Brahim Ghali, González Laya y Mohamed VI: del aplauso al régimen a la crisis diplomática
por Javier Otazu (España)
3 años atrás 19 min lectura
El periodista Javier Otazu no pudo publicar Los tres jaques del rey de Marruecos mientras vivía en el país magrebí. El precio que podría haber pagado era demasiado alto. Ahora, después de haber dejado el país que fue su casa durante 16 años, ya en Nueva York como delegado de la agencia EFE, analiza con libertad el año 2021, un año clave para Marruecos tanto internacionalmente como en lo interno. En este nuevo libro publicado por Catarata analiza desde el conflicto con el Sáhara hasta el uso de la frontera como chantaje diplomático, desde la represión de la prensa hasta la polémica en torno a la actuación de Arancha González-Laya con el líder polisario Brahim Ghali.
Sobre la hospitalización de este último en España y sus consecuencias geopolíticas versa el primer capítulo, que reproducimos aquí.
Una fiesta deslumbrante
El 30 de julio de 2019 medio Gobierno español se había dado cita en los jardines de la residencia de la Embajada de Marruecos en Madrid para celebrar la Fiesta del Trono, la celebración más importante del calendario político marroquí y que en esa ocasión conmemoraba los veinte años de Mohamed VI en el poder.
A la gran fiesta marroquí habían acudido la vicepresidenta Carmen Calvo, el ministro de Exteriores Josep Borrell, el de Interior Fernando Grande-Marlaska y otros tres ministros más, además de la presidenta del Consejo de Estado, María Teresa Fernández de la Vega y de políticos del anterior Gobierno del Partido Popular, como Ana Pastor o Isabel García Tejerina. Nadie quería perderse la suntuosa recepción de Marruecos, que pasa por ser una de las más opíparas de las embajadas en Madrid.
La reina de la fiesta fue sin duda la embajadora Karima Benyaich, que vestida con un elegante caftán de color crema se fotografió con todos y cada uno de los invitados hasta llenar varias páginas de la revista ¡HOLA!, que dio buena cuenta de la ceremonia.
¿Quién imaginaba entonces que menos de dos años después esa misma embajadora se iba a convertir en la cara más agresiva de un país que amenazaba con cortar sus relaciones con España por haber acogido en su suelo al presidente saharaui Brahim Ghali? ¿Que esta hija de una granadina iba a revolverse de esa manera contra el país que había sido el suyo hasta tres años atrás, cuando tuvo que renunciar a su pasaporte para representar a Mohamed VI en Madrid?
Aquel año de la fastuosa Fiesta del Trono Karima Benyaich había desplegado además una imponente operación de seducción de la opinión pública española a través de la prensa: en la semana que precedió a la fiesta, se sucedieron en El País, ABC, La Vanguardia y El Mundo una serie de artículos ditirámbicos escritos no por cualquier pluma, sino por el mismo presidente del Gobierno Pedro Sánchez, sus antecesores José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy, o Miguel Ángel Moratinos, quien nunca faltaba en toda cita donde se pudiera halagar a Rabat. Todos los artículos tenían dos ideas comunes: había razones para celebrar las “dos décadas de progreso” en Marruecos (como titulaba Rajoy) y España tenía el mayor interés del mundo en caminar junto a su vecino del sur en un futuro lleno de intereses compartidos.
Era curioso que los firmantes de aquellos artículos desplegasen tanto almíbar ante el vecino cuando los periodistas que trabajábamos en Marruecos nos esforzábamos en dibujar las luces y sombras que rodeaban los veinte años de Mohamed VI en el trono de los alauíes. Por aquellos días, un ministro marroquí tuvo a bien reprenderme por teléfono por haber escrito en mi análisis que Mohamed VI, tras haber llegado al trono con fama de ser el rey de los pobres, se había convertido en esas dos décadas en el mayor empresario del país y en un ávido millonario con puesto en la lista de Forbes. En Marruecos, escribir esas cosas era buscarse problemas, por eso funcionaba tan eficazmente la autocensura: en lo referente al rey, lo único seguro era y sigue siendo escribir alabanzas sin fin.
