabajadores y consumidores, los financistas sólo piensan en los “swaps” que mágicamente pueden aumentar sus ingresos, al toque de un botón de sus ordenadores.
Este auge financiero – apoyado en el llamado “neoliberalismo” fue impulsado desde los ochentas por Ronald Reagan y Margaret Thatcher (con un “ensayo previo” en el Chile de Pinochet), siguiendo el liderazgo intelectual de la Escuela de Chicago. Este auge generó en el mediano – casi corto plazo – una destrucción de la “sociedad de bienestar” o “great society” o “welfare society” que había traído prosperidad y paz social a grandes sectores de trabajadores en los países “desarrollados” (Estados Unidos, Canadá, Europa occidental, Australia, Nueva Zelanda). Se ocupó con especial dedicación de destruir las estructuras de defensa de los trabajadores, los sindicatos. En este sentido fue emblemática la ruptura de la huelga de los controladores aéreos protagonizada por el Presidente Reagan en su primera presidencia.
A partir de la “financierización” del mundo, los ricos fueron cada vez menos en número y más poderosos en su riqueza, mientras los trabajadores comenzaron a percibir que el futuro de sus hijos iba a ser peor que el tiempo presente.
Esta frustración comenzó a minar, en la conciencia de la gente, su confianza en “la política”: los políticos, aliados de los financistas, eran cada vez más ricos, mientras la gente perdía sus trabajos por la globalización que fue llevando las plantas productivas a países de bajísimos costos de mano de obra: primero Japón, luego Corea, la China, Vietnam, Indonesia, Thailandia, India, Bangla Desh, Pakistán, México, Honduras, etc.
Los trabajadores ya no podían aspirar a su casa propia, a educar a sus hijos, a una buena cobertura de salud, a un período de vacaciones.
La financiarización y la globalización sustituyeron un escenario de trabajadores libres y sindicalizados por un escenario de trabajadores precarios, mal pagados, tercerizados, semiesclavos, y un enorme ejército de desocupados estructurales y un pequeño núcleo de ricos cada vez más ricos.
El nacionalismo
La reacción fue creciendo, poco a poco, de la mano de la desesperanza frente al futuro.
En un movimiento similar al que llevó a los alemanes a apoyar a Adolf Hitler después de la crisis de 1930, fueron creciendo partidos anti-apertura, proteccionistas, anti-inmigantes, que desconfían de la apertura económica que es percibida como una llave que conduce a la pobreza.
Muestras de esta actitud abundan en los últimos año, tales como los movimientos PEGIDA/Alternative für Deutschland en Alemania, el Frente Nacional en Francia, Cinque Stelle en Italia, el United Kingdom Independence Party (UKIP) en el Reino Unido, que lideró las fuerzas que condujeron al BREXIT, FIDESZ en Hungría, etc.
La muestra final del arraigo de esta tendencia lo constituye el triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales de noviembre 2016 en Estados Unidos.
También pueden contabilizarse en esta tendencia el voto negativo al acuerdo de paz en Colombia.
Todos estos movimientos generan grandes interrogantes. Los nacionalismos proteccionistas pueden tener algún sentido y alguna viabilidad en el caso de los países grandes, que tienen un gran mercado interno que resulta atractivo para el desarrollo de la tecnología industrial.
Pero en el caso de países más pequeños, la reducida escala del mercado hace difícil la introducción de procesos de innovación tecnológica que son costosos.
En estos casos la única ecuación posible es la de promover agresivamente la exportación de productos sofisticados de alto contenido tecnológico. La dificultad es que en este mercado global los productos que se busca exportar compiten con muchos otros, provenientes de otros países con igual nivel de sofisticación tecnológica o similares costos. Obviamente cada país tratará de tener productos y/o servicios de excelencia en algunos campos y no en todos. Pero, de todos modos, no será éste un escenario tranquilo y pacífico, sino uno muy competitivo y sujeto a riesgos y fluctuaciones, cuyos vaivenes obedecen a factores imponderables y pueden tener efectos sumamente deletéreos.
El regionalismo
Una respuesta alternativa, pragmática y eficiente a estos desafíos puede ser la de las organizaciones de integración regional.
En este caso se busca una solución intermedia a la globalización y el proteccionismo nacionalista. Se aúnan esfuerzos de diversos países contiguos o cercanos para ganar economías de escala y se alzan, al mismo tiempo, barreras arancelarias que dificultan el ingreso irrestricto de productos que muchas veces provienen de plataformas productivas basadas en trabajo esclavo o casi esclavo y nulo cuidado por el medio ambiente. Se desalientan, también, las delocalizaciones de empresas a esos lugares de bajos salarios.
