La batalla cultural: mucho más que una derrota electoral
por Tomás Pérez Muñoz (Chile)
10 mins atrás 6 min lectura
La historia no avanza en línea recta ni está escrita de antemano. Así como hoy asistimos a una ofensiva reaccionaria global, también sabemos que los momentos de mayor retroceso han sido, muchas veces, la antesala de profundas recomposiciones populares. Pero esas recomposiciones no ocurren solas. Es preciso reconstruirlas.
¿Qué es lo que hace que un minero del Norte vote por la extrema derecha? ¿O que un obrero del centro del país haya optado por José Antonio Kast?
Como suele decirse, la victoria tiene muchos padres, pero la derrota es huérfana. El adverso resultado del balotaje presidencial no ha escapado a esa lógica. Apenas conocidos los cómputos finales, comenzaron a multiplicarse las explicaciones. Algunos levantaron la bandera del anticomunismo como causa principal; otros responsabilizaron al gobierno y a la percepción de su continuidad; otros pusieron el acento en la configuración del comando o en errores tácticos de campaña. Un verdadero mamotreto de interpretaciones que, si bien contienen elementos atendibles, dejan fuera una dimensión clave del problema.
Hay un factor que no hemos logrado instalar con suficiente claridad. Y cuando lo hemos hecho, no siempre hemos sido capaces de comprenderlo en toda su profundidad.
No es casualidad que el guaripola de la ultraderecha chilena, José Antonio Kast, invoque el “sentido común” como si se tratara de un mantra. El mismo concepto aparece en boca de Donald Trump en Estados Unidos y de VOX en España; Jair Bolsonaro lo traduce en su ya conocida frase “el pueblo sabe”; Marine Le Pen habla del “buen sentido” francés; y Giorgia Meloni apela al “realismo” del pueblo italiano. No se trata de consignas aisladas, sino de una estrategia ideológica coherente de la derecha radical. Enfrentamos, pues, una disputa por el sentido común, por la forma en que amplios sectores de la sociedad interpretan la realidad. Estamos, entonces, ante una batalla ideológica y cultural de largo aliento que la ultraderecha ha sabido dar con eficacia. Y si observamos el panorama internacional —y ahora también el nacional—, resulta difícil no admitirlo: en ese terreno, estamos perdiendo con creces.
Si hablamos de sentido común, no hablamos de una abstracción neutra ni espontánea. Antonio Gramsci, escribiendo desde la cárcel en los años veinte del siglo pasado, advertía que el sentido común es un terreno en disputa permanente. Se trata, en esencia, de una mezcla caótica de ideas heredadas, prejuicios, experiencias materiales y relatos dominantes. Quien logra organizar ese sentido común, logra también dirigir políticamente a una sociedad. Eso es hegemonía.
La ultraderecha ha comprendido esta lección con una claridad que duele. No solo compite en elecciones; ante todo, compite en la vida cotidiana. En el lenguaje que usamos, en los miedos que se instalan, en las certezas falsas que parecen evidentes. Mientras discutimos programas, cifras y diseños institucionales, ellos disputan emociones, identidades y respuestas simples… orden versus caos, mérito versus parasitismo, nación versus amenaza. No ganan porque tengan razón; ganan porque logran parecer razonables.
Jason Stanley, en su libro Cómo funciona el fascismo (Red. piensaChile: ver resumen más abajo), lo explica con nitidez. Las personas están frustradas por las condiciones de vida que ofrece el sistema. Es innegable que la raíz de la delincuencia o de la precariedad laboral se encuentra en las entrañas del modelo. Sin embargo, el político fascista actúa con astucia, pues redirige esa rabia acumulada. Así, profesionales que estudiaron durante años y no encuentran trabajo terminan culpando al migrante y no a un sistema que precariza estructuralmente la vida.
Aquí aparece el nudo de nuestra derrota. No basta con denunciar fake news ni con atribuir el resultado a una “mala campaña”. Existe una clase trabajadora cansada, precarizada, agotada física y mentalmente, que no se siente interpretada por un proyecto transformador que muchas veces se expresa en códigos ajenos, excesivamente técnicos o moralizantes. En ese vacío, la ultraderecha ofrece respuestas fáciles, culpables claros y una ilusión de control (dado que resulta mucho más fácil culpar a un migrante de las desgracias propias que al empresariado que acumula las riquezas, ¿no?). El fascismo no ofrece futuro, pero promete alivio inmediato.
Sin embargo —y esto es clave— nada de esto es irreversible. La historia no avanza en línea recta ni está escrita de antemano. Así como hoy asistimos a una ofensiva reaccionaria global, también sabemos que los momentos de mayor retroceso han sido, muchas veces, la antesala de profundas recomposiciones populares. Pero esas recomposiciones no ocurren solas. Es preciso reconstruirla.
Y aquí resulta vital aclarar algo. Si nuestro horizonte es la superación del capitalismo, no podemos permitirnos la fragmentación permanente. En La trampa de la diversidad (Red. piensaChile: ver video más abajo), Daniel Bernabé plantea con claridad que el sistema opera activamente para atomizar a la clase trabajadora, dispersándola en múltiples luchas parciales que, al desconectarse entre sí, pierden capacidad real de disputar el poder.
Esto no implica —y conviene decirlo sin ambigüedades— negar ni relativizar luchas fundamentales como el feminismo, el ecologismo, la defensa de las diversidades sexo-genéricas o el animalismo. Todas ellas expresan contradicciones reales del capitalismo y demandas legítimas de emancipación. El problema no son esas luchas, sino su aislamiento, su despolitización o su desvinculación de un proyecto común de transformación social.
Desde comienzos de este siglo, una parte de la izquierda ha tendido a perder de vista ese hilo conductor: la condición compartida de quienes viven de su fuerza de trabajo y padecen, en distintas formas, la explotación y la dominación de la clase dominante. Más allá de nuestras diferencias —que existen y deben ser reconocidas— hay un factor común que nos atraviesa y nos une. Se trata de la subordinación al capital.
Es precisamente ahí, en esa base material compartida, donde reside nuestra principal fuerza y la posibilidad real de victoria. No en la negación de las luchas, sino en su articulación consciente dentro de un proyecto colectivo capaz de disputar hegemonía y transformar la sociedad en su conjunto.
Llamar a la esperanza no es negar la derrota, sino comprenderla en toda su profundidad. Es asumir que la tarea que tenemos por delante es más exigente que ganar una elección. Es reconstruir un sentido común solidario, colectivo y emancipador. Volver a hablar de dignidad sin pedir disculpas. Volver a organizar donde hoy solo hay frustración. Volver a politizar la vida cotidiana sin despreciarla.
Porque incluso en el vacío —y a veces, precisamente ahí— existe espacio para la reconstrucción. Y esa reconstrucción, si quiere ser real y duradera, debe estar enraizada en la clase trabajadora y orientada a disputar, codo a codo, la conciencia de nuestro pueblo. Finalmente, el día en que podamos decir “triunfamos”, no como resultado exclusivo de una elección, sino como fruto de una organización popular orientada a la superación del capitalismo, ese día habremos ganado la batalla cultural.
*Fuente: FrenteOPAL
Notas:
La batalla cultural: mucho más que una derrota electoral
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