En el otoño de ese mismo año publiqué mi libro Marruecos, el extraño vecino, en cuyo último capítulo recordaba que las relaciones de España con Marruecos eran sistemáticamente descritas con un cúmulo de superlativos tales como extraordinarias, modélicas, ejemplares y fructíferas. Aquello era entonces rigurosamente cierto: no había nubes que ensombrecieran unos años de innegable luna de miel con el vecino, y el famoso “colchón de intereses” interconectados había funcionado muy bien, a la par que el pacto no escrito por el cual España apoyaba discretamente a Marruecos en sus tesis sobre el Sáhara y a cambio Rabat metía bajo la alfombra su reivindicación de Ceuta y Melilla.
Pero todo eso saltó por los aires el 17 y 18 de mayo, cuando una avalancha de unos 10.000 emigrantes invadió literalmente la ciudad de Ceuta sin que el espionaje español, que tiene sus mayores recursos en todo el mundo desplegados en Marruecos, hubiera sido capaz de preverlo. Había algunas señales en el aire, como eran la sucesión de comunicados y de entrevistas del superministro de Exteriores, Nasser Bourita, en los que mostraba sin ambages su enfado por la admisión en un hospital español de Brahim Ghali, quien por ser el máximo líder de los saharauis era el enemigo público número uno de Marruecos. Bourita había llamado al embajador español en Rabat, Ricardo Díez-Hochleitner, para protestar por lo que consideraba una traición de su socio y vecino del norte, que ni siquiera había tenido a bien informar a Marruecos de esa llegada de Ghali, aunque ya los servicios secretos marroquíes estaban al tanto y fueron los que desvelaron la información.
Y sin embargo, el enfado de Marruecos por el caso Ghali parecía una de tantas pataletas a las que el país magrebí nos tenía acostumbrados, siempre por culpa de su causa sagrada, el Sáhara: lo había hecho previamente con Estados Unidos, con el secretario general de la ONU, con Alemania y con Suecia. Lo que no entraba en las previsiones era que Rabat recurriera a las armas de emigración masiva en busca de sus objetivos, que sin ser explícitamente expuestos parecían consistir en un ofrecimiento español de explicaciones de la entrada de Ghali en el país (sin que bastaran las “razones humanitarias” evocadas por la ministra Arancha González Laya) y la comparecencia de Ghali ante la Justicia española. Marruecos no era tan torpe como para exigir explícitamente una condena, pues eso habría supuesto una injerencia inaceptable, además de desconocimiento del funcionamiento del sistema jurídico en España, pero sí se permitía repetidos comentarios en el sentido de que “confiaba en la Justicia española” para que Ghali respondiera por sus denuncias. De ese modo, la presión que sentimos a diario los periodistas o los diplomáticos se trasladaba también a los pasillos de la Audiencia Nacional. El juez Santiago Pedraz, encargado de tomar declaración a Brahim Ghali el 1 de junio, sabía que había demasiados ojos puestos en él, y que su nombre nunca sería olvidado en Rabat, para bien o para mal.
La importancia de Ghali
No era la primera vez que un prominente miembro del Polisario era hospitalizado en España: antes que él lo había sido Ahmed Bujari, el mejor diplomático del movimiento e incombustible representante suyo ante la ONU, que murió de cáncer de pulmón en el Hospital de Cruces de Baracaldo en 2018, o Mohamed Jaddad, coordinador ante la misión de la ONU en el Sáhara (MINURSO), fallecido en un hospital de Madrid tras una larga enfermedad en abril de 2020. Era natural que los saharauis eligieran hospitales de España, un país donde conocen el idioma y cuentan con numerosas redes de apoyo.
Tal vez por eso no pareció extraño que Brahim Ghali solicitara ser trasladado en España cuando las complicaciones graves de la COVID-19 le hicieron pensar que el hospital argelino donde se trataba no podría salvarlo; tal vez por eso, porque existían precedentes, el Gobierno español consideró que su llegada no revestiría mayor problema.