El regionalismo permite al mismo tiempo, un desarrollo sustentable y un contacto con el mundo, especialmente con los centros de alta tecnología, ya que las dimensiones del mercado regional ampliado hacen viable y atractiva la inversión en investigación y desarrollo y permiten, asimismo, destinar recursos a la mencionada investigación y desarrollo mayores a los que podría cada país individualmente considerado.
El futuro próximo del mundo verá, sentados a la mesa de los poderosos, los que tienen entidad suficiente para opinar e influir en la marcha del mundo, al menos en cuestiones políticas y comerciales, no militares, a los grandes países o conglomerados de países, a los Estados-continente. Como decía acertadamente Alberto Methol Ferré, “las potencias que hoy dominan el mundo se llaman los Estados Continentales, en comparación con los Estados Nación medios o pequeños. Concluimos también que estos Estados Nación medios o pequeños contemporáneos, de suyo y en soledad, son completamente incapaces de ningún protagonismo en la historia del siglo XXI, salvo que logren unificarse, como lo intenta hacer y veremos hasta donde, la Unión Europea”(1).
Esta es, indudablemente, la situación de Estados Unidos, China, Japón, potencialmente, Europa, quizá la India.
Aunque – cabe decirlo – Europa ha perdido su norte y su rumbo. A un conjunto de líderes que – horrorizados por la devastación de la guerra mundial – imaginaron que Europa podía unirse , valorizar su cultura común y tener una voz única – aunque con matices diferenciados – en los asuntos mundiales, le sucedió una generación de políticos pueblerinos, subordinados a las encuestas de opinión y a los resentimientos localistas, reacios a una actitud generosa frente a quienes huían, en Medio Oriente, de guerras que los europeos habían ayudado a generar. Esta generación de políticos carentes de visión de futuro y objetivos de largo plazo está llevando a Europa a su disolución.
Todos lo lamentamos, un mundo con más actores relevantes habría sido un mundo más equilibrado y con mayores posibilidades de equidad.
¿¡Europa ha renunciado a la grandeza!?
El futuro no tan lejano nos mostrará si el mundo volverá al bipolarismo, no ya enfrentando a Estados Unidos y la Unión Soviética sino a Estados Unidos y la China, o si atravesaremos nuevamente por una etapa de unipolaridad dominante como la que sufrimos luego de la caída del imperio soviético y el muro de Berlín, época que nos regaló su legado máximo, el Consenso de Washington, carta fundante del neoliberalismo que aún quiere dominar, de la mano de sus ideólogos antes mencionados, la Escuela de Chicago, con sus discípulos políticos como Francis Fukuyama y su teoría del fin de la historia y sus ejecutores estrella, Ronald Reagan y Margaret Thatcher.
¿Será Donald Trump un nuevo Ronald Reagan?
En breve tiempo lo sabremos.
Mientras tanto, los latinoamericanos deberíamos aprovechar que los amos del mundo estarán seguramente ocupados por los desbarajustes del Oriente Medio.
Mientras ellos se ocupan de los dramas de esa zona, los latinoamericanos deberíamos retomar el camino de la integración, no la integración retórica del Unasur, sino una integración económica, social, institucional y política como la que proyectaba el Mercosur. De este modo avanzaríamos hasta convertirnos en un actor más importante en el concierto mundial.
¿Lograremos liberarnos de los corifeos de la dependencia que hoy parecen tener la iniciativa política y construir gobiernos populares que – con solvencia técnica y no retórica vacía – nos lleven a un verdadero desarrollo autónomo?
Los pueblos tienen la palabra.
*Fuente: AlaiNet
Nota:
(1) Alberto Methol Ferré, prólogo en: Cabral, Salvador: Revolución y crisis en el Mercosur. Buenos Aires: Corregidor, 2013.
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Me temo que uno de los detalles mas significativos del auge del capitalismo desde inicios de la Revolución Industrial hasta la segunda guerra mundial y de allí el neoliberalismo a escala progresivamente desatada, incluídos los frenazos de las dos o tres desplomes bursátiles mundiales, llevó a los «pueblos» hacia las ciudades capitales principales de cada país sub o infra desarrollados.
Es mucho mas fácil contar con las mayorías votantes de cualquier república democrática en una gran urbe, enardecida, contaminada, superinformada -manipulada- y agarrada por sus salarios mensuales, que tener a una población del país uniformemente repartida…
Para arriar el ganado hay que planificar para que no esté disperso a la hora de meterlo en el brete.
Eso constituye parte de la labor del «cuerpo político» de una república dependiente de gobiernos continentales.