Sin embargo, en el grupo restringido que estuvo al tanto de la operación, hubo un ministro que se opuso y subrayó los potenciales problemas que eso podría suponer con Marruecos: se trató de Grande-Marlaska, que por la cartera que ostenta sabe cuán necesario es tener calmado al vecino que nos protege la frontera sur. Marlaska es probablemente el ministro español que más veces ha visitado Rabat a lo largo de su mandato, así que sabe bien hasta dónde se puede llegar con Marruecos. Al parecer, y según han filtrado varias fuentes, González Laya impuso su opinión sobre Marlaska, y se llegó a una solución de compromiso: trasladarlo a un lugar discreto en una ciudad discreta, y para ello se eligió el Hospital San Pedro de Logroño. Eso era sin contar con la capacidad de penetración de los servicios secretos marroquíes, que Fouad Yazough, número dos de Exteriores, definía en esos días como “de los más eficaces” del mundo, y adelantó un detalle: hubo en la operación de traslado cuatro generales argelinos.
Es posible que hubiera un error de apreciación en considerar el caso Ghali como el caso de Bujari o de Jadad: después de todo, Ghali era el secretario general del Polisario y presidente de la República Árabe Saharaui Democrática, en otras palabras, se trataba del líder máximo, una pieza de caza mayor. Pero además, había otra razón: Ghali había declarado la guerra a Marruecos cinco meses atrás, el 13 de noviembre, y si bien Rabat había optado por ningunear la guerra y no responder a los casi 200 partes de guerra emitidos por el Polisario, no es menos cierto que los combatientes saharauis hostigaban sin cesar a las Fuerzas Armadas Marroquíes (FAR). No constaba, pasados cinco meses, que hubieran causado una sola baja entre los soldados de las FAR, pero sus ataques podían compararse con “el picor de una manada de insectos que apartas a manotazos pero no logras olvidar”, como describía por esos días un viejo dirigente polisario pasado a Marruecos y que pese a todo guardaba —como casi todos los saharauis— estrechos vínculos con sus hermanos de Tinduf.
Que a Marruecos le importaba esa guerra silenciosa lo confirmó el ministro Bourita en una rueda de prensa el 20 de mayo de 2020: “Todos sabemos por qué hay crisis: porque España juzgó conveniente, de manera soberana, maniobrar con los enemigos de Marruecos y alojar a quien nos hace la guerra a diario”, dijo. Era la primera vez que Marruecos utilizaba la palabra guerra y se refería así a lo que sucedía en sus fronteras, junto a los “muros de defensa” levantados por el Ejército y que han dejado al Polisario el control (cada vez más relativo) de solamente una pequeña franja al este de esos muros.
Efectivamente, Brahim Ghali había roto casi treinta años de paz en el Sáhara, los que siguieron a la firma del alto el fuego en 1991 entre Marruecos y el Frente Polisario, que supusieron poner el conflicto en manos de la ONU. Allí, entre los pasillos de la diplomacia, Marruecos había ido ganando pacientemente una partida tras otra, y las sesiones del Consejo de Seguridad, que se sentaba una vez al año (a veces hasta dos) para discutir sobre el Sáhara, terminaban con unas resoluciones que cada vez inclinaban más su vocabulario hacia las tesis marroquíes. De hecho, la palabra “referéndum” ya había desaparecido de las últimas resoluciones en favor de “una solución negociada”: Marruecos llevaba ya muchos años rechazando abiertamente la idea de una consulta de autodeterminación y proponiendo en su lugar un impreciso plan de autonomía para el Sáhara.
Brahim Ghali tomó las riendas del Polisario y la República Árabe Saharaui Democrática tras la muerte de Mohamed Abdelaziz en 2016. Abdelaziz había llevado el conflicto saharaui de la guerra a la paz, y de allí a la irrelevancia: a su muerte, había desaparecido del mapa de preocupación internacional. Todos los años, cada 27 de febrero, se repetían las arengas de la vuelta a la guerra en los desfiles de aniversario de la RASD en la inhóspita hamada de Tinduf, pero los tanques y jeeps de los militares saharauis aparecían cada vez más oxidados, y sus uniformes más ajados. Los periodistas españoles, únicos en el mundo que aún acudían a las arengas del desierto, repetían un año tras otro que la frustración crecía en los campamentos de Tinduf, cuartel general del Polisario y precario hogar para las decenas de miles de refugiados saharauis.
Brahim Ghali se propuso sacudir el tablero: una de sus primeras acciones fue fotografiarse con los pies en el agua en las costas de La Güera, en el cabo Blanco, la estrecha franja de tierra donde termina el Sáhara Occidental por el sur. La imagen era un recordatorio de que los saharauis no se conformaban con soñar desde el desierto argelino con la quimera de una patria, sino que reclamaban una tierra con una extensa costa atlántica de la que llevaban cuarenta años expulsados. En esas costas, barcos, cientos de barcos españoles y europeos, chinos y rusos, extraían cada año toneladas y toneladas de pescado gracias a acuerdos firmados con el Gobierno marroquí en lo que los saharauis consideraban un expolio de sus riquezas.
Aun sabedor de la aplastante diferencia en poderío militar con Marruecos, Ghali tomó en 2020 la decisión más arriesgada de su vida, al declarar la guerra a Marruecos un 13 de noviembre de 2020. Ghali tenía entonces 71 años, y no ignoraba que esa guerra no la podría ganar, pero confiaba en sacar al conflicto del inmovilismo y obligar a Marruecos a negociar una salida honrosa para los saharauis.
Con lo que Ghali no contaba era con la reacción de Marruecos, que decidió responder con el silencio a esa guerra en su frontera sur. Ni siquiera cuando el Polisario reconoció la muerte en combate del jefe de la Gendarmería Saharaui, Adah el Bendir, en abril de 2021, Marruecos quiso ponerse una medalla: ignorar la guerra era la mejor manera de negar al enemigo. La propia forma en que el Bendir murió da buena idea del desequilibrio brutal de fuerzas: un dron marroquí, un Harfang de procedencia israelí (como contó entonces el portal noticioso marroquí Le Desk) había disparado certeramente contra el responsable militar cuando este realizaba uno de los numerosos intentos de hostigamiento frente al muro de defensa. En esas escaramuzas que ya duraban cinco meses, el muro no se había movido un milímetro.
Si el Polisario esperaba que el Consejo de Seguridad, en su reunión semestral del 31 de marzo, argumentase que la guerra en el Sáhara necesitaba nuevas decisiones, recibió un jarro de agua fría: la resolución de ese día terminó sin hacer siquiera mención a esa guerra. Marruecos había ganado también en los pasillos de la ONU.
Entra en juego la geopolítica
Lo cierto es que Marruecos estaba jugando en otras ligas: mientras el Polisario declaró la guerra, Rabat estaba poniendo a punto una jugada maestra que implicaba a varios países y para la que contaba con la ayuda de Donald Trump, en el ocaso de su mandato. El 10 de diciembre de 2020, un mes antes de dejar el poder, el presidente estadounidense anunció desde Washington un pacto tripartito que incluía el reconocimiento por parte de su país de la soberanía marroquí en el Sáhara a cambio de que Marruecos restableciera sus relaciones diplomáticas con Israel y se sumara así a los Acuerdos de Abraham, en referencia a los países árabes (Emiratos, Baréin y Sudán) que anteriormente habían firmado la paz con el Estado hebreo.
La noticia fue un verdadero bombazo de alcance global: Trump, y no la guerra, había puesto al Sáhara en la agenda mundial.
Dentro de la Unión Europea, Alemania y España salieron de inmediato a recordar que la ONU era el terreno donde debía negociarse el estatuto final del Sáhara Occidental, y que declaraciones como la de Trump no ayudaban nada a la hora de encontrar una salida negociada. Alemania (que llegó a pedir una reunión urgente del Consejo de Seguridad) y España pronto iban a pagar caras esas declaraciones, consideradas por Rabat como un gesto de hostilidad para con Marruecos.
De hecho, fue muy significativo que el mismo día en que Trump anunció su acuerdo tripartito, Marruecos decidiera aplazar la Reunión de Alto Nivel (RAN) prevista con España para solo una semana más tarde en Rabat. Alegó la imposibilidad de celebrar una reunión así en plena pandemia, pero nadie lo creyó: de hecho, desde ese mismo día las relaciones entre Rabat y Madrid se enfriaron perceptiblemente. Que la pandemia fue una excusa improvisada y falaz para anular la RAN lo demostró el hecho de que apenas unos días después, el 22 de diciembre, una delegación estadounidense e israelí, con el consejero y yerno de Trump, Jared Kuchner, a su cabeza visitara Rabat y celebrase reuniones por todo lo alto; poco más tarde, el 10 de enero, una nutrida delegación estadounidense se desplazó hasta la ciudad saharaui de Dajla en olor de multitudes para escenificar el nuevo apoyo de Estados Unidos a la idea del Sáhara marroquí.
¿Qué busca Marruecos desde entonces? Lo dijo de forma velada el ministro Bourita el 15 de enero, cuando en una rueda de prensa y casi sin venir a cuento afirmó que Europa debía “salir de la zona de confort” en lo referente al Sáhara y dejar de refugiarse en la cómoda neutralidad que suponía escudarse detrás de la ONU. “Europa —dijo Bourita dirigiéndose a mí, único periodista europeo en aquella sala— debe tomar el ejemplo de Estados Unidos. Hoy hace falta un movimiento conjunto de Europa para apoyar la única perspectiva posible de arreglo para la cuestión del Sáhara: la autonomía en el marco de la soberanía marroquí”. Bourita acababa de celebrar una conferencia telemática con cuarenta países afectos a sus tesis sobre el Sáhara, y añadió: “Habría que preguntarse por qué España no estuvo ahí [en la conferencia]”.
El primero en pagar la actitud de firmeza ante Marruecos fue Alemania: el 2 de marzo, Rabat anunció que suspendía todo contacto con la embajada alemana y sus instituciones, y dos meses más tarde, el 6 de mayo, ante la falta de respuestas convincentes desde Berlín, el Gobierno marroquí llamó a consultas a su embajadora en Alemania, una princesa de la Casa Real llamada Zohour Alaoui. El Ministerio de Exteriores fue esta vez explícito: Alemania —decía— tiene “una actitud negativa sobre la cuestión del Sáhara” y “ha multiplicado los actos hostiles que atentan contra los intereses superiores de Marruecos”. Olvidó mencionar que solo cinco meses atrás, en diciembre, Alemania había concedido a Marruecos 1.387 millones de euros (202 en donación, el resto en créditos de condiciones muy ventajosas) para combatir los efectos de la pandemia de la COVID19. La generosidad por parte alemana había sido muy mal pagada.
A su modo, también Estados Unidos se veía en 2021 en una difícil tesitura con Marruecos: Donald Trump había dejado un regalo envenenado a Joe Biden con aquel acuerdo tripartito. Si Biden lo revertía, podría por un lado precipitar la ruptura entre Marruecos e Israel, pero además no le convenía indisponerse con el país magrebí, cuya importancia estratégica había ido claramente en aumento en los últimos años. Pocos meses atrás, en octubre de 2020, el secretario de Defensa estadounidense, Mark Esper, había firmado en Rabat un acuerdo militar para diez años para “fortalecer la cooperación militar ante las amenazas comunes”. Estados Unidos era desde hace mucho el principal proveedor de armas y equipamiento militar a Marruecos, donde los aviones F-16, los carros de combate Abrams y los helicópteros Apache son ya familiares para las Fuerzas Armadas Reales, que con sus más de 200.000 soldados suponen uno de los mayores ejércitos de África. De ellos, más de la mitad están destinados en el Sáhara Occidental, en tiempos de guerra o de paz.
Cada año, el Africom, mando militar estadounidense en África, celebra en Marruecos sus ejercicios militares, African Lion, a los que invita, como participantes u observadores, a numerosos países africanos y europeos, España entre ellos. Estas maniobras habían evitado escrupulosamente adentrarse en territorio saharaui, no por miedo al Polisario, sino para evitar malentendidos diplomáticos. Pero en 2021 las cosas habían cambiado y Marruecos creyó que la nueva declaración de Trump lo legitimaba para programar una parte de esas maniobras dentro del Sáhara, y así lo propuso a Estados Unidos. Era la primera prueba que la Administración Biden tenía delante para confirmar o desmentir el acuerdo tripartito de Trump, cuando sus portavoces llevaban meses esquivando una y otra vez la cuestión del Sáhara. España, uno de los países invitados, anunció que en esta ocasión no acudiría a las maniobras “para no legitimar las tesis marroquíes sobre el Sáhara”, según explicó una fuente gubernamental a El País en plena crisis bilateral con Marruecos. Pero eso era sin contar que los estadounidenses terminarían por no ceder ante los marroquíes: pocos días antes del comienzo de las maniobras de African Lion, un portavoz militar norteamericano aclaró a la agencia EFE que las maniobras, en su punto sur más extremo, llegarían hasta un lugar llamado Greier al Bouhi, que queda exactamente en los confines del sur de Marruecos, apenas unos cientos de metros por encima del paralelo 27.40 que marca la frontera imaginaria con el Sáhara Occidental. Nada más confirmarse el detalle, el presidente del Gobierno marroquí, Saadedín Otmani, se apresuró a borrar un tuit escrito dos días antes en el que proclamaba eufórico la presencia del African Lion en el territorio contestado como un espaldarazo de Estados Unidos a Marruecos.
El Gobierno marroquí, a buen seguro decepcionado por su amigo americano, continuaba diciendo que los ejercicios militares llegaban hasta Mahbes, población saharaui a escasos kilómetros de Greier al Bouhi, pero los mapas no mentían: la intensa presión ejercida por Rabat sobre Estados Unidos no conseguía convencer a Joe Biden para bendecir de una vez y para siempre la marroquinidad del Sáhara. Pero tampoco se pronunciaba en sentido contrario: cinco meses después de la proclamación de Trump, Estados Unidos seguía deshojando la margarita, con un ojo puesto en Israel.
Y España, mientras tanto, seguía refugiada en su histórica neutralidad activa en el conflicto saharaui, una postura que cada vez le resultaba más difícil mantener. El 31 de mayo, el Gobierno marroquí se quitó la careta: la crisis con España no se limitaba a la torpeza de haber acogido con nocturnidad y a escondidas a Brahim Ghali. Un comunicado de la diplomacia marroquí recordó a Madrid que lo que esperaba de España era “una aclaración, sin ambigüedades, de sus elecciones, sus decisiones y sus posiciones”, que terminasen de una vez con “las segundas intenciones hostiles de España con respecto al Sáhara”.
Al día siguiente, el ya famosísimo Brahim Ghali, fue interrogado en su cama de hospital y por vía telemática por el juez Pedraz, quien no quiso imponerle medidas cautelares. A continuación, un avión fletado por la Presidencia de Argelia lo trasladó esa misma noche hasta Argel, donde a las pocas horas fue mostrado en una cama de hospital mientras era visitado por el presidente del país, Abdelmajid Tebboun. De este modo, el último actor en este conflicto, que había pasado hasta entonces discretamente en segundo plano durante toda esta crisis, apareció con claridad como lo que siempre ha sido: el otro país magrebí y africano con el que siempre habrá que contar para resolver definitivamente la cuestión del Sáhara.
*Fuente: InfoLibre